Un rincón en cada casa

A diario pasamos de largo por ese mueble, esa cómoda o por ese estante que alberga aquella cajita de madera que -más grande o más pequeña– existe en todas las casas.

La caja de los recuerdos.

Es verdad que la tenemos olvidada –la visitamos poco– o no queremos recordarla.

De madera, marcada por los años, a veces desvencijada pero insustituible.

Y dentro, se apiñan fragmentos de nuestra vida.

Viejas cartas, escritos que alguien nos dedicó un día, fotos que desafían nuestra memoria, aquella postal que nos hace presentes en un lejano lugar, un viejo billete de algún país exótico o las entradas de aquel concierto tan especial.

Todo se agolpa en esa caja, un gran contenedor de emociones, memorias y nostalgia.

Cada uno de esos objetos son retazos de nuestra historia, retales de un puzzle vital al que aferrarnos en ciertos momentos.

Una vieja carta puede evocar un amor del pasado, aquella fotografía casi sepia trae de vuelta esa amistad lejana o un billete de tren que te lleva a recorrer –otra vez– aquellos pequeños pueblos de tu infancia.

En ese espacio –tan íntimo– nuestros momentos especiales se encuentran protegidos del tiempo.

Revisar esa caja –lo que atesora– nos acerca alegrías, tristezas o inspiración.

Esa minúscula caja representa una pasarela entre el pasado y el presente, una manera de conexión entre aquello que fuimos y aquello que queremos ser.

Y aunque los tiempos digitales han arrinconado nuestras cajas de madera, esa breve caja física conserva un especial encanto.

Tocar un viejo objeto, percibir su textura o su aroma nunca podrá ser sustituido por las modernas tecnologías.

Si aún no tienes tu propia caja de recuerdos deberías apresurarte a ello.

Preservarás la esencia de tu vida, irás dejando bonitas huellas para el futuro.

El tiempo convertirá esa pequeña caja en un tesoro de incalculable valor.

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Los pasillos del alma