Si hay un momento mágico cada día, ese es el atardecer.
El sol acercándose al horizonte irremediablemente.
Si lo disfrutas a la orilla del mar veras que hay días en que pareciera ahogarse y, sin embargo en otras ocasiones lo vemos incendiar el mismísimo océano.
Es un momento que nos invita a la reflexión, al recogimiento con uno mismo si te encuentras solo ante el.
Pero un atardecer disfrutado en compañía de alguien especial es realmente sublime, no hay nada que se le compare.
La cantidad de matices que paladeamos pasando del rojo –que pareciera incendiar nuestro cielo– al anaranjado para desembocar finalmente en el amarillo son indescriptibles.
A medida que el horizonte devora nuestro sol consigue que todo ese despliegue de colores, esa paleta de sensaciones y sentimientos vaya desapareciendo y convierte nuestro majestuoso atardecer en un suave crepúsculo que nos obliga a deslizarnos lentamente hacia la oscuridad de la noche.
El crepúsculo suaviza al colorido atardecer y lo difumina, tornando los vigorosos colores rojizos en suaves tonalidades a medida que va desapareciendo la luz diurna y van ganando terreno las sombras.
El crepúsculo es un momento único –como única es su belleza– y esa lucha de gigantes entre la luz y la oscuridad fundiéndose como si de un eclipse se tratara nos depara un mágico ambiente, soñador, relajante, reflexivo y nos da la medida de lo insignificantes que llegamos a ser ante las maravillas de la naturaleza.
Es difícil que cualquier pintura o fotografía pueda trasladarnos esa mágica belleza y es por eso que debemos detenernos un breve momento cada día para amar y disfrutar de esa maravilla que es nuestro atardecer y si pueden compartirlo entonces estarán muy cerca de alcanzar su propio paraíso.