El viento –seco– acariciaba su rostro mientras caminaba, solo, por aquel sendero que serpenteaba entre piedras escupidas por aquel volcán y su polvo rojizo.

Cada paso parecía alejarlo más del mundo que conocía y acercarlo a un lugar donde las voces callan y solamente la tierra puede hacer oír su voz.

La montaña frente a él –vieja, majestuosa– parecía observarlo.

Sus laderas –sus caderas– marcadas, sus heridas abiertas de antiguas erupciones, le contaban su historia sin articular una sola palabra.

No había árboles, ni ríos, ni sombra alguna, sólo la vastedad de la vida en su forma más cruda.

Recordó entonces por qué había venido.

No buscaba respuestas, no buscaba gloria.

Solamente necesitaba escuchar el silencio, ese silencio que grita verdades que el ruido de los días ahoga.

En cada piedra, en cada grieta del terreno, sentía que la tierra le devolvía su propia historia, sus propios miedos, sus anhelados sueños.

Cuando llegó al pie de la montaña, se detuvo.

No necesitaba subirla para entender.

Ahí, en medio de la nada, se dio cuenta de que ya estaba en el lugar correcto.

Dentro de sí mismo.

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