Unas quinientas personas se manifestaban delante de la sede administrativa de la provincia –antes la Comunidad de Madrid– oponiéndose a la inminente puesta en marcha del sistema de control poblacional por parte del Gobierno central.
Se habían concentrado no hacia más de cinco minutos y la Guardia Nacional ya los tenía rodeados con unos cien efectivos a modo de contención.
Alguien acostumbrado a estas situaciones comprendería de inmediato que los guardias no pretendían dispersarlos, por contra su disposición sobre el terreno parecía más bien destinada a que no saliesen de allí.
Poco a poco se fueron congregando más efectivos de la Guardia Nacional hasta llegar a un total de unos trescientos operativos y una vez en posición el Comandante al mando se dirigió a sus hombres mediante un megáfono desvencijado; la orden fue clara, si hay resistencia al arresto el uso de las armas está autorizado.
Ante esta amenaza los manifestantes –visiblemente nerviosos– abdicaron de su actitud y fueron detenidos sin oposición. Todos pasarían al menos tres días en la cárcel.
Desde el otro lado de la Puerta del Sol Carlos y Ana –que estaban esperando a Carmen– observaban la escena incrédulos, nunca habían visto nada igual, ellos –que estaban acostumbrados a la vida en libertad– no habían conocido los años oscuros del país que parecían llamar a nuestra puerta una vez más.
Por la calle de Alcalá aparecieron tres camiones militares y media docena más de furgones repletos de Guardias.
Los camiones se posicionaron en el centro de la plaza a unos cincuenta metros de los manifestantes.
La Guardia dividió a los civiles en tres grupos homogéneos y dirigió a cada uno de ellos hacia los camiones que estaban a la espera y a empujones fueron hacinados bajo las lonas de color caqui de aquellos infames transportes.
Por fin –asomando por la esquina de la Calle de Preciados– apareció Carmen que cuando vio todo aquel despliegue les preguntó –asombrada– qué era todo aquello.
De camino a casa de María le fueron explicando lo que había ocurrido y se felicitaban porque todo se había resuelto sin un enfrentamiento que podría haber desembocado en una masacre, pero cada vez estaba más claro que aquella escalada de tensión estallaría en el momento menos pensado.
De pronto –fijándose un poco mas en su entorno– se dieron cuenta de que en todas las calles que desembocaban en la plaza se había montado un control, estaban atrapados y ahora para salir de allí deberían ir con precaución.
Se acercaron al control que daba acceso a la Calle Mayor y fueron interceptados por cinco guardias, cuatro de ellos les encañonaban mientras el quinto les solicitaba la documentación.
Felizmente ninguno de ellos se había olvidado el DNI ese día.
Después de unos minutos de comprobaciones, –que parecieron horas– los agentes les dieron acceso a la calle y pudieron respirar aliviados.
Se dirigieron directamente al Museo del Jamón donde tenían reservados unos cuantos menús que recogieron rápidamente, y cinco minutos después estaban llamando a la puerta de María.
Se saludaron efusivamente y entre todos prepararon en el pequeño saloncito una mesita de centro con un par de ensaladas, secreto ibérico, croquetas de espinacas, croquetas de jamón, y calamares, entre otras cosas.
Abrieron un par de botellas de vino y se dispusieron a paladear aquellos manjares.
Desde el ático –y aunque estaban un poco lejos– María y Juan también pudieron observar algo de lo que había pasado pero Carlos se encargó de explicarles con más detalle lo que había ocurrido.
Cada día que pasaba la presencia policial era más intensa e iban consiguiendo que la población se encerrase en sus casas por miedo casi sin darse cuenta de que cedían la calle a un sistema represor incontestable.
Poco a poco se iba ahogando la poca vida social que se desarrollaba en las calles y la ciudad se sumía en un mar de silencio casi perpetuo.