sentimientos

Juventud y madurez

Se lo había comprado por mil ochocientos euros, no era un coche viejo, mas bien vintage.

Juan lo compró de quinta o sexta mano –eso explicaba el precio– y su primer dueño se sentó en el por primera vez en dos mil trece.

De cualquier manera y aun lleno de achaques aquel Peugeot seguía siendo su fiel compañero de mil batallas.

Se cogió un par de horas para salir más temprano y pasó a las tres a recoger a María.

Querían aprovechar al máximo el fin de semana, además lo que se había planeado como un par de días en la sierra cerca de Madrid se convirtió en un viaje un poco mas largo.

Un amigo le comentó sobre un pueblecito muy tranquilo lleno de viejecitos encantadores y con regusto a tradición, muy cerca de Avila capital, Riofrío –que así se llama este pueblo– data del siglo XIX y hoy en día no alcanza los doscientos habitantes en su censo.

Estaban buscando tranquilidad para compartirse y eso lo iban a encontrar aquí seguro.

Nuestro pequeño Peugeot –verdaderamente renqueante– consiguió llevarles hasta aquel pueblecito de cuento de hadas en unas dos horas.

Llegaron sobre las cinco de la tarde y buscaron su alojamiento, cuando dieron con el no se lo podían creer, una casita completa para ellos solos en una esquina del pueblecito.

La casa era impresionante, de piedra, y rezumaba antigüedad por todas partes.

Acababan de reconstruirla para dedicarla al alquiler vacacional, actividad que estaba revitalizando la economía del municipio.

Cuando se hubieron acomodado salieron a dar un paseo por el pueblo.

Estaban viviendo –los dos– una segunda oportunidad, no habían hablado de ello porque era pasado y no querían dejarse influir por sus vidas pasadas, pero el tiempo de compartir esos recuerdos llegaría en algún momento.

Paseando por el pueblo llegaron en poco mas de diez minutos a la plaza mayor y allí en una taberna estaban reunidos algunos de los hombres del pueblo, un pueblo quizá destinado a la desaparición dada su alta edad media.

Se sentaron en una pequeña mesa, pidieron unos refrescos y una tortilla de patatas.

De fondo sonaba una musica acorde con la edad del auditorio de la mesa de al lado, aunque la conocían no acertaban a identificar a los cantantes y realmente les daba un poco de apuro preguntar.

Pero María no pudo contener su curiosidad y dirigiéndose a los vecinos de la mesa les preguntó quién estaba cantando.

El pibe de la mesa –no menos de 80 años– se volvió hacia ellos y sonriendo les dio la solución; Palito Ortega y Marisol y están cantando “Corazón Contento”.

María le dio las gracias y recordó –ahora si– cuando en su niñez se escuchaba esa canción en su casa.

Se preguntaron –en voz alta y al unísono– ¿y ahora que?

Juan cogió su mano y en un susurro casi imperceptible le dijo: te amo.

Ella apretó su mano y acercándose aún más le besó y en un murmullo –con su boca rozando su oído derecho– le dijo: yo te adoro.

Y ahí mismo los dos se percataron de que en “ese momento” eran felices.

El sol ya no lucía y se había encendido el alumbrado del pueblo, así que acabaron su merienda y se encaminaron hacía la casa.

Esta vez el paseo no fue tan contemplativo y llegaron a la casa en cinco minutos.

Al cruzar el umbral comenzaron a despojarse de sus ropas y a trompicones consiguieron llegar a la alcoba.

Se vencieron a la sensualidad del momento y bajo los rayos de la luna llena se acomodaron en aquella cama inmensa.

Sus cuerpos desnudos –suavemente iluminados por la luna– yacían totalmente enlazados. María le pidió que le hiciera un masaje en sus maltrechos pies.

Se arrodilló ante ella, acariciando sus pequeños dedos e hizo acopio de toda su ternura y sensibilidad para sustituir su inexperiencia dando masajes.

A medida que Juan iba apretando los puntos clave de aquellos pies, María iba encontrándose cada vez mas vulnerable a cualquier caricia, roce o mimo que él le dedicada.

