fascismo

Dos hombres

La empresa había cumplido –a duras penas– los plazos pactados con el Gobierno para el desarrollo de las aplicaciones de control y seguimiento, como ellos las llamaban.

Comenzaba ahora la segunda fase, que se planteaba como una prueba piloto que se circunscribiría a la Provincia de Madrid –las Comunidades Autónomas eran un sistema del pasado– y cuyos hitos mas importantes serían primero el reparto de códigos según el rango de utilización, el segundo una breve explicación de funcionamiento dada su sencillez y tercero –y último– la puesta en marcha del sistema, en total dos semanas para el despliegue al completo.

Una vez que comenzase a funcionar el sistema, habían calculado que pasarían unas dos semanas hasta que pudiesen disponer de datos fiables de mas del ochenta por ciento de los siete millones de personas que habitaban la provincia.

El sistema era muy sencillo, una única aplicación configurada internamente según el tipo de usuario y adaptada a cada uno de los once Ministerios.

Los diferentes tipos de usuario se determinaban con los códigos que otorgaba el Gobierno a través del Ministerio de Presidencia.

Toda la población de la provincia –mayor de dieciocho años– debería instalar esta aplicación en sus dispositivos en un plazo de cuarenta y ocho horas desde su puesta a disposición en las tiendas de Apple, Google o de la recién creada Naap –Nacional aplicaciones–, pasado este plazo se podrían imponer multas que partían desde los mil quinientos euros y que podrían desembocar en penas de cárcel para quien se negara a su instalación.

El sistema era sencillo, la población tenía que volcar en su app todos sus datos y cada terminal debería estar geolocalizado en todo momento.

El segundo escalón era el de los Agentes de Finca –por ley todas las fincas volvían a tener un portero o Agente de Finca– que con su código específico disponían de acceso a las fichas de los vecinos de su finca y de módulos específicos para redactar informes personalizados sobre ellos.

El siguiente escalón era el de los Agentes de Barrio, un nuevo filtro y una primera revisión de informes y –en su caso– corregir o añadir información.

Cada Ministerio tenía acceso a todos los datos generales y a datos específicos en relación a la función de cada uno.

Por último el omnipotente Ministerio de Presidencia disponía de acceso total y cruzaba datos de todos los usuarios.

Este sistema enlazado a su vez con el control de pagos telemático de la banca -que después de las últimas OPAS había quedado conformado por solamente dos bancos– hacía que el control fuese absoluto.

Recorridos controlados por GPS, datos de compras, gastos, ingresos,… todo, absolutamente todo.

Este programa piloto –que Juan acababa de detallarle a María y su hermano– se ponía en marcha en diez días.

Ese era el margen que tenía Luis para quedarse en Madrid, de lo contrario en alguno de los niveles aparecería un informe comunicando su presencia allí y por tanto su localización.

Y como parecía que el incidente de la Plaza de la Quintana estaba casi olvidado los tres coincidieron en que era mejor que Luis volviese a Santiago antes de que comenzara a funcionar el nuevo sistema por mera precaución.

Para la empresa de Juan este encargo había supuesto una importante inyección de liquidez y fue acompañado de suculentos sobresueldos para conseguir cumplir con los plazos establecidos.

Además suscribieron un importante contrato para el seguimiento, actualización y mantenimiento de las aplicaciones diseñadas con una duración de diez años.

Eran las diez de la noche y les quedaba una hora para dar cuenta de la cena que habían encargado en el McDonald’s de la calle de Esparteros.

No eran muy aficionados a este tipo de comida pero era tarde y no querían alejarse mucho de casa.

Luis –después de escuchar la explicación de Juan– estaba visiblemente preocupado, siendo Catedrático de Historia y habiendo estudiado e investigado sobre el pasado, las guerras, las revoluciones, las ideas y las controversias de los pueblos no podía entender como todavía éramos capaces de desatar los demonios de la intolerancia, el fanatismo, el racismo, la pobreza, la xenofobia y el autoritarismo.

Acordaron que Luis se iría el próximo sábado, cinco días antes de que comenzara el nuevo sistema.

Cambiaron de tema y Luis aprovechó el resto de la cena para confirmarles –porque su hermana se lo había preguntado– que su relación con Antonio marchaba muy bien y que –a pesar de los tiempos que corrían– podía proclamar que eran felices.

Antonio –músico y pintor principalmente– estaba ultimando una exposición de sus más recientes obras en el Guggenheim de Bilbao y estaba realmente entusiasmado y deseando que comenzase cuanto antes.

De vuelta en casa acomodaron a Luis en el sofá y  subieron a su habitación para acostarse.

Antes de que les venciera el sueño María le comentó a Juan si se había percatado de la cara de admiración y el brillo que se veía en los ojos de su hermano cuando hablaba de “su” Antonio.

