Mi primer viaje real escapa a mi recuerdo y no podría narrarlo aquí pues apenas contaba ocho meses de edad.
Solamente tengo referencias paternas del mismo y lo único que podría contar sin temor a equivocarme es que a tan corta edad me embarcaron –15 días de travesía– rumbo a Sudamérica y para cuando fui consciente de mi mismo me vi residiendo en el barrio de São Bernardo do Campo, en la ciudad de São Paulo, en ese maravilloso país que es Brasil.
Por eso para mi el primer viaje del que soy consciente fue mucho mas modesto y se circunscribe a ese desplazamiento de cien kilómetros que recorríamos algún fin de semana para recalar en las playas de Santos.
Para un niño de tres o cuatro años era un verdadero viaje, sobretodo porque la aglomeración del fin de semana convertían aquellos cien kilómetros subiendo la sierra, en una odisea de cinco horas de duración en algunas ocasiones.
En esa época no éramos mas que inmigrantes en un país desconocido, lejos de nuestra patria y aislados de nuestra familia, también es verdad que ese sentimiento se albergaba solamente en el corazón de mis padres pues yo no conocía otra realidad mas que aquella y vivía realmente como un brasileño mas.
No existía por entonces la posibilidad de la comunicación telefónica y para saber de nuestros seres queridos teníamos que recurrir a enviar cartas, si, de esas que se escribían en un papel, se metían en un sobre y podían tardar hasta un mes en llegar a destino.
¿Y si querías escuchar sus voces? Entonces había que recurrir a las cintas de grabación, pero las de rollo, nada de cassette.
Así era la vida por aquel entonces, mucho mas pausada, mas natural en sus ritmos y sin el frenesí que se vive hoy en día.
Pero volvamos a ese “viaje” que disfrutaba con apenas cuatro años, ese que comenzaba cuando nuestros amigos –unos portugueses afincados allí mucho antes que nosotros– pasaban a recogernos en su Land Rover –nosotros no teníamos coche– y comenzaba la aventura.
Los mayores, sentados delante y los niños en la trasera mezclados con las bolsas, las toallas, las cestas de comida para pasar el día y armando bulla.
Así recorríamos los cien kilómetros que nos separaban de una hermosísima playa.
Después de traspasar la sierra descendíamos a Santos y allí estaba “Praia Grande”, nada menos que 70 kilómetros ininterrumpidos de playa paradisiaca.
No se como será ahora pero en aquellos años poníamos nuestro Land Rover por la orilla del agua y a correr.
Cuando se abría la puerta trasera de aquel coche salíamos como un vendaval a ver quien era el primero en mojarse los pies.
Instantes de extrema felicidad pues la vida para nosotros era una colección de bonitos momentos que merecían la pena ser vividos y ahora recordados.
Una vez allí el resto del fin de semana no podía ser mas sencillo, todo se reducía a sol, arena y mar, nada mas y nada menos, de vez en cuando alguno de nuestros padres nos perseguían para obligarnos a comer algo y el resto del día lo consumíamos explorando la playa, haciendo castillos o revolcándonos en las olas del Atlántico.
Lo que suele decirse, una infancia feliz.
Pero como es lógico todos estos momentos tenían un final, así el domingo después de comer tocaba recoger y volver a la travesía que nos llevaría de nuevo a casa.
Claro que el camino de vuelta era muy distinto, cansados, decepcionados por lo rápido que se había acabado el fin de semana y sobretodo quemados por el sol.
Nuestras espaldas eran un brasero al rojo y en esas condiciones cualquier roce, cualquier leve toque entre nosotros se traducía en gritos de dolor.
Después del consiguiente atasco llegábamos por fin a casa y –al menos los pequeños– ya estábamos pensando en el próximo viaje. (Ilhabela)