Poco a poco fue ampliando el radio de sus masajes, de los pies pasó a sus tobillos, de allí a sus muslos y dejándose arrebatar por la pasión acabaron gozando de una noche difícilmente descriptible.

El sol estaba alto y sus rayos entraban por la ventana entreabierta.

La casa estaba un tanto aislada, lo cual era una suerte pues de estar en una calle normal los vecinos podrían disfrutar de una escena digna –ciertamente– de ser inmortalizada en un óleo para la posteridad.

Los dos estaban unidos en un dormido abrazo apenas enturbiado por unos centímetros del edredón de aquella cama.

Poco a poco se desperezaron y se dieron los buenos días de la única forma posible.

Se dieron una ducha rápida y se dirigieron al pueblo para desayunar algo rápido y pasear por el valle que acogía a aquel pueblo en su regazo.

Salieron del pueblo y comenzaron una ruta a la orilla del río Mayor disfrutando del paisaje, la frescura del ambiente y aquel aire tan limpio al cual no estaban acostumbrados viviendo en Madrid.

Juan jugueteaba con sus dedos entrelazados con los de ella cuando le confesó que aquella semana le había devuelto las ganas de vivir y que muchas veces sentía unas ganas irrefrenables de abrazarla solamente para cerciorarse de que todo aquello era real.

Ella lo miró y para demostrarle que si, que todo aquello era real, lo atrapó entre sus brazos y lo besó, y lo besó como solamente besa una mujer enamorada.

Encontraron un pequeño claro y decidieron tumbarse un rato en la hierba y recrearse con las vistas de aquel recodo del río al pie de la sierra.

El día acompañaba, un sol radiante, escasas nubes y ni pizca de viento, se daban todas las circunstancias para recrearse en un día romántico a la antigua.

Los dos estaban disfrutando de aquel fin de semana como hacía tiempo que no lo conseguían y a cada paso que daban se iban encontrando mas y mas unidos.

Se entendían muy bien y lo que ella aportaba de vitalidad y juventud a la pareja él lo compensaba con madurez y lealtad.

El fin de semana estaba siendo un cúmulo de sentimientos y una ocasión para ir descubriendo los pequeños detalles que los hacían únicos.

Ninguno de los dos quería que aquel fin de semana terminase pero hubieron de resignarse y comenzar a idear ya otras experiencias que compartir.

Viernes de primavera

Era un viernes más, como otro cualquiera, a eso de las diez —quizás un poco más tarde— Juan se había acercado a un reconocido restaurante de la zona centro y aunque con poco apetito se atrevió a un picoteo rápido.

No tenía nada previsto, realmente lo único que pretendía era ver gente, confundirse con el bullicio de la calle, esa marea humana que inunda las calles más populosas de las ciudades un viernes noche.

Atuendo informal pero cuidado, los típicos vaqueros, camisa impoluta al igual que el calzado, que nadie pudiese intuir por su aspecto el estado de ánimo que arrastraba desde hacía ya algunas semanas.

Una vez consumido su tentempié, que no iba mas allá de unas papas fritas acompañando a unas croquetas de jamón ibérico –al menos así era como se anunciaban en el menú– llamó a un par de amigos con los que compartir unas copas en algún local de moda.

Media hora mas tarde y una docena de llamadas perdidas después había conseguido darse cuenta de que la noche iba a a ser una aventura totalmente desconocida.

Pasada ya la medianoche –y aunque estaba avanzada ya la primavera– comenzaba a refrescar, y la camisa que a las diez de la noche era mas que suficiente daba señales de haber sido una mala idea para encontrarse callejeando sin rumbo.

Juan se vio en la necesidad de tomar una decisión rápida, o se iba a casa –dando por concluida su aventura nocturna– o se adentraba en cualquiera de los locales de la zona que rebosaban de oportunidades para pasárselo bien.

Volviendo la esquina de la calle Preciados se encontró de repente con un tumulto de gente que –infructuosamente– pugnaban por entrar en un local con un aguerrido –y musculoso– portero que insistía en la imposibilidad de acceder al mismo dado que estaba ya atiborrado de gente.

