El lago
Se intuía la cercanía del ocaso pues el sol se apresuraba en su viaje al fondo de la línea del horizonte.
Comenzaban a teñirse las nubes de un particular matiz rojizo como jamás había tenido la ocasión de disfrutar.
La suave brisa –con su frescura– mecía levemente las ramas de la arboleda que rodeaba el lago provocando a su vez un sutil vaivén de ondas en su superficie.
Asomaba ya, la natural melodía acompasada de centenares de grillos dando la bienvenida a la atrevida luna llena, –luna– que venía dispuesta a luchar por su lugar en el firmamento haciendo claudicar al maravilloso sol que había reinado durante todo ese día de otoño.
La manta, extendida sobre la hierba –delante de aquella pequeña cabaña– servía de improvisado refugio bajo el manto de las incipientes estrellas.
A un lado una bailarina hoguera proyectando danzarinas sombras que chisporroteaban sin cesar.
El ambiente era el ideal para compartir un delicioso chocolate caliente, de esos que se desean como si de un antojo se tratase.
En aquel momento –detenido el tiempo– le susurraban sus sueños, sus recuerdos y sus deseos, como si aquel lago –extendido a sus pies– hubiese resguardado sus secretos hasta ese momento.
El silencio, el paisaje y la paz envolvían aquel instante.
Algún chapoteo ocasional de algún pez rompiendo la superficie le recordaba que estaba allí y que compartía ese momento con los seres de aquel pequeño lago perdido en medio de las montañas.
En un breve espacio de tiempo se recostó y pudo observar –desaparecido ya el sol– un infinito manto de estrellas que, –según la tradición del lugar– eran sostenidas en el firmamento por miles de manos, esas que ya no estaban aquí.
Se incorporó para paladear un nuevo sorbo de chocolate –aún humeante– y se percató de la guitarra que estaba a su lado –abandonada a su suerte– silenciosa pero dispuesta siempre a emocionarnos.
Se aferró a ella y susurró –junto a un breve rasgueo– las primeras palabras que –sin darse cuenta– ocupaban su mente, y su corazón, desde hacía ya unas horas.
Desearía que estuvieras aquí.
Ojalá quisieras estar aquí.
I want to hold your hand
Quisiéramos tener todas las respuestas, todas las soluciones, todas las certezas del futuro pero eso no es posible.
La vida es riesgo, es decidir cada día, y afrontar las consecuencias de cada una de esas decisiones.
Es aventura, es alegría, es,… todo lo queramos que sea si nos lo proponemos.
Todo lo que queramos que sea si luchamos por ello.
Todo lo que queramos que sea si estamos dispuestos a defender esas decisiones.
A veces tenemos las respuestas y solamente necesitamos –deseamos– que alguien nos haga las preguntas adecuadas, esas que implican riesgos, compromisos, pero al mismo tiempo la oportunidad de reencontrarte con la felicidad.
Quieres coger su mano, sentir su calidez, rozar suavemente su piel y que este leve encuentro estremezca tu vida.
Que te haga olvidar aquellos tristes momentos, que te acompañe hasta los maravillosos días que están por venir.
Que comparta contigo tus nuevas aventuras, la delicia de un paisaje, una laguna en lo alto de la montaña o un bullicioso rio corriendo hacía el mar.
Quisiéramos tener todas las respuestas, pero nuestra vida sería mucho mas insípida si nos desprendemos de lo inesperado, de lo fortuito aunque esto suponga darle una oportunidad a la tristeza.
Quisiera coger su mano, estrecharla contra mi pecho, sentir su fuerza, su determinación y recorrer una bonita senda.
Esa mirada
Es un instante de pura magia, una conexión tan profunda y súbita que parece estar escrita en un lenguaje que solamente entienden algunas almas.
Es ese momento en el que tu mirada se encuentra con la de una desconocida, y de pronto todo lo demás se desvanece: el bullicio, las voces, el mundo mismo, como si el tiempo conspirara para regalarte un momento eterno.
Es esa chispa de un reconocimiento inexplicable, una certeza cálida en el pecho que te dice que esa persona, desconocida y a la vez extrañamente familiar, tiene un lugar especial en tu historia.
Es como un susurro del destino que irrumpe en medio del ruido de tu anodina vida cotidiana.
No es solamente una mirada; es una revelación.
