Del adios

Aunque a veces lo parezca, aunque ahora cueste recordar el momento exacto en que ocurrió todo, no te fuiste de golpe, sin avisar.

Fue algo más silencioso, más sutil, casi imperceptible .

Te fuiste borrando –lentamente– como se borra el aroma de aquella vieja camisa que ya nunca escoges.

Esa fragancia –antaño familiar– cálida, incluso necesaria, un día, simplemente, dejó de estar.

Aquella camisa seguía ahí, pero su olor había desaparecido.

Al principio todo parecía tener tu nombre, aquellas canciones, las calles que transitábamos, los interminables cafés, las palabras compartidas.

Cada gesto cotidiano era un eco de ti.

Y lentamente ese eco se fue apagando, igual que se apaga una canción que olvidas cantar a diario, esa canción que en un momento fue un himno y ahora mismo no es más que ruido de fondo.

Esa canción que antes te estremecía pero –ahora– cuando la escuchas no provoca más que una leve nostalgia, sin lágrimas, sin drama.

Tu presencia fue deslizándose y –suavemente– se rindió a la rutina, al silencio, al olvido.

Fuiste dejando de tener ese nombre que me ardía en la boca, que solía escaparse sin control.

Ahora ya no lo digo. Ya casi no lo pienso. Y cuando aparece, ya no duele igual. Se volvió una palabra más, sin fuerza, sin historia reciente.

Hubo un tiempo en que pensaba que nunca iba a poder dejarte ir, que tu ausencia sería más fuerte que tu presencia.

Pero descubrí que también el amor –como todo lo humano–, se desgasta si no se cuida y que el recuerdo más vívido puede volverse opaco si no se alimenta.

Y tú, sin darte cuenta —o quizás si—, comenzaste a desaparecer, dejaste de mirar igual, de hablar igual, de estar igual.

Fue la suma de pequeños olvidos, de descuidos, de palabras que no se dijeron a tiempo. De gestos que ya no buscaban encontrarse.

Y yo también, lo admito, dejé de buscarte. Dejé de luchar por un espacio que ya no me pertenecía. Dejé de insistir en sostener algo que tú ya habías comenzado a soltar.

Ahora me doy cuenta de que hay despedidas que no tienen fecha, ni abrazo final, ni lágrimas.

Hay despedidas que simplemente ocurren.

Se arrastran en el tiempo como una sombra que cada vez se vuelve más tenue, más lejana, hasta que se pierde del todo.

Y así te fuiste tú.

No como un huracán. No como un incendio. Sino como se va lo que ya no encuentra lugar.

Como se borra un aroma, como se apaga una canción, como se pierde un nombre entre tantos otros que ya no significan nada.

Anterior
Anterior

A tu espalda

Siguiente
Siguiente

De la oscuridad