Fuerteventura

Que volvamos a vernos

Nuestra rutina diaria está plagada de “hasta luego”, “ciao”, “nos hablamos” y muchas mas fórmulas que repetimos sin realmente prestar demasiada atención y sin dar importancia a algo que realmente la tiene –y mucha– como es una despedida.

Nunca somos conscientes de que muchas de estas despedidas no volverán a repetirse nunca más.

Vamos dejando por el camino viejos amigos y coleccionando recuerdos.

Vivimos en un ritmo frenético que no nos permite charlar con calma y compartir vivencias, sentimientos o deseos.

Además de esa sensación de que para todo nos falta tiempo, estamos convencidos –aunque sea inconscientemente– de que siempre estaremos aquí, de que siempre habrá otra oportunidad para esa charla para la que ayer no teníamos tiempo.

Y en muchas ocasiones –demasiadas– esas conversaciones pendientes nunca tendrán lugar, nunca llegarán a suceder porque habrá ocurrido algo que lo impide, a veces temporalmente pero en algunas ocasiones será definitivo.

Cada saludo, cada despedida, cada abrazo es un momento único que debe ser vivido con intensidad.

En este intenso día a día que nos envuelve hemos perdido de vista la realidad, esa realidad que nos hacía humanos y nos hemos vuelto mas mecánicos, mas autómatas por decirlo de alguna manera.

Vamos de aquí para allá empujados por una irrefrenable urgencia que no nos permite relacionarnos con la serenidad necesaria con nuestros amigos, compañeros, parejas, etc.

Seamos mas conscientes de lo valioso que es cada momento que compartimos con nuestros amigos y lo importante que debe ser no dejar ciertas cosas “para mañana” porque nunca sabemos si ese mañana llegará a existir.

Hay tiempo para todo, para la risa, para la fiesta, para el trabajo, para las relaciones, para aliviar a alguien en un mal momento.

No hay nada mas importante que el tiempo que nos dedicamos a nosotros mismos y nuestro entorno, pues –aun siendo importantes– en nuestros quehaceres diarios muy pocas cosas hay que sean realmente urgentes.

Esta podría ser una magnifica forma de despedirnos.

¡Que volvamos a vernos!

Quédate conmigo

Vivimos con prisa, consumiendo días, horas y minutos que se convertirán en años.

Años de alegrías y tristezas, de triunfos y fracasos, en definitiva de experiencia acumulada.

En ese camino constante que es nuestra vida, creemos que nada ni nadie podrá frenar nuestro caminar diario.

Nos vamos rodeando de amigos, familia, y un sinfín de personas que se cruzarán en nuestras vidas en momentos diversos, que nos ayudarán y a los que ayudaremos a caminar sus propias vidas.

La vida se desarrolla implacable, sin pausa, y por momentos pareciera que nos arrastra sin control.

Pero con los años aprendemos a dominar nuestros tiempos, centramos nuestras metas, nos volvemos hacia los que nos rodean,… maduramos.

Es ahí –en ese justo momento– cuando llegamos a comprender que nuestras metas son fruto banal del condicionante social o laboral y nos damos cuenta de que lo más importante –lo verdaderamente importante– no es la consecución de un determinado reto.

El camino que has recorrido para llegar hasta ahí, las personas que te han acompañado y sobretodo si has sido feliz, eso es lo importante.

Ser feliz, esa es la razón suprema por la que vivir.

Si además consigues compartir tu felicidad con un ser querido,…

Pero la vida –aquella que iba deprisa y sin avisar– a veces –muchas veces– te pone a prueba y te verás a ti mismo intentando reconducir todas tus metas, tus anhelos y tus absurdos proyectos de futuro.

Hay un momento crucial en muchas de nuestras vidas, es cuando susurras ¡Quédate conmigo! y cuando ves que no surte efecto incrementas el volumen de tu voz y acabas gritando bajo las estrellas de cualquier lugar del mundo, pero no hay forma de volver atrás ni de retener ese momento.

Y ahí –justo ahí– te haces consciente verdaderamente del valor de cada momento, del valor de cada recuerdo y de lo absurdo de la vida.

Espero que nunca tengas que pronunciar esas malditas dos palabras.

No olvides ser feliz.

Atrévete.


Paris, un inicio

El calendario suele ser el guardián de los recuerdos, el guardián de las casualidades, de esas casualidades en las que uno repara solamente al repasar sus vivencias y tener que situarlas en un contexto de tiempo y lugar.

Nos hacemos con nuestro particular calendario –ese que solamente conocemos nosotros– ese en el que se esconden nuestros sentimientos, nuestros sueños, nuestros deseos y algunas veces también nuestras propias frustraciones.

Todos tenemos “ese” particular calendario, todos tenemos ese lugar, ese instante, esa canción que, llegado el momento, nos evoca toda una vida.

Estamos en agosto, año 2004,… Paris.

Nos sumergimos en sus calles, en su aroma, en su sencillez y nos conquistó para siempre, allí aprendí a decir “mi niña linda” con fundamento, allí me enamore de sus rizos pelirrojos traspasados por esa luz parisina que no encontrarás en ningún otro lugar del mundo.

París te embriaga, te arrebata y te acoge de una manera tal que aun totalmente rodeado por la gente en la calle la sensación es que solamente existíamos nosotros dos.

Un beso en las calles de París es algo tan natural y al mismo tiempo tan especial que no se puede explicar con palabras los sentimientos que te atraviesan.

No necesitas nada más que esas calles y callejuelas para sentirte en otro mundo, para sentirte de verdad iniciando un sencillo y maravilloso cuento de hadas.

Y después están todos esos lugares de obligada visita, la torre Eiffel, el río Sena, los Campos Elíseos, el Sagrado Corazón y a sus espaldas Montmartre.

Como decía antes todos tenemos un lugar al que volver una y otra vez y el nuestro era Montmartre, su plaza repleta de pintores –de donde nos trajimos un retrato suyo hecho a vuela pluma–, sus callejones empedrados, la Casa Rosa, sus jardines.

Era aquí donde respirábamos la esencia de ese París añejo que te impregna de amor y hace aflorar todos esos sentimientos que por momentos te sorprenden a ti mismo.

Un paseo por el Sena en sus “bateaux” a la luz de la luna es algo indescriptible.

Enamorarse de París es sencillo y enamorarse en París es sublime y nosotros tuvimos esa suerte, tuvimos la suerte de comprender que tal como nos decía una de nuestras canciones de esa época, “éramos solo dos extraños concediéndonos deseos como dos enamorados, que vaciamos nuestras manos de desengaños y miedos y las llenamos de afecto”, de amor en este caso.

Y volvimos a París varias veces, y volvimos a Montmartre y seguíamos sintiendo las mismas mariposas revoloteando en nuestro interior.

Quince años después, 2019 volvimos a París por última vez sin saber que cerrábamos un ciclo.

Fue especial, como siempre y sincero como toda nuestra vida juntos.

Y después se presentó nuestro particular calendario, nuestro guardián de las casualidades y un mes de agosto como aquel de 2004 todo se acabó, porque si, porque los cuentos de hadas también tienen final, no son eternos.

Alguna lagrima se ha derramado sobre estas palabras que espero que les inspire algo bonito.

Así comenzó todo con un simple y maravilloso viaje a París, si pueden todavía están a tiempo, la Ciudad del Amor les espera y les puedo asegurar que vale la pena.

Besitos.