Aquella noche en la playa
La noche había sido larga, –muy larga- se acercaba el alba y la playa estaba completamente desierta.
Las últimas estrellas iban desapareciendo del firmamento a medida que iba clareando la línea del horizonte.
El mar se comportaba como una gran mancha de aceite, inmóvil, sedoso, un privilegio para la contemplación solitaria.
Curiosamente –en pleno invierno– la arena de la playa, aún a esas horas, conservaba un tacto cálido, acogedor.
La noche había sido larga y solitaria, había vivido el ocaso a sus espaldas, con el mar frente a el y aquella dorada arena bajo su cuerpo.
Ahora era el momento de presenciar –una vez más– aquel momento brujo de la alborada.
Después de las horas de oscuridad, –de introspección– resonaba en su interior esa lucha entre la esperanza y la realidad, el deseo y la frustración.
Levantó la vista y el incipiente resplandor que asomaba tras la linea del horizonte le obligó desviar la mirada.
Aquel rayo de sol no consiguió avivar su esperanza, la realidad de la playa solitaria se imponía a cualquier otro anhelo.
Comenzaba a sentir la calidez de la mañana sobre su piel y en cualquier momento asomarían –de entre las dunas– los primeros turistas del día.
La brisa emprendía ya su viaje hacia el interior de la isla y le provocó un repentino escalofrío que dejaba claro que aquella noche en la playa no había pegado ojo.
No había nadie con quien hablar, nadie con quien dar un paseo a la orilla del mar.
No había nadie.
Sus ojos, tu mirada
Sus ojos, tu mirada, un encuentro furtivo, una intimidad deseada pero casual, ¿preludio de algo mas íntimo?
Sus miradas habían iniciado un profundo diálogo sin permiso, en silencio, pero diciéndoselo todo.
La mirada es el espejo del alma y aquellas almas –sin siquiera acercarse– se prometieron un beso que los atravesaría cual saeta.
Su mirada, tus ojos, se estudian, se retan, se acercan y se separan pero nunca se invaden.
Expresan sin una sola palabra todo aquello que pugna por salir de sus corazones y que no saben como expresar.
Sus ojos, tu mirada, se encuentran, se entrelazan y dan rienda suelta al deseo, la curiosidad, es una conexión que va mas allá de lo meramente físico.
Ese formidable entrelazamiento, ese primer contacto visual, es un beso invisible, fortuito, un roce que augura algo más.
Su mirada, tus ojos, rompen barreras, crean un instante cómplice, desnudan emociones y besan con intensidad.
Cuando esas miradas se besan se entregan sin reservas, se dejan descubrir, se vuelven vulnerables.
En ese instante, en ese momento no hay espacio para la mentira, la sinceridad brota a borbotones en un intercambio de sincera admiración mutua.
Sus ojos, tu mirada, se apropian de lo que las palabras no alcanzan a describir, la ansiedad del primer encuentro, la ternura de cada momento compartido o la pasión que aún no ha encontrado su cauce.
Incluso cuando un amor no es correspondido, los ojos besan.
Se despiden con una larga mirada y sostienen en el aire un “te amo” que nunca será pronunciado.
Son besos reales que no precisan del contacto físico, viven en el terreno de las emociones.
Su mirada, tus ojos, preparan el terreno, exploran, las posibilidades, se encuentran, sellan pactos en silencio, pactos del alma.
Son los primeros amantes, son los que inician los verdaderos amores y son los que dan rienda suelta a ese primer beso de los labios.
El lago
Se intuía la cercanía del ocaso pues el sol se apresuraba en su viaje al fondo de la línea del horizonte.
Comenzaban a teñirse las nubes de un particular matiz rojizo como jamás había tenido la ocasión de disfrutar.
La suave brisa –con su frescura– mecía levemente las ramas de la arboleda que rodeaba el lago provocando a su vez un sutil vaivén de ondas en su superficie.
Asomaba ya, la natural melodía acompasada de centenares de grillos dando la bienvenida a la atrevida luna llena, –luna– que venía dispuesta a luchar por su lugar en el firmamento haciendo claudicar al maravilloso sol que había reinado durante todo ese día de otoño.
