soledad

Días de luces, días de sombras

Las seis de la mañana, la puerta del día solamente está entreabierta pero ya hay alguien que se ha levantado aunque –siendo domingo– no tenga absolutamente nada que hacer.

Pero era un día ciertamente especial, tres años atrás aquel fatídico dieciséis de junio el sol se nubló inesperadamente, aún cuando no se veía ni una sola nube al levantar la vista al cielo.

Aura y su madre cumplían tres años, ciertamente eran dos celebraciones totalmente contrapuestas, vida y muerte, luces y sombras, futuro y pasado.

Juan –su padre– había preparado una pequeña fiesta, y este año además de su grupo de amigos también estarían Antonio y Luis que llegaban en un par de horas desde Santiago.

El camino estaba siendo difícil, se alternaban días luminosos con nuevos proyectos, nuevos retos y al mismo tiempo días sombríos llenos de recuerdos, remordimientos y culpabilidad autoinfligida.

A media mañana se oyó el timbre de la puerta, allí estaban Antonio y Luis, se abrazaron con cariño –hacía mucho que no se veían–, Aura al verlos saltó del sofá, se abalanzó hacia ellos y se fundieron los tres en un solo abrazo que pareció eterno.

Juan les tenía preparado un desayuno de esos que ya no se estilaban con bollería, churros, chocolate, café,.… Delante de aquel banquete Juan se interesó por el desarrollo de la carrera artística de Antonio.

Después de la exposición del Guggenheim Antonio vio como se relanzaba su carrera y obtenía repercusión –sobretodo– en el extranjero consiguiendo enlazar una serie de exposiciones alrededor del mundo en ciudades tan importantes como Londres, Nueva York o París.

Estaba realmente contento –entusiasmado más bien– de como la vida le estaba tratando, podría decirse que Antonio cabalgaba a lomos de sus mejores días de luz.

Recordaron fugazmente aquel viaje a Bilbao para ver aquella exposición que tanto marcó su carrera.

Juan envió algunas fotos de aquellos días al televisor del salón para verlas en pantalla, allí estaban todos –sonrientes– de paseo por la orilla del Nervión con unos magníficos helados en sus manos, felices en otro más de esos días de luz.

Les había impresionado la majestuosidad del museo a la orilla del río y sobretodo la multitud de matices que la luz del ocaso provocaba sobre la superficie metálica que lo conformaba, en si mismo aquel edificio era una obra de arte.

Justo en ese momento la pantalla mostró un primer plano de María, sonriente, el pelo al viento, su pequeña nariz mostraba una mancha de helado y los tres se quedaron mudos, sin saber como reaccionar.

Pasados cinco segundos –los que el sistema automático tenía programados– apareció la siguiente imagen, aunque no llegó a tiempo para evitar que rodaran algunas lágrimas por las mejillas de aquellos tres hombres.

Eran casi las doce de la mañana y debían darse algo de prisa para llegar al Cementerio de La Almudena para depositar unas flores y honrar la memoria de aquella maravillosa chica que se encontró con su último día en aquella plaza del centro de la ciudad, un día de sombras.

Cuando llegaron se reunieron allí con el resto del grupo que habían llegado un par de minutos antes.

Llevaban varios ramos de flores, lirios, azucenas y –principalmente– rosas, amarillas, rojas,…

Cuando dieron un paso atrás para rendir aquel sentido homenaje, la lápida era un precioso mar de flores, un triste consuelo.

De pie, –en silencio– alguno rezando, alguno cerrando los ojos, cada uno a su manera intentó conectar con el alma de aquella amiga que la razón les decía que ya no estaba con ellos, aunque ellos sentían que siempre estaba allí.

Pasados unos minutos –a indicación de Juan– comenzaron a retirarse y se encaminaron hacia los vehículos para dirigirse a la siguiente parada del día, un magnífico restaurante con parque infantil incluido donde disponían de un sinfín de atracciones, teatro de títeres, cuentacuentos,… Aura estaba encantada, era su día de luces.

La vida seguía adelante, vida y muerte, luces y sombras, futuro y pasado, entre estas pulsiones se desarrollan nuestras vidas.

Viernes de primavera

Era un viernes más, como otro cualquiera, a eso de las diez —quizás un poco más tarde— Juan se había acercado a un reconocido restaurante de la zona centro y aunque con poco apetito se atrevió a un picoteo rápido.

