Se desgranaban los primeros días del verano, y Juan amaneció visiblemente agitado.
Parado frente al espejo, ese mismo espejo con el que tantas veces había mantenido nutridas conversaciones, intentaba decidir cuál sería el atuendo de esa tarde-noche que se avecinaba.
Días antes –apremiado por Ana y Carmen– había accedido a tener una cita casi a ciegas y dada su falta de experiencia le asaltaban, como no, dudas y miedos que habría de vencer cuanto antes.
Lo primero y más acuciante ¿que me pongo? algo, no muy formal pero tampoco demasiado casual.
Finalmente la decisión parecía clara, has de presentarte como tú eres en tu día a día, sencillo, sin pretensiones de ser o aparentar lo que no eres.
Esa fue la respuesta que recibió desde el otro lado del espejo.
Había convenido con las chicas que –si querían que aceptase aquel compromiso– alguna de las dos tendría que quedarse con su hija esa noche.
Se intercambiaron una mirada cómplice y entre carcajadas le dejaron claro que no valían excusas y que no se iba a librar.
Por supuesto que ellas tenían ya decidido que se quedaban con la niña y ya tenían preparada una “noche de chicas”.
Ana fue la primera en llegar y nada más verlo tuvo que contener la risa, la verdad es que parecía un cromo y le extrañó porque él era bastante apañado para su vestimenta.
Sin darle tiempo a decirle nada sonó el timbre, era Carmen que se retrasó un poco porque se había parado en una pastelería y venía cargada de cositas para malcriar a la niña.
Cuando Carmen vio a Juan pensó exactamente lo mismo que Ana y entre las dos se dispusieron a solucionar aquello, o de lo contrario el fracaso iba a ser monumental.
Su amigo –suponían que por los nervios del momento– se había puesto unos zapatos de piel marrones, un cinturón verde de puro invierno, un pantalón gris de pinzas y todo ello aderezado con una camisa hawaiana dos tallas por encima de la suya.
La pregunta de Carmen no dejaba lugar a dudas, ¿tu te has visto en un espejo? Así no te dejamos ir a ningún sitio.
Vamos a ver que tienes en el armario porque esto hay que solucionarlo y tenemos poco tiempo.
Subieron las dos arriba y después de mucho rebuscar dejaron todo preparado sobre la cama, bajaron al salón y le dijeron a Juan que subiera a cambiarse.
El intentó negarse, pero viendo las caras de sus dos amigas comprendió que no era momento de discutir y que seguro que iba a perder, así que agachó la cabeza y subió las escaleras.
Al rato bajó y aquello parecía otra cosa, ahora era el Juan que ellas reconocían enseguida, zapatos negros super limpios, cinturón de cuero negro, vaquero ajustado y camisa blanca. Por si refrescaba llevaba una cazadora de cuero negra.
Sencillo, discreto, como era él, sus amigas todavía no se explicaban adonde quería ir con aquella camisa hawaiana.
Quedaba media hora y ya iba un poco justo de tiempo así que se despidió de ellas, pero solamente después de darles un montón de indicaciones sobre lo que comía la niña, los dibujos que le gustaban, el pijama que tendrían que ponerle…
Ellas –sin parar de reír– no le hicieron ni caso, –suavemente– lo fueron empujando hacia la puerta y una vez en el descansillo le dijeron, “diviértete” y cerraron sin más.
Bueno, a ver si se anima un poco –dijeron– y a continuación gritaron al unísono ¡¡¡Aura!!! ¡¡¡noche de chicas!!!
Andrea no era una desconocida para Juan, compañera de Ana en la clínica, algunas veces habían coincidido juntos con el resto del grupo aunque nunca había llegado a integrarse del todo.
Sus amigas le insistieron en que debía salir un poco y forzaron la situación con Andrea, sin ningún tipo de pretensión, solamente intentaban que Juan se despejase un poco con una amiga, nada más.
Habían quedado en la Plaza Mayor –no muy lejos de casa– para cenar y charlar un rato.
Andrea era una chica alta, de curvas rotundas y una larga melena cobriza que la hacía destacar en dondequiera que se encontrase.
Diez minutos después apareció enfundada en un pantalón de cuero negro y unos tacones de infarto, su larga y rizada melena realzaba su figura, se dieron un abrazo, un par de besos en la mejilla y se dirigieron a su mesa.
Se enfrascaron en una animada charla intentando explicarse el uno al otro las peculiaridades de sus trabajos y poco a poco fueron derivando hacia cuestiones más personales como sus gustos musicales, literarios o cinéfilos.
Después de varios años de verse sin más, ahora estaban conociéndose de verdad y lo estaban disfrutando realmente.
Llegando al postre Juan le estaba contando un sinfín de anécdotas que le habían ocurrido durante los últimos años con su hija, todo por su inexperiencia como padre y percibía como Andrea se le quedaba mirando con cierta incredulidad y admiración.
Cuando acabaron de cenar Juan llamó la atención sobre la hora que era y que sería mejor dar por finalizada la noche, pero ella no estuvo de acuerdo y le dijo de ir a tomarse unas copas a un pub cercano.
Juan llamó a las chicas para avisarlas y ver como iba todo y las dos le dijeron que todo estaba estupendamente y que ni se le ocurriera aparecer por casa, “diviértete” fue su última palabra y le colgaron.
Así las cosas se volvió hacia Andrea y le dijo, todo arreglado, aún no puedo volver a casa ¿nos vamos?
Era noche de música en vivo y se lo pasaron muy bien, un par de copas y al son de la música unos bailes, hacía mucho tiempo que ninguno de los dos disfrutaba tanto en compañía de alguien.
Andrea también había tenido unos años difíciles y comenzaba a remontar, dos almas heridas intentando surfear la vida.