La manta, extendida sobre la hierba –delante de aquella pequeña cabaña– servía de improvisado refugio bajo el manto de las incipientes estrellas.
A un lado una bailarina hoguera proyectando danzarinas sombras que chisporroteaban sin cesar.
El ambiente era el ideal para compartir un delicioso chocolate caliente, de esos que se desean como si de un antojo se tratase.
En aquel momento –detenido el tiempo– le susurraban sus sueños, sus recuerdos y sus deseos, como si aquel lago –extendido a sus pies– hubiese resguardado sus secretos hasta ese momento.
El silencio, el paisaje y la paz envolvían aquel instante.
Algún chapoteo ocasional de algún pez rompiendo la superficie le recordaba que estaba allí y que compartía ese momento con los seres de aquel pequeño lago perdido en medio de las montañas.
En un breve espacio de tiempo se recostó y pudo observar –desaparecido ya el sol– un infinito manto de estrellas que, –según la tradición del lugar– eran sostenidas en el firmamento por miles de manos, esas que ya no estaban aquí.
Se incorporó para paladear un nuevo sorbo de chocolate –aún humeante– y se percató de la guitarra que estaba a su lado –abandonada a su suerte– silenciosa pero dispuesta siempre a emocionarnos.
Se aferró a ella y susurró –junto a un breve rasgueo– las primeras palabras que –sin darse cuenta– ocupaban su mente, y su corazón, desde hacía ya unas horas.
Desearía que estuvieras aquí.
Ojalá quisieras estar aquí.
Esa mirada
Es un instante de pura magia, una conexión tan profunda y súbita que parece estar escrita en un lenguaje que solamente entienden algunas almas.
Es ese momento en el que tu mirada se encuentra con la de una desconocida, y de pronto todo lo demás se desvanece: el bullicio, las voces, el mundo mismo, como si el tiempo conspirara para regalarte un momento eterno.
Es esa chispa de un reconocimiento inexplicable, una certeza cálida en el pecho que te dice que esa persona, desconocida y a la vez extrañamente familiar, tiene un lugar especial en tu historia.
Es como un susurro del destino que irrumpe en medio del ruido de tu anodina vida cotidiana.
No es solamente una mirada; es una revelación.
Es como si en ese segundo vieras no solo a la persona que está frente a ti, sino también las posibilidades, los sueños, los anhelos que podrían germinar entre ambos.
Es el latido acelerado que te recuerda que estás vivo, la sensación de que todo lo que alguna vez soñaste se ha materializado frente a ti.
Inesperado, si, quizás imperfecto, posiblemente, pero vívidamente real.
En ese mínimo instante, los colores parecen más vivos, el aire más ligero y tu alma –de alguna manera– más completa.
No necesitas palabras ni explicaciones; es un milagro sencillo y profundo que deja una huella imborrable en tu corazón.
La razón no juega este partido, no te importa su nombre, su historia o el sonido de su risa.
Lo único que sabes es que algo en ella te atrae con una fuerza casi magnética, como si siempre hubiera sido una parte perdida de ti mismo.
La sensación es efímera y eterna a la vez.
No va más allá de un momento, pero su intensidad te marca, como si ese cruce de miradas llevara consigo una promesa, un inicio.
Es como si el universo hubiera conspirado para que ambos estuvieran en ese lugar, en ese preciso instante, y se tornara en tu cómplice susurrándote: “Ahí está”.
El amor a primera vista es una advertencia de que –en un mundo lleno de casualidades– aún puede existir la magia, ese milagro irracional –como todos los milagros– que te hace creer, aunque sea por un mínimo instante, que las almas están destinadas a encontrarse.
El lugar de los sueños
Llévame hasta tus sueños, no me dejes atrás –esos sueños– en donde no nos importe el día o la noche, en donde convertiremos el frío en la excusa perfecta para resguardar nuestros corazones, y en donde sus latidos acompasados se compartan en un cálido susurro.