Es como si en ese segundo vieras no solo a la persona que está frente a ti, sino también las posibilidades, los sueños, los anhelos que podrían germinar entre ambos.
Es el latido acelerado que te recuerda que estás vivo, la sensación de que todo lo que alguna vez soñaste se ha materializado frente a ti.
Inesperado, si, quizás imperfecto, posiblemente, pero vívidamente real.
En ese mínimo instante, los colores parecen más vivos, el aire más ligero y tu alma –de alguna manera– más completa.
No necesitas palabras ni explicaciones; es un milagro sencillo y profundo que deja una huella imborrable en tu corazón.
La razón no juega este partido, no te importa su nombre, su historia o el sonido de su risa.
Lo único que sabes es que algo en ella te atrae con una fuerza casi magnética, como si siempre hubiera sido una parte perdida de ti mismo.
La sensación es efímera y eterna a la vez.
No va más allá de un momento, pero su intensidad te marca, como si ese cruce de miradas llevara consigo una promesa, un inicio.
Es como si el universo hubiera conspirado para que ambos estuvieran en ese lugar, en ese preciso instante, y se tornara en tu cómplice susurrándote: “Ahí está”.
El amor a primera vista es una advertencia de que –en un mundo lleno de casualidades– aún puede existir la magia, ese milagro irracional –como todos los milagros– que te hace creer, aunque sea por un mínimo instante, que las almas están destinadas a encontrarse.
El lugar de los sueños
Llévame hasta tus sueños, no me dejes atrás –esos sueños– en donde no nos importe el día o la noche, en donde convertiremos el frío en la excusa perfecta para resguardar nuestros corazones, y en donde sus latidos acompasados se compartan en un cálido susurro.
Hablemos bajito y respiremos alto, compartiéndonos, no permitamos que el maldito reloj con su inapelable tic tac nos obligue a despertar de esa maravillosa conjunción que conformamos en este momento.
No deseamos –en este trance– despertar a la vida, despertar a la rutina.
Como bien nos enseñó el poeta, “los sueños, sueños son” y por nada de este mundo queremos llevarle la contraria, porque este momento es nuestro sueño, nuestro anhelo.
Aquí nos encontramos tu y yo como piedra de toque de ese mágico destino, no conseguimos explicar como hemos podido encontrarnos.
Así que tejamos un mágico edredón que nos evite volver al pasado, emprendamos este viaje –juntos– sobre él como si de una alfombra mágica se tratase y que al igual que a Sherezade –en las Mil y una Noches– nos lleve hasta maravillosos lugares, en donde todo sea posible, en donde cada pensamiento, cada deseo pueda ser –mágicamente– alcanzado.
Un beso
Amanecemos a esta vida al compás de un grito de auto afirmación, un lloro desgarrador que se acalla con un primer beso.
Un beso de bienvenida, un beso calmado, suave, que destila amor de madre.
Recibiremos muchos mas de estos, el día de nuestra primera papilla, cuando por fin dejamos atrás los pañales, al dar nuestros primeros pasos y cuando consigamos manejar con cierta destreza un tenedor y un cuchillo.
En los siguientes años seremos el blanco preferido de todas las tías, tíos, abuelas y amistades de la familia hasta el punto de casi llegar a aborrecer el mero atisbo de un beso familiar.
Pasada la adolescencia –donde rehuimos semejante barbarismo– llega el momento de aunar los besos y los sentimientos.
Curiosamente suele ser ese momento donde afrontamos nuestro “primer” beso.
Nos referimos a ese beso iniciático, ese beso que define –al mismo tiempo– nuestra declaración de independencia y nuestra llegada a un mundo atiborrado de sentimientos, sensaciones y locuras.
Ese beso emocionado, tímido, abrumadoramente inexperto será uno de esos que nunca se olvidan, recordarás el lugar y las circunstancias precisas para toda tu vida.
Habrá –casi seguro– más primeros besos y otros que nunca llegarán.
Luego se nos presentan los besos apasionados, esos que nos arrebatan, que nos llevan en volandas a lugares inimaginables, que irremediablemente saborearemos cerrando nuestros ojos, para de esta forma asemejar cada uno de estos besos con un sueño irrealizable que se hace realidad por un instante.
Hay besos para cuando vuelves a ver a alguien querido, son besos alegres, dicharacheros y juguetones, besos que expresan felicidad, bienestar o cariño.
Hay besos para las despedidas, que navegan en medio de un mar de lágrimas cada vez que vemos alejarse a nuestros seres queridos.