Aun así, la suerte parecía estar de parte de Juan, pues el fornido portero resultó ser un antiguo compañero de su “primera” juventud y después de un breve intercambio de saludos y abrazos de reconocimiento del tiempo compartido le dejó pasar a riesgo de enfrentar la furia del resto de los que esperaban.

Una vez dentro tuvo que enfrentar la odisea de llegar a una escueta barra –que se adivinaba en lo profundo del local– en donde se servían los mas variados cócteles y brebajes que uno pudiera imaginarse.

Veinte minutos después de emprender la ruta hacia la barra y esperar a que alguna de las tres chicas que la atendían le hiciese caso consiguió por fin su ansiada copa de vodka, todo un triunfo en una noche que no acababa de despegar.

Ya está –se dijo a si mismo– objetivo conseguido, ya estaba preparado para comenzar esa noche que le estaba siendo tan esquiva desde las diez –quizás un poco mas tarde–, pero no iba a ser tan fácil.

Copa en ristre se dio una vuelta reconociendo el ambiente y de paso alimentando su esperanza de encontrar algún amigo entre toda aquella multitud.

Pero no hubo suerte, se encontraba rodeado de cientos de personas y totalmente solo, tocaba esconder su innata timidez –esa que le impedía incluso participar en clase cuando aun era un chiquillo– e intentar conectar con alguien que pudiese sacarle de aquel atolladero.

Después de un par de patéticos intentos para iniciar una mínima conversación con alguna chica se dio cuenta de que –definitivamente– esta no era su noche y se dio por vencido.

Apuró su copa y se dispuso a abandonar aquella marabunta en la que se encontraba inmerso y dado que estaba casi al fondo del local sabia que todavía pasarían quince o veinte minutos hasta que consiguiese salir de allí.

De camino a la salida –y aunque estaba ya de retirada– aun hizo un par de intentos sabiendo de antemano que no darían resultado y de pronto se encontró en la puerta de salida.

Agradeció a su fornido y musculoso amigo que le dejara pasar y enfiló calle abajo para dirigirse a la estación de metro mas cercana y volverse a su casa, a su entorno mas íntimo, privado y solitario.

Camino a la estación, en un requiebro de la calle, se topó con una pareja que en su afán amatorio ni siquiera repararon en su presencia dada la fogosidad y pasión del momento.

Juan –después de su fallida noche de viernes– no pudo reprimir una cierta sensación de desasosiego, una sensación de que estaba abriendo una larga etapa –quizás definitiva– de muchos intentos fallidos.

Una vez hubo llegado a su casa ordenó –como siempre hacía– sus ropas y se dispuso a acostarse, eran ya las cuatro de la madrugada y esto no había hecho mas que empezar.

Aun quedan muchos viernes de primavera.





Cerrando el círculo

Cuando nuestra vida se tuerce solemos refugiarnos en el ayer y pensar que nada volverá a ser lo mismo.

Y básicamente es verdad, nada volverá a ser lo mismo.

Todo aquello que comenzó, que se gestó, en una pequeña isla del archipiélago canario ha saltado por los aires.

La Graciosa

La Graciosa

Hoy volvemos a estar aquí, en La Graciosa, cerrando el círculo.

Un círculo virtuoso al que no hay nada que objetar, recuerdos que me acompañarán toda la vida y vivencias de las que extraer lecciones de vida que compartir con la familia y los amigos cuando venga al caso, sin melancolía.

Se cierra aquí y en este momento un capítulo de ese libro que llamamos vida, hasta ahora el capítulo más importante y aunque hemos de afrontar nuevos retos, arriesgar nuevas amistades, aprender nuevas formas de avanzar, siempre tendremos ese rincón de nuestro corazón en donde atesoramos todos esos recuerdos y vivencias eternas.

Como bien nos recuerda Benedetti: “Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, de pronto, cambiaron todas las preguntas.”

Ahora se nos presenta una nueva vida llena de nuevas preguntas e incógnitas a las que dar respuesta, y así una y otra vez en un círculo de vida que en algún momento tendrá también su final.