Hablemos bajito y respiremos alto, compartiéndonos, no permitamos que el maldito reloj con su inapelable tic tac nos obligue a despertar de esa maravillosa conjunción que conformamos en este momento.
No deseamos –en este trance– despertar a la vida, despertar a la rutina.
Como bien nos enseñó el poeta, “los sueños, sueños son” y por nada de este mundo queremos llevarle la contraria, porque este momento es nuestro sueño, nuestro anhelo.
Aquí nos encontramos tu y yo como piedra de toque de ese mágico destino, no conseguimos explicar como hemos podido encontrarnos.
Así que tejamos un mágico edredón que nos evite volver al pasado, emprendamos este viaje –juntos– sobre él como si de una alfombra mágica se tratase y que al igual que a Sherezade –en las Mil y una Noches– nos lleve hasta maravillosos lugares, en donde todo sea posible, en donde cada pensamiento, cada deseo pueda ser –mágicamente– alcanzado.
Un beso
Amanecemos a esta vida al compás de un grito de auto afirmación, un lloro desgarrador que se acalla con un primer beso.
Un beso de bienvenida, un beso calmado, suave, que destila amor de madre.
Recibiremos muchos mas de estos, el día de nuestra primera papilla, cuando por fin dejamos atrás los pañales, al dar nuestros primeros pasos y cuando consigamos manejar con cierta destreza un tenedor y un cuchillo.
En los siguientes años seremos el blanco preferido de todas las tías, tíos, abuelas y amistades de la familia hasta el punto de casi llegar a aborrecer el mero atisbo de un beso familiar.
Pasada la adolescencia –donde rehuimos semejante barbarismo– llega el momento de aunar los besos y los sentimientos.
Curiosamente suele ser ese momento donde afrontamos nuestro “primer” beso.
Nos referimos a ese beso iniciático, ese beso que define –al mismo tiempo– nuestra declaración de independencia y nuestra llegada a un mundo atiborrado de sentimientos, sensaciones y locuras.
Ese beso emocionado, tímido, abrumadoramente inexperto será uno de esos que nunca se olvidan, recordarás el lugar y las circunstancias precisas para toda tu vida.
Habrá –casi seguro– más primeros besos y otros que nunca llegarán.
Luego se nos presentan los besos apasionados, esos que nos arrebatan, que nos llevan en volandas a lugares inimaginables, que irremediablemente saborearemos cerrando nuestros ojos, para de esta forma asemejar cada uno de estos besos con un sueño irrealizable que se hace realidad por un instante.
Hay besos para cuando vuelves a ver a alguien querido, son besos alegres, dicharacheros y juguetones, besos que expresan felicidad, bienestar o cariño.
Hay besos para las despedidas, que navegan en medio de un mar de lágrimas cada vez que vemos alejarse a nuestros seres queridos.
Hay besos para las celebraciones, también envueltos en lágrimas pero estas solamente expresan felicidad y alegría.
También tenemos los besos de la rutina –no por eso menos importantes– son los de los buenos días, las buenas noches, los de llegar a casa y ver que todo lo que queremos, todo por lo que luchamos cada día sigue allí, en su sitio.
Nuestra vida –si lo pensamos bien– está llena de maravillosos momentos que se sustentan sobre un beso, un beso filial, un beso enamorado o quizá un beso comprometido.
Pero también hay besos que nunca quisiéramos dar.
Son los besos de despedida, esos que solamente se dan una vez y no obtienen respuesta, son esos besos gélidos arrasados por las lágrimas y que al igual que el primer beso siempre recordarás.
No podemos ni imaginar como sería nuestra vida si no existiesen los besos pero seguro que sería una existencia gris y anodina.
Lo besos –de cualquier tipo– hacen de nuestra vida un maravilloso viaje digno de realizarse.
P.D.: Siempre estamos esperando/deseando el siguiente beso.
Que no daría yo
¿Cómo medimos nuestro tiempo?
Y no, no me refiero a lo obvio ahora que comienza el nuevo año,… es un claro ejemplo de medición, nos referimos a él para cumplir y celebrar años.