Hay besos para las celebraciones, también envueltos en lágrimas pero estas solamente expresan felicidad y alegría.
También tenemos los besos de la rutina –no por eso menos importantes– son los de los buenos días, las buenas noches, los de llegar a casa y ver que todo lo que queremos, todo por lo que luchamos cada día sigue allí, en su sitio.
Nuestra vida –si lo pensamos bien– está llena de maravillosos momentos que se sustentan sobre un beso, un beso filial, un beso enamorado o quizá un beso comprometido.
Pero también hay besos que nunca quisiéramos dar.
Son los besos de despedida, esos que solamente se dan una vez y no obtienen respuesta, son esos besos gélidos arrasados por las lágrimas y que al igual que el primer beso siempre recordarás.
No podemos ni imaginar como sería nuestra vida si no existiesen los besos pero seguro que sería una existencia gris y anodina.
Lo besos –de cualquier tipo– hacen de nuestra vida un maravilloso viaje digno de realizarse.
P.D.: Siempre estamos esperando/deseando el siguiente beso.
Que no daría yo
¿Cómo medimos nuestro tiempo?
Y no, no me refiero a lo obvio ahora que comienza el nuevo año,… es un claro ejemplo de medición, nos referimos a él para cumplir y celebrar años.
Medimos –de esta manera– quienes somos, nos atrevemos a juzgar a otros, incluso a nosotros mismos, solamente por el acúmulo de este tiempo, de estos años.
Quizá un sistema de medida mas real sea el de nuestras propias heridas, nuestras lágrimas o nuestras frustraciones.
Si me dieran a elegir, yo preferiría medir el tiempo por la duración de un beso, ¿a cuanto tiempo equivale un beso, un abrazo o un hasta pronto cuando nos alejamos perdiéndonos en el horizonte?
Todos nosotros somos como un hilo que une, que cose cada “hasta mañana”.
Al principio no somos más que nueve meses de espera para convertirnos –pasado el tiempo– en una cita de sábado noche, una canción dedicada con serias intenciones de unir, de coser algo más que el propio tiempo.
Al final el tiempo –nuestro tiempo– es esa costura suave y resistente a la vez de todos nuestros momentos entrelazados con los momentos de nuestros amigos, nuestro amor,…
Esa amalgama de momentos que es nuestra vida, –ese tiempo– nos arropa y nos protege como si de un pequeño pañuelo se tratase.
El tiempo,… que efímero, que valioso y, –cuando es compartido– que eterno.
Reditus
Se acercan los Reyes Magos y su llegada nos anuncia el final de un momento mágico que se repite un año tras otro, la Navidad.
Al mismo tiempo en muchas casas comienzan los síntomas de lo que podría ser una autentica operación retorno.
Es ese momento en el que se saturan los aeropuertos y colapsan los trenes, ese momento en que se desatan sentimientos cruzados de alegría por el tiempo compartido y tristeza por el tiempo de separación que se avecina.
Abrazos, besos y más abrazos en las interminables colas antes de pasar el control de seguridad.
Lágrimas compartidas.
Volvemos a la normalidad, a la rutina. Nos sumergimos entre ríos de gente anónima que viene y va.
Las personas que queremos se quedan atrás, a veces a cientos de kilómetros y no tenemos siquiera la certeza de que podamos volver a verlas.
En algunos casos no volveremos a saber de ellas en meses aunque las tengamos presentes cada día de nuestras vidas.
La rutina desactiva –o adormece– una gran parte de nuestra comunicación y nuestros sentimientos.
Fiamos nuestras relaciones con nuestros seres queridos –en gran parte– a la celebración de las sucesivas fiestas que se celebran durante el año, Navidad, Carnaval, Semana Santa,…
Si por un azar se borraran estas fiestas del calendario, ¿volveríamos a vernos?
Aún sabiendo que es difícil, porqué no nos subimos a un tren, a un avión o cogemos nuestro coche y nos presentamos alguna vez de manera imprevista –sin festividad condicionante de por medio, sin ninguna razón aparente– y le damos una alegría a ese amigo, a ese familiar al que queremos.
Es verdad que la rutina es exigente, pero si nos lo proponemos encontraremos el momento para decirle a alguien que le queremos.
La Navidad es –en muchos hogares– una fiesta de sillas vacías, esas que nunca volverán a ver a quien antes era una presencia fundamental.
