Había pasado ya media hora desde que llegaron a la terraza y pidieron unos refrescos, eso suponía que les quedaba una hora hasta que tuvieran que irse.
El nuevo Ministerio de Industria y Comercio controlaba directamente la política de horarios en los locales públicos y se establecía un máximo de tiempo de estancia para el consumo, una hora y media.
Siguieron comentando los acontecimientos del día y Juan –bajando la voz– comenzó a contarles algo difícil de creer.
Su empresa acaba de recibir un extraño pedido desde el Ministerio del Interior y con un plazo de entrega imposible; un mes.
Pararon todos los proyectos en marcha lo que significó muchas llamadas a clientes explicándoles lo sucedido y provoco muchos enfados y algunas cancelaciones.
El encargo consistía en diseñar una aplicación informática por cada uno de los ministerios existentes –es decir once apps– todas ellas conformadas en tres secciones, una sección con un sistema de acceso público para introducción y registro de datos, otra de acceso restringido a los comandos de control desplegados en cada sector y una tercera de acceso exclusivo a los servicios de tratamiento de datos de Presidencia.
Una locura –comentó Juan– de esta forma el Gobierno tendrá un control absoluto –y en tiempo real– de toda la población.
¿Pero como había llegado el país hasta aquí?
Después de las elecciones de octubre de dos mil veinticuatro se desató una lucha titánica entres los dos cabezas de lista de la derecha y la extrema derecha, pugnando ambos por la Presidencia del país.
Ante la negativa del candidato de la derecha a conformarse con la vicepresidencia y los extremistas amenazando con la repetición de comicios, intervino –una vez más– su vicepresidenta –con la connivencia de su ejecutiva nacional– destituyendo a su jefe y postulándose ella misma como nueva presidenta de su partido.
Ella aceptó los términos de una capitulación que sumiría al país en una grave crisis, sobretodo moral.
De esta forma fue nombrada vicepresidenta en un Gobierno presidido por la extrema derecha.
Fue así como tomaron el control del país los ultraderechistas.
Se acercaba el límite de tiempo y tenían que cambiar de cafetería si no querían tener un problema con la Guardia Nacional.
Ya que estaban todos reunidos por primera vez desde hacía meses decidieron irse a comer todos juntos y se encaminaron hacia una pizzeria cercana.
Cruzando Puerta del Sol se fijaron de que forma había cambiado la fisonomía de la ciudad.
Las balconadas de los edificios oficiales lucían –al lado de la bandera de España– unas banderolas con los símbolos del partido en el poder. Algo inaudito si estuviesen viviendo en un sistema democrático al uso.
Por la plaza patrullaban una docena de efectivos de la Guardia Nacional –fuertemente armados– reforzados por otros tantos agentes de la Policía Municipal, algo a todas luces excesivo pero típico del Estado policial en que se iba convirtiendo España mes a mes.
A su izquierda el antiguo edificio que albergaba la Store de Apple permanecía cerrado y con sus ventanas tapiadas. Hacía ya seis meses que la multinacional se había retirado del país dejando en la calle a todos su empleados repartidos por varias ciudades aunque lo que se rumoreaba es que les habían indemnizado muy generosamente y comprometiéndose a volver si la situación política mejoraba.
El bullicio de antaño había desaparecido, no había vendedores ambulantes, ni artistas callejeros amenizando la mañana, ni payasos, ni mimos,… nada, la nada más absoluta.
En poco tiempo el centro de la capital se había convertido en una ciudad de calles grises y silenciosas, con cientos de personas –también silenciosas– que pululaban con indisimulado nerviosismo ante tanto despliegue policial e intentando llegar lo mas rápidamente posible a su destino.
Juan, María y el resto del grupo también pertenecían a esta nueva especie de población atemorizada y siempre atenta a no dar un mal paso ante alguna autoridad de medio pelo.
Camino de la pizzería pasaron por el Pasadizo de San Ginés, donde había estado ubicada la chocolatería mas famosa de la capital que con ciento treinta y dos años de antigüedad había caído en desgracia.
Alguien muy cercano a los nuevos mandatarios pidió algún favor y de pronto el establecimiento comenzó a tener problemas de permisos, autorizaciones y altercados –posiblemente provocados– con intervención directa de la Guardia Nacional y cedió a la presión.
El siete de enero de dos mil veintiséis –quisieron celebrar una ultima navidad con sus clientes– cerraron sus puertas definitivamente.
Tres días después alguien compró el local y abrió la primera chocolatería del nuevo régimen.
Llegaron por fin a la pizzería elegida y una vez dentro consiguieron respirar con mas tranquilidad.
Allí el reloj volvió a iniciar su cuenta atrás, noventa minutos para comer y marcharse a otro lugar.
Estaban muy cerca del ático de María y Juan y decidieron que el café lo tomarían en su casa y así no tendrían que estar pendientes de las normas de control del nuevo régimen.
Carlos –que trabajaba en el Congreso de los Diputados– no quería alarmar a sus amigos pero se rumoreaba que se estaba preparando una reforma exprés del Código Penal y uno de los artículos que se querían rescatar de la ley de mil novecientos cuarenta y cuatro era el cuatrocientos veintiocho.
El artículo en cuestión legalizaba el uxoricidio, en otras palabras o mejor, el literal del articulado era el siguiente.
“El marido que, sorprendiendo en adulterio a su mujer matare en el acto a los adúlteros o a alguno de ellos, o les causare cualquiera de las lesiones graves, será castigado con la pena de destierro.
Si les produjere lesiones de otra clase, quedará exento de pena.”
Sus amigos no podían creer lo que Carlos acababa de contarles e imaginaban que siendo este un ejemplo, todas las libertades y derechos conseguidos en años anteriores como el matrimonio igualitario, aborto, etc,… correrían la misma suerte.
Eran las nueve de la noche y aunque estaban muy a gusto charlando en casa de sus amigos, tenían que pensar en irse a sus casas.
Tal cual estaban las cosas no querían encontrarse deambulando de noche y tener un encontronazo “casual” con la Guardia Nacional así que llamaron un Uber que compartieron para llegar tranquilos a casa.
El país se había convertido en una ratonera y para sus adentros Carlos –que se enteraba de mas cosas por trabajar en la Carrera de San Jerónimo– no quiso alarmarlos más pero también se estaba proponiendo declarar un período constituyente para derribar la Constitución del setenta y ocho.
Los tiempos estaban cambiando.