Medimos –de esta manera– quienes somos, nos atrevemos a juzgar a otros, incluso a nosotros mismos, solamente por el acúmulo de este tiempo, de estos años.
Quizá un sistema de medida mas real sea el de nuestras propias heridas, nuestras lágrimas o nuestras frustraciones.
Si me dieran a elegir, yo preferiría medir el tiempo por la duración de un beso, ¿a cuanto tiempo equivale un beso, un abrazo o un hasta pronto cuando nos alejamos perdiéndonos en el horizonte?
Todos nosotros somos como un hilo que une, que cose cada “hasta mañana”.
Al principio no somos más que nueve meses de espera para convertirnos –pasado el tiempo– en una cita de sábado noche, una canción dedicada con serias intenciones de unir, de coser algo más que el propio tiempo.
Al final el tiempo –nuestro tiempo– es esa costura suave y resistente a la vez de todos nuestros momentos entrelazados con los momentos de nuestros amigos, nuestro amor,…
Esa amalgama de momentos que es nuestra vida, –ese tiempo– nos arropa y nos protege como si de un pequeño pañuelo se tratase.
El tiempo,… que efímero, que valioso y, –cuando es compartido– que eterno.
Reditus
Se acercan los Reyes Magos y su llegada nos anuncia el final de un momento mágico que se repite un año tras otro, la Navidad.
Al mismo tiempo en muchas casas comienzan los síntomas de lo que podría ser una autentica operación retorno.
Es ese momento en el que se saturan los aeropuertos y colapsan los trenes, ese momento en que se desatan sentimientos cruzados de alegría por el tiempo compartido y tristeza por el tiempo de separación que se avecina.
Abrazos, besos y más abrazos en las interminables colas antes de pasar el control de seguridad.
Lágrimas compartidas.
Volvemos a la normalidad, a la rutina. Nos sumergimos entre ríos de gente anónima que viene y va.
Las personas que queremos se quedan atrás, a veces a cientos de kilómetros y no tenemos siquiera la certeza de que podamos volver a verlas.
En algunos casos no volveremos a saber de ellas en meses aunque las tengamos presentes cada día de nuestras vidas.
La rutina desactiva –o adormece– una gran parte de nuestra comunicación y nuestros sentimientos.
Fiamos nuestras relaciones con nuestros seres queridos –en gran parte– a la celebración de las sucesivas fiestas que se celebran durante el año, Navidad, Carnaval, Semana Santa,…
Si por un azar se borraran estas fiestas del calendario, ¿volveríamos a vernos?
Aún sabiendo que es difícil, porqué no nos subimos a un tren, a un avión o cogemos nuestro coche y nos presentamos alguna vez de manera imprevista –sin festividad condicionante de por medio, sin ninguna razón aparente– y le damos una alegría a ese amigo, a ese familiar al que queremos.
Es verdad que la rutina es exigente, pero si nos lo proponemos encontraremos el momento para decirle a alguien que le queremos.
La Navidad es –en muchos hogares– una fiesta de sillas vacías, esas que nunca volverán a ver a quien antes era una presencia fundamental.
Esos son momentos difíciles, de esos que nunca se superan pero se aprende a vivir con ello.
Son los regresos imposibles, son los regresos que –ocasionalmente– retornan de la mano de algún triste sueño.
Pero así es la vida –como solemos decir–, nos vemos en Carnaval.
Propósitos para el 2025
Y llegó el día, esta noche habremos liquidado definitivamente el 2024.
Pocos recordaremos aquellas buenas intenciones y propósitos a los que nos habíamos comprometido al comienzo del año.
Y este año muchos volverán a caer otra vez en la tentación de recopilar esas largas listas de todos los finales de año, que si bajar kilos, comprarme no se cuantos cacharros, cambiar de casa o cualquier otra ocurrencia que se nos pase por la cabeza en ese momento.
También es verdad que cuanto más larga sea la lista mas probabilidades tendrán de que alguno de esos propósitos se cumpla.
