Orvallo
Aún nos encontrábamos dentro de aquel pequeño café –donde habíamos almorzado– intentando decidir si salir o no a la calle.
Como un susurro, apenas un murmullo sobre aquellas buhardillas de zinc de Montmartre, el orvallo se abrió paso calando a los viandantes que paseaban ante nuestros ojos.
Decidimos salir, queríamos disfrutar de la frescura que nos brindaba aquella inesperada lluvia.
—Parece que va a llover más fuerte —le dije, mirando el cielo gris que se cernía sobre los edificios como una manta suave.
—¿Y si nos dejamos mojar un poco? —respondió con esa media sonrisa que siempre significaba travesura.
Sin esperar mi reacción se levantó, se puso su abrigo beige, ese que siempre decía que era demasiado elegante para un día común, pero que le encantaba llevar cuando quería sentirse una mujer de película.
Bajo la lluvia París se transforma, el empedrado de sus callejuelas se torna brillante, las arboledas tiemblan levemente bajo el peso de las gotas y el vaivén que les imprime la suave brisa.
Caminamos sin rumbo, de la mano, esquivando aquellos espejos de agua que se interponían en nuestro camino y nos dejamos envolver por el ritmo amable de aquella tarde.
Pasamos por una diminuta librería, la puerta desvencijada, las estanterías torcidas –vencidas por el peso de los libros y de los años–, el escaparate abarrotado de primeras ediciones bajo una capa de polvo secular.
Nos detuvimos un solo instante, suficiente para ver como una pareja que salía intentaba compartir un pequeño paraguas como quien comparte un secreto.
Seguimos lentamente nuestro camino hacia el Sena, cuyas aguas reflejaban –serenamente– aquel cielo de plomo y en las que comenzaban a despuntar algunos trazos dorados de las primeras farolas que iniciaban sus quehaceres nocturnos.
—¿Te das cuenta de lo silenciosa que está la ciudad hoy? —me preguntó ella, mirando hacia el Puente de las Artes.
Asentí, es verdad que París parece no callarse nunca del todo, pero en días como este pareciera disminuir su tono natural, como si susurrara a aquellos que realmente querían y sabían escucharla.
Al llegar bajo el puente nos sorprendió un buen hombre aferrado a su decrépito acordeón que inundaba el ambiente con una melodía, típicamente parisina.
Sin aviso previo, se detuvo frente a mi, rodeo mi cintura con sus brazos y comenzó a girar.
—¿Bailamos? —dijo, con los ojos chispeando entre las gotas.
Claro que si, torpes, muertos de risa, empapados hasta los tobillos.
Bailamos al son de aquel acordeón desdentado que de vez en cuando había de saltarse algún acorde al no encontrar la tecla exacta, esa que hacía ya mucho tiempo parecía haberse jubilado de aquel instrumento.
En ciertos momentos no se necesita mucho más para ser feliz, la melodía que desgranaba aquel músico callejero, el ritmo de la propia lluvia sobre nuestras cabezas y nuestros torpes pasos sobre las milenarias piedras del paseo.
Nos despedimos de aquel momento, no sin antes rendir visita a la gorra de aquel músico que descansaba a sus pies y que merecía nuestro reconocimiento.
Callejeando sin rumbo cierto acabamos refugiándonos en una diminuta boulangerie cerca de Saint-Germain.
Pedimos dos cafés y un pain au chocolat que compartimos entre sonrisas, juegos y muchas migas.
Afuera, el orvallo seguía cayendo, más tranquilo, como si hubiera aceptado que también él necesitaba un pequeño descanso.
La contemplaba mientras hablaba –le encantaba hablar–, intentando explicarme lo que deseaba hacer al día siguiente, visitar el Louvre, perderse por los jardines y cenar en lo alto de la Torre Eiffel.
Yo la escuchaba lejana, solamente podía –en ese momento– pensar en lo hermoso que era compartir nuestro tiempo sin que hiciera falta hacer nada extraordinario.
Solamente caminar, reír, y sentir que en medio de aquella hermosa ciudad repleta de historia y arte, nosotros también estábamos construyendo algo, paso a paso, palabra a palabra.
Al salir del local, aquellos espejos de agua daban vida –con sus reflejos– a las luces eternas de París.
Hacía un poco más de frío y nos encontramos compartiendo aquel abrigo beige como si fuéramos dos niños que se esconden del mundo.
Nuestro ático era acogedor, diminuto, pero aquella silueta que se recortaba en su ventana –el Sacré Coeur– compensaba cualquier apretura.
La lluvia seguía con su golpeteo pertinaz sobre los cristales.
Me volví hacia ella y en un susurro casi imperceptible le confesé.
—Quiero más días así. No solo en París. En cualquier parte, pero siempre contigo a mi lado.
Ella sonrió, cerró los ojos y asintió con una paz que me hizo entender que, aunque la ciudad fuera un sueño, su mano en la mía era lo más real que tenía.