De la oscuridad
Desde que tengo uso de razón he sentido que ahí arriba –aún en la más oscura de las noches– la luna podía escucharme.
Esa conexión, esa comunicación siempre ha sido como un refugio, un consuelo, una presencia que nunca te abandona.
Su luz te atrapa, sin necesidad de una sola palabra te abraza cada noche entendiendo todas tus emociones.
Cuando la agitación te embarga, cuando la carga del mundo es irresistible, miro a lo alto y ahí se encuentra, constante, serena e inmóvil en una infinita danza cósmica.
Ella me ha visto llorar, ha sido mi compañera en solitarios insomnios, ha sido testigo de mis más profundos anhelos y de mis más secretos miedos.
No exige, no juzga, se limita –únicamente– a estar ahí –para mi–, en medio del caos diario.
Me recuerda que existe la belleza en la quietud, y que su trayecto –sin estridencias, calmado– no es una seña de debilidad y si una muestra de fuerza enmascarada.
Su luz, su reflejo viaja cruzando la inmensidad del universo hasta tocarme y susurrarme –acariciando mi cansado rostro–, todo va a estar bien.
Ella –mi luna– me enseña a ser suave sin romperme, a reflejar sin apagar mi propia luz.
Me hace sentir pequeño, diminuto sí, pero nunca insignificante, me hace partícipe de algo más grande, más antiguo, más sabio.
Frente a ella puedo mostrarme vulnerable, puedo ser yo, no necesito fingir.
Me conoce y a pesar de todo me acompaña cada noche de forma incondicional.
Es esa amiga que no necesita hablar para consolar, ese faro que me guía incluso cuando todo es oscuridad.
A veces cierro los ojos y puedo imaginarme sentado sobre ella, alejado del ruido, del dolor, del miedo.
Allí arriba, todo es más liviano, incluso el corazón, porque no es solamente un cuerpo celeste, es un símbolo, es alma, es hogar.
Es mi lugar seguro porque en ella me encuentro cuando me pierdo.
Cuando el mundo no deja de doler, ella me recuerda que la oscuridad puede brillar.