No tenía nada previsto, realmente lo único que pretendía era ver gente, confundirse con el bullicio de la calle, esa marea humana que inunda las calles más populosas de las ciudades un viernes noche.

Atuendo informal pero cuidado, los típicos vaqueros, camisa impoluta al igual que el calzado, que nadie pudiese intuir por su aspecto el estado de ánimo que arrastraba desde hacía ya algunas semanas.

Una vez consumido su tentempié, que no iba mas allá de unas papas fritas acompañando a unas croquetas de jamón ibérico –al menos así era como se anunciaban en el menú– llamó a un par de amigos con los que compartir unas copas en algún local de moda.

Media hora mas tarde y una docena de llamadas perdidas después había conseguido darse cuenta de que la noche iba a a ser una aventura totalmente desconocida.

Pasada ya la medianoche –y aunque estaba avanzada ya la primavera– comenzaba a refrescar, y la camisa que a las diez de la noche era mas que suficiente daba señales de haber sido una mala idea para encontrarse callejeando sin rumbo.

Juan se vio en la necesidad de tomar una decisión rápida, o se iba a casa –dando por concluida su aventura nocturna– o se adentraba en cualquiera de los locales de la zona que rebosaban de oportunidades para pasárselo bien.

Volviendo la esquina de la calle Preciados se encontró de repente con un tumulto de gente que –infructuosamente– pugnaban por entrar en un local con un aguerrido –y musculoso– portero que insistía en la imposibilidad de acceder al mismo dado que estaba ya atiborrado de gente.

Aun así, la suerte parecía estar de parte de Juan, pues el fornido portero resultó ser un antiguo compañero de su “primera” juventud y después de un breve intercambio de saludos y abrazos de reconocimiento del tiempo compartido le dejó pasar a riesgo de enfrentar la furia del resto de los que esperaban.

Una vez dentro tuvo que enfrentar la odisea de llegar a una escueta barra –que se adivinaba en lo profundo del local– en donde se servían los mas variados cócteles y brebajes que uno pudiera imaginarse.

Veinte minutos después de emprender la ruta hacia la barra y esperar a que alguna de las tres chicas que la atendían le hiciese caso consiguió por fin su ansiada copa de vodka, todo un triunfo en una noche que no acababa de despegar.

Ya está –se dijo a si mismo– objetivo conseguido, ya estaba preparado para comenzar esa noche que le estaba siendo tan esquiva desde las diez –quizás un poco mas tarde–, pero no iba a ser tan fácil.

Copa en ristre se dio una vuelta reconociendo el ambiente y de paso alimentando su esperanza de encontrar algún amigo entre toda aquella multitud.

Pero no hubo suerte, se encontraba rodeado de cientos de personas y totalmente solo, tocaba esconder su innata timidez –esa que le impedía incluso participar en clase cuando aun era un chiquillo– e intentar conectar con alguien que pudiese sacarle de aquel atolladero.

Después de un par de patéticos intentos para iniciar una mínima conversación con alguna chica se dio cuenta de que –definitivamente– esta no era su noche y se dio por vencido.

Apuró su copa y se dispuso a abandonar aquella marabunta en la que se encontraba inmerso y dado que estaba casi al fondo del local sabia que todavía pasarían quince o veinte minutos hasta que consiguiese salir de allí.

De camino a la salida –y aunque estaba ya de retirada– aun hizo un par de intentos sabiendo de antemano que no darían resultado y de pronto se encontró en la puerta de salida.

Agradeció a su fornido y musculoso amigo que le dejara pasar y enfiló calle abajo para dirigirse a la estación de metro mas cercana y volverse a su casa, a su entorno mas íntimo, privado y solitario.

Camino a la estación, en un requiebro de la calle, se topó con una pareja que en su afán amatorio ni siquiera repararon en su presencia dada la fogosidad y pasión del momento.

Juan –después de su fallida noche de viernes– no pudo reprimir una cierta sensación de desasosiego, una sensación de que estaba abriendo una larga etapa –quizás definitiva– de muchos intentos fallidos.

Una vez hubo llegado a su casa ordenó –como siempre hacía– sus ropas y se dispuso a acostarse, eran ya las cuatro de la madrugada y esto no había hecho mas que empezar.

Aun quedan muchos viernes de primavera.