La realidad es que todos esos propósitos suelen ser tan efímeros como un beso de despedida.
El poder de arrastre de nuestro sistema de vida es tan potente que se hace difícil siquiera acordarse de aquellos propósitos que escribimos en un papelito al ritmo de los peces en el río.
Quizá sea por eso que muchos propósitos dejan a un lado esa condición y vamos viendo como se convierten en deseos que no impliquen nuestra intervención, será porque así no nos mortificamos tanto.
De esta forma en lugar de proponernos dejar el tabaco –por ejemplo– pasamos a desear que se hundan las tabacaleras.
Creo –verdaderamente– que no se trata de pergeñar en un papel grandes listas de objetivos, más bien quiero creer que todo es más sencillo.
Tan sencillo como que cada vez que nos encontremos con aquella persona a la que queremos le regalemos un abrazo de esos de medio minuto al menos, que nos de tiempo a los dos a percatarnos de que realmente estamos allí compartiendo nuestra amistad, nuestro amor,…
La sencillez de acordarse de esa persona que no ves desde hace un mes y llamarla para preguntarle ¿cómo estás?
Me dirán –a bote pronto– ¡vaya tontería! pero cuantos hemos hecho esto durante este año que ha pasado? El saludo más repetido es el de ¡Cuanto tiempo! y eso no debería ser así.
Nos hemos dejado conquistar por lo material y minusvaloramos la amistad, el amor, el romanticismo, el disfrute de un ocaso en la playa, un paseo por algún pueblo perdido rodeados de lo más básico, la naturaleza.
Nada más verdadero que el roce de una mano amiga, el paseo acompasado con el amor de tu vida o el silencio compartido mirando al mar.
Ante estos propósitos –para mi– el resto languidecen en una esquina del salón.
Seguramente no estarán de acuerdo conmigo pero les seguiré queriendo igual y cuando nos encontremos por ahí espero abrazarles medio minuto al menos.
El 2025 será maravilloso, seguro.
La última vez
Vivimos en la ilusión del día a día, en una sucesión de saludos y despedidas que no solemos valorar.
Nunca sabemos cuándo será la última vez que vivamos un momento, que veamos a alguien, o que hagamos algo que damos por sentado.
Es por eso que es tan importante vivir con intención, apreciar lo que tenemos, y valorar cada instante como único.
Cada día es una oportunidad para conectar, amar y dejar una huella significativa.
Cuando te haces consciente de esto la incertidumbre se apodera de ti y te enfrenta a tu vulnerabilidad.
Se hace presente la fragilidad en la que se mueven nuestras vidas y nos recuerda que no somos eternos.
Una vez que aceptamos esta realidad, el presente cobra una nueva dimensión.
Ese “último abrazo” que algún día llegará nos invita a abrazar ahora con más fuerza.
Esa “última conversación” nos motiva a escuchar con más atención y a hablar con más sinceridad.
Saber que todo tiene un fin nos anima a dejar el orgullo de lado, a reconciliarnos, a expresar lo que sentimos y a no posponer los gestos de amor y gratitud.
Vivimos como si nuestro tiempo fuera infinito, y damos muy poca importancia a muchos momentos en los que debería pronunciarse un “te quiero” o ese leve gesto de despedida tendría que convertirse en un beso entre dos personas que se quieren.
La vida nos demuestra cada día que no es así, que muchas veces no tenemos la oportunidad de corregir ciertos errores o demostrar a esa persona que la adoramos.
A veces, es una pérdida inesperada la que nos sitúa frente a la realidad del tiempo perdido y a veces, nuestra propia dejadez.
Sea como fuere –la mayor parte de las veces– nos damos cuenta demasiado tarde de que esa “última vez” ya ocurrió y no hay vuelta atrás.
Por eso cada momento cuenta, cada relación es importante, cada abrazo, cada beso o cada apretón de manos debe ser sincero, verdadero.
Si conseguimos vivir desde esta perspectiva nos haremos mas humanos y nos conectaremos con lo que de verdad importa en la vida.