El muelle de Barcelona había perdido parte de su esplendor pero seguía siendo un punto de atraque importante para los cruceros que operaban en esa parte del Mediterráneo.
Eran las once de la mañana, faltaban cinco minutos para llegar a la Estación de Sants y –aunque no quería exteriorizarlo– estaba nervioso, hacia casi cuatro años que no pisaba su ciudad.
Al apearse en el andén se encontraron de bruces con un primer filtro de la Guardia Nacional.
Mostraron sus carnets y el agente cotejó sus números con la autorización que figuraba en su aplicación y comprobó que todo estaba en orden y les dejó seguir sin problema.
Salieron fuera de la estación y se dirigieron a la parada de taxis –hacía tres años que los VTC se habían prohibido en el país– abordaron el primero de la fila y le indicaron su destino.
El breve trayecto hasta el muelle fue suficiente para darse cuenta de que la ciudad había cambiado, cada pocos metros se encontraban parejas de la Guardia apostados vigilando las calles.
Muchos bares cerrados y las terrazas de los pocos que sobrevivían no estaban precisamente abarrotadas, desolador.
En el muelle había solamente cuatro cruceros atracados y fue sencillo identificar el suyo, se presentaron en el control de acceso y media hora mas tarde estaban abriendo la puerta de su camarote.
Ninguno de los dos se había embarcado antes en un crucero y querían probar la experiencia, algunos amigos les habían comentado que resultaba ser una experiencia realmente divertida.
Acomodaron sus pertenencias y se fueron a husmear por las cubiertas del barco con la curiosidad de dos chiquillos.
Después de recorrer varias cubiertas descubrieron el Casino, el teatro, las piscinas y diversos bares repartidos estratégicamente.
Recalaron en uno de ellos ambientado con música de blues y un ambiente relajado, pidieron un par de copas y recordaron.
Este viaje iba a ser muy distinto, en principio lo habían hablado hacía mucho tiempo para hacer en grupo pero las circunstancias se precipitaron y todo se paralizó .
Aquella fatídica manifestación en la Puerta del Sol había cambiado sus vidas para siempre.
Aunque habían pasado casi tres años sus reuniones de los sábados nunca volvieron a ser lo mismo, la ausencia de María estaba siendo muy difícil de superar.
Todavía no lograban entender como aquella maldita pelota de goma había ido a dar directamente al cuerpo de María y al derribarla quedó tirada en el suelo a merced de la estampida de toda aquella gente aterrorizada.
No hubo ambulancia que pudiese llegar a tiempo y esa tardanza en llegar al hospital desencadenó toda una serie de consecuencias que dieron como resultado que solamente pudiesen salvar a la niña.
Juan –que se encontraba trabajando– casi se volvió loco cuando lo llamaron del hospital y al llegar no daba crédito a lo que le estaban contando los médicos y sus amigos.
Intentaron arroparlo pero –aunque comprendía y agradecía los esfuerzos de sus amigos– no había nada que pudiesen hacer para consolarle.
Las siguientes semanas fueron cruciales para demostrarle a Juan que estaban ahí, a su lado y que aquella niña tenía un montón de tíos y tías siempre dispuestos a disfrutar de la última de Disney.