Recuerdos
No somos nadie sin ellos, nos conectan, son parte fundamental de nuestra esencia y determinan –aún sin intención– una gran parte de nuestras vidas.
Los recuerdos, ahí encontraremos lo vivido, lo que alguna vez fuimos, a los que hemos amado.
A veces duelen, son la prueba de que hemos sentido profundamente.
Esos fragmentos del pasado son los que conforman nuestro todo del presente, son la semilla de lo que somos.
Los recuerdos nos mantienen vivos, nos ayudan a aprender, crecer y de esta forma conservamos una pequeña porción de todo aquello que creíamos perdido para siempre.
Son los momentos más dolorosos los que nos enseñan sobre la resistencia, la pérdida, el amor o el cambio.
Recuerdo o nostalgia, interesante encrucijada.
La nostalgia, tentadora, dulce, puede volverse una prisión si nos aferramos a aquello que ya no está, corremos el riesgo cierto de dejar de avanzar.
Nadie camina mirando hacia atrás porque indefectiblemente tropezará.
Permitir a la nostalgia tomar el control de nuestra vida nos aboca a dejar de vivir el presente y renunciar al futuro.
Nos arriesgamos a ser sombras de lo que algún día fuimos si solamente nos enfocamos en revivir instantes –momentos– que ya no volverán.
Vivir con los recuerdos es sano, pero vivir en los recuerdos puede ser destructivo.
En nuestro día a día hemos de encontrar el equilibrio, hemos de honrar nuestro pasado sin dejar que éste llegue a consumirnos.
Apreciemos nuestros recuerdos –sin idealizarlos– y no permitamos que se interpongan en las nuevas experiencias que están por venir.
Mirar hacia atrás con gratitud es bello pero hay más fuerza en seguir adelante con esperanza.
La vida ocurre aquí y ahora.
Nuestro pasado es el responsable de que sigamos aquí, es la prueba de todo aquello que hemos vivido, amado, perdido, herido o llorado.
Si seguimos caminando, –aún cubiertos de cicatrices– estamos vivos.
Nuestros recuerdos deben ser nuestra brújula, nunca un ancla.