En este libro tan personal que todos llevamos bajo el brazo tendremos capítulos tristes, capítulos de extrema felicidad –como este que cierro ahora– capítulos excitantes, pero has de saber que siempre tienes que estar dispuesto a “escribir-vivir” el siguiente capítulo, tomar decisiones –a veces arriesgadas– sin que te coarte lo que los bien pensantes puedan decir de ti.

Solo en los momentos en que te conduzcas con absoluta libertad podrás ser feliz, normalmente esto solo ocurre en nuestros mas ambiciosos sueños, trasladarlo a nuestra vida, a nuestro día a día es un reto magnífico y digno de ser afrontado.

La vida puede depararnos muchas alegrías, solo hay que estar atento a lo que se desarrolla a tu alrededor y aprovechar el momento (Carpe Diem).

Porque como también nos recuerda Cortázar: “La vida es como una sala de espera , de repente abren la puerta, y te dicen: ¡Su turno!”

Paris, un inicio

El calendario suele ser el guardián de los recuerdos, el guardián de las casualidades, de esas casualidades en las que uno repara solamente al repasar sus vivencias y tener que situarlas en un contexto de tiempo y lugar.

Nos hacemos con nuestro particular calendario –ese que solamente conocemos nosotros– ese en el que se esconden nuestros sentimientos, nuestros sueños, nuestros deseos y algunas veces también nuestras propias frustraciones.

Todos tenemos “ese” particular calendario, todos tenemos ese lugar, ese instante, esa canción que, llegado el momento, nos evoca toda una vida.

Estamos en agosto, año 2004,… Paris.

Nos sumergimos en sus calles, en su aroma, en su sencillez y nos conquistó para siempre, allí aprendí a decir “mi niña linda” con fundamento, allí me enamore de sus rizos pelirrojos traspasados por esa luz parisina que no encontrarás en ningún otro lugar del mundo.

París te embriaga, te arrebata y te acoge de una manera tal que aun totalmente rodeado por la gente en la calle la sensación es que solamente existíamos nosotros dos.

Un beso en las calles de París es algo tan natural y al mismo tiempo tan especial que no se puede explicar con palabras los sentimientos que te atraviesan.

No necesitas nada más que esas calles y callejuelas para sentirte en otro mundo, para sentirte de verdad iniciando un sencillo y maravilloso cuento de hadas.

Y después están todos esos lugares de obligada visita, la torre Eiffel, el río Sena, los Campos Elíseos, el Sagrado Corazón y a sus espaldas Montmartre.

Como decía antes todos tenemos un lugar al que volver una y otra vez y el nuestro era Montmartre, su plaza repleta de pintores –de donde nos trajimos un retrato suyo hecho a vuela pluma–, sus callejones empedrados, la Casa Rosa, sus jardines.

Era aquí donde respirábamos la esencia de ese París añejo que te impregna de amor y hace aflorar todos esos sentimientos que por momentos te sorprenden a ti mismo.

Un paseo por el Sena en sus “bateaux” a la luz de la luna es algo indescriptible.

Enamorarse de París es sencillo y enamorarse en París es sublime y nosotros tuvimos esa suerte, tuvimos la suerte de comprender que tal como nos decía una de nuestras canciones de esa época, “éramos solo dos extraños concediéndonos deseos como dos enamorados, que vaciamos nuestras manos de desengaños y miedos y las llenamos de afecto”, de amor en este caso.

Y volvimos a París varias veces, y volvimos a Montmartre y seguíamos sintiendo las mismas mariposas revoloteando en nuestro interior.

Quince años después, 2019 volvimos a París por última vez sin saber que cerrábamos un ciclo.

Fue especial, como siempre y sincero como toda nuestra vida juntos.

Y después se presentó nuestro particular calendario, nuestro guardián de las casualidades y un mes de agosto como aquel de 2004 todo se acabó, porque si, porque los cuentos de hadas también tienen final, no son eternos.

Alguna lagrima se ha derramado sobre estas palabras que espero que les inspire algo bonito.

Así comenzó todo con un simple y maravilloso viaje a París, si pueden todavía están a tiempo, la Ciudad del Amor les espera y les puedo asegurar que vale la pena.

Besitos.