Esos son momentos difíciles, de esos que nunca se superan pero se aprende a vivir con ello.
Son los regresos imposibles, son los regresos que –ocasionalmente– retornan de la mano de algún triste sueño.
Pero así es la vida –como solemos decir–, nos vemos en Carnaval.
En Navidad se dice la verdad
Desde hace ya mucho tiempo –unos veinte años– hay dos tradiciones que intento mantener vivas.
Una de ellas es disfrutar del Concierto de Año Nuevo acurrucado en el sofá de casa y envuelto en una vieja bata.
Esa vieja bata que debería haber iniciado el camino del contenedor de basura hace mucho tiempo, pero que se mantiene en su rincón del armario porque sigue siendo indiscutiblemente, la más cómoda, suave y amorosa que has tenido nunca, por muchos rotos que acumule.
La segunda de esas tradiciones –con la que estoy cumpliendo en este mismo momento– es disfrutar de “Love Actually” esa peli que rezuma tristeza y alegría al mismo tiempo, ilusiones y decepciones, la pérdida y los nuevos comienzos.
“La Navidad es una época para la gente que comparte su vida con alguien a quien ama”
Love Actually
La Navidad es una época de comienzos, de nuevos propósitos y a veces también de finales, cerrando puertas al pasado.
Puertas que nos comunican con esa habitación que se llama recuerdos, vivencias, momentos,… todos –aunque no lo pensemos– tenemos un nombre para esa particular habitación.
Y todos –aunque no queramos admitirlo– tenemos esa particular habitación en nuestras casas.
Amores no correspondidos, amores imposibles, amistades peligrosas, distancias que parecen insalvables, relaciones sencillas, finales de cuento, traiciones de tus seres más queridos, reafirmación de amistades que se convierten en tu familia, de eso también va la Navidad.
Mejor dicho, de eso va la Navidad, de la vida real, de la vida que nos define a cada uno, aunque a veces –la mayoría– nos dejemos llevar por toda la parafernalia de luces, celebraciones y regalos.
La Navidad es un lugar íntimo, solitario, es ese lugar en el que nos celebramos a nosotros mismos en un intento –a veces infructuoso– de cambiar todo nuestro mundo de cara al nuevo año.
Es ese momento en el que –frente al espejo de la realidad– nos preguntamos que demonios hemos hecho en los últimos doce meses y cómo vamos a mejorarlo en los doce siguientes.
Es ese momento en el que nos preguntamos –con miedo?– que nos depara el futuro.
Y al mismo tiempo –aun atenazados por ese mismo miedo– no podemos por más que sentirnos esperanzados con lo que pueda ocurrir en ese futuro que se hará presente puntualmente el uno de enero con el Concierto de Navidad.
El seis de enero no se les ocurra regalar a nadie un CD de Joni Mitchell.
No hagan ridícula la vida de nadie.
(Tendrán que ver la peli para entender esto)
2025 allá vamos, seguro que será espectacular!!!
¡Que volvamos a vernos!
P.D.: La Navidad está en todas partes.
Mirarse a los ojos...
Dicen –los que lo han probado– que mirarse a los ojos durante cuatro minutos sin hablar es una experiencia trascendental.
La mirada es un puente invisible entre dos almas, es un instante en el que –con ese solo gesto– puedes comunicar, puedes explicar lo que no alcanzarías con mil palabras.
La mirada es a la vez refugio y vulnerabilidad, un lenguaje sin sonidos, un torrente de secretos inconfesables que se escapan en ese instante sin aparente control.
El amor, la tristeza, la esperanza y los anhelos encuentran en tus ojos su mas sincera expresión.
En cuatro minutos el tiempo parece detenerse, caen todas las barreras, la máscara de lo superficial se desvanece, las miradas se suavizan y la conexión –profundamente humana– es un recordatorio de que a veces, el alma habla más claro a través de los ojos que con cualquier palabra.
En esos momentos cada parpadeo, cada microexpresión nos revela un momento, nos cuenta una historia.
Una mirada puede ser un abrazo en la distancia, una súplica silenciosa o un lugar en el que refugiarse.
Los ojos –como espejos– no saben mentir, por eso en una mirada habita la verdad desnuda del corazón.
Cuando miras a esa persona que quieres profundamente durante tus cuatro minutos –además de ser un acto de valentía– es una manera de intercambiar fragmentos del alma, es una forma de decirle, te veo, y te entiendo.