Si, él también se había dado cuenta, la rodeó con sus brazos y la atrajo hacia él para darle un largo y sensual beso de buenas noches, pero ella no estaba dispuesta a que aquello se quedase en un único beso.

Luis

La primavera madrileña se caracteriza por sus frecuentes cambios de humor, a veces alegre con un sol radiante y un rato después su ánimo decaía bajo un gran chaparrón.

Anochecía y acababa de caer la mundial sin previo aviso, Luis –que estaba calado hasta los huesos– intentaba llegar hasta la calle Mayor desde la Plaza de España.

Conocía al dedillo aquellas callejuelas desde niño –se había criado allí mismo– y escogió la ruta más discreta y poco iluminada posible.

Cada veinte pasos volvía su mirada atrás para comprobar que nadie le seguía. Su expresión no dejaba lugar a dudas, estaba realmente atemorizado y era por eso que necesitaba llegar a su destino, a su único lugar seguro en aquella ciudad.

Después de media hora de requiebros por aquellas viejas calles de piedra, siempre alerta, siempre vigilante, por fin se encontraba en la calle Mayor a la altura del número once.

Se situó en la acera de enfrente y esperó unos diez minutos comprobando el discurrir de las personas calle arriba y calle abajo, no quería que nadie pudiese vincularlo con el portal al que quería acceder.

Una vez que tuvo claro que nadie le había seguido y que a los transeúntes su presencia le resultaba indiferente cruzó la calle apresuradamente y pulsó el botón del Atico A. 

Bajó su cabeza encapuchada escondiendo su cara para no ser reconocido a la espera de que le abrieran el portal.

De pronto sonó la voz adormilada de María; ¿quién es? se escuchó.

Luis –sin alzar mucho la voz le contestó– soy yo, tu hermano.

Carlos y Ana llevaban esperando una media hora en la cola del teatro Arlequín, habían decidido ir aquella noche a ver al humorista de moda en Madrid, era de los pocos que habían aguantado el nuevo sistema de censura previa aunque a costa de rebajar el tono del lenguaje utilizado.

Solamente habían conseguido dos entradas después de tres meses al acecho y sus amigos tendrían que esperar una mejor ocasión.

María estaba realmente sorprendida, ¿su hermano en Madrid? ¡pero si vivía en Santiago de Compostela!

Abrió la puerta y allí estaba Luis. Le dio un amoroso abrazo y enseguida se dio cuenta de que estaba empapado. Le hizo pasar y él cerró la puerta tras de si. Estaba a salvo.

En pleno curso académico era muy inusual que su hermano viniera a visitarla a Madrid, había que tener en cuenta que era Catedrático de Historia y ejercía en la Universidad de Santiago de Compostela y esto le suponía faltar a su puesto de trabajo.

María esperaba una explicación urgente porque por la forma en que se había presentado y el nivel de nerviosismo que mostraba, intuía que algo malo estaba pasando.

Además había venido solo –algo insólito– cuando siempre le acompañaba Antonio –su pareja–.

Se sentaron con un café caliente delante y Luis comenzó a explicarle la situación.

El cambio que se estaba experimentando en la Administración –representada por la Guardia Nacional– iba acorralando poco a poco a las minorías de todo tipo y en lo concerniente al colectivo gay, la marea reaccionaria se estaba convirtiendo en un tsunami.

En el imaginario popular se decía que se había reabierto el Hospital de Conxo como centro psiquiátrico y que allí estaban encerrando a algunos destacados activistas del movimiento gay.

Luis por su posición –un catedrático de renombre– estaba constantemente controlado por la Guardia Nacional pero por el momento era intocable.

El pasado fin de semana Luis y sus amigos estaban de camino a sus casas –en la parte alta de la zona vieja de la ciudad– cuando se tropezaron en la Plaza de la Quintana, –para quien no la conozca es una plaza cuadrada con entradas por sus cuatro esquinas, y fácilmente controlable por los guardias–,  con un destacamento de la Guardia Nacional y los insultos y vejaciones de estos desembocaron en un batalla campal.

Hubo varios detenidos y un Guardia malherido.

En medio de la confusión generada Luis consiguió escapar y esperaba que ninguno de los Guardias Nacionales lo hubiese reconocido.

Al día siguiente solicitó unos días libres en su Facultad y salió –con un salvoconducto que siempre tenía al día– hacía Madrid.

Pretendía pasar unos días en casa de su hermana hasta que se calmaran las aguas en Santiago.

María no daba crédito a lo que estaba ocurriendo y sobretodo la rapidez con la que se estaban generando todos estos cambios en el país.

El control de la Guardia Nacional se extendía implacable por todo el territorio nacional y la convivencia se iba haciendo cada día mas difícil y el ambiente mas irrespirable.