La mirada de amor es un susurro que no necesita palabras, un momento en el que el tiempo parece detenerse y todo alrededor se desvanece. Es ese brillo inconfundible en los ojos, una luz que nace desde lo más profundo de tu ser y que refleja un sentimiento puro, infinito y sincero.
Es cálida, envolvente, como un hogar al que siempre deseas regresar. En ella se encuentra la promesa del apoyo incondicional, y la alegría de descubrir la belleza en los detalles más simples.
Una mirada de amor no solo observa, sino que abraza, comprende y celebra.
Es un regalo silencioso que dice: “Aquí estoy, contigo, por y para ti”.
Y en ese cruce de miradas, los corazones se hablan y se entienden de una manera que las palabras jamás podrían alcanzar.
Decir te quiero
Sentado en la escalinata del monumento a Cervantes se recreaba observando a unos chiquillos correteando en el parque mientras esperaba la llegada de Andrea.
Escasamente cinco minutos después llegaba ella luciendo aquella larga melena que tan bien le caía sobre los hombros.
Se entrelazaron en un largo abrazo, se intercambiaron unas miradas delatoras y se dieron un beso de esos, de esos que delatan todo lo que se habían echado de menos desde su última cita.
Con un rápido movimiento de prestidigitador, Juan se sacó de algún sitio una rosa roja que ofreció a Andrea y ella le dedicó una amplia e irresistible sonrisa acompañada de otro abrazo inmenso.
Era temprano y decidieron dar un paseo por los parques y jardines de los alrededores, se cogieron de la mano y se encaminaron hacia el Templo de Debod.
La luna –en cuarto menguante– pero aún bastante luminosa impregnaba la noche de una atmósfera especial.
Los dos creían estar viviendo una historia increíble, paso a paso, sin precipitarse, pero convencidos de que tenían un futuro juntos.
Paseando de la mano –sin más pretensiones– eran felices, saboreando aquellos pequeños placeres de la vida, eran felices, compartiendo un momento –su momento– eran felices, no necesitaban mucho más.
Juan le confesó las dudas que le embargaban y los sentimientos cruzados que a veces le invadían pero reconoció que estando a su lado todo se convertía en un momento de auténtica felicidad e intuía un bonito futuro a su lado.
Ella escuchaba en silencio –atentamente– y asentía sobre las palabras de él y una vez que Juan se quedó en silencio le dijo; te quiero.
Juan, que nunca había conseguido desprenderse del todo de esa sensación de no estar a la altura de su pareja, se quedó mirándola y con los ojos vidriosos no le dijo el consabido, yo también, lo primero que le salió fue un, yo te adoro.
Se fundieron en un abrazo infinito.
Se hacía tarde, eran ya las diez de la noche y apuraron el paso hacia la Plaza Mayor donde habían quedado con sus amigos para cenar algo y disfrutar de un concierto que se iba a celebrar en la mismísima plaza.
Allí les esperaban Carlos, Xavi, Carmen, Ana y Aura que había pasado la tarde con sus “tíos” y en cuanto les vio acercarse se fue corriendo a abrazarse a su padre.
Las chicas –siempre más atentas a los detalles– enseguida se dieron cuenta de que aquello marchaba viento en popa, venían los dos de la mano, sonrientes y muy dicharacheros, aprovecharon el momento para arropar a Andrea abrazándola y haciéndola sentirse como una veterana del grupo, como en su casa.
Se aislaron las tres en una esquina de la mesa e intentaron que Andrea les corroborara lo que ellas ya daban por hecho y,… si, Andrea les confirmó que su relación con Juan aunque muy incipiente iba por muy buen camino y que estaban muy ilusionados, además, de lo que vivieron en sus pasadas experiencias habían aprendido que lo que marca la diferencia no son los grandes fastos sino los pequeños detalles.
Una rosa –les dijo– una rosa con la que no contaba me emocionó como no os lo podéis imaginar.
Las tres se abrazaron y visiblemente emocionadas se volvieron hacia sus chicos dispuestas a disfrutar de la noche.
Se pidieron unos típicos bocadillos de calamares, unas cervezas y comenzaron a sonar los primeros compases de la atracción de la noche, Rosalía recordando aquel tema ya viejo pero entrañable, “Malamente”.
No necesitaba más, sus amigos, su nueva chica, su hija y una nueva vida por delante.