Cuando nadie te espera
Las calles se dibujan infinitas, las luces nos queman con su frialdad, y el eco de tus pasos es tu más fiel y única compañía.
En ese momento de profunda soledad es cuando nos percatamos de la importancia de saberse esperada, anhelada, pensada por alguien.
Y no porque nuestra valía dependa de otros, sino porque el ser humano –en su esencia– es vínculo, es necesidad de conexión, es impulso de compartir y compartirse.
Cuando nadie te espera, el silencio pesa más, el regreso se convierte en un viaje sin destino.
Puedes entrar –puedes habitar– una casa pero no llegas a un hogar.
Al hablar sientes que tus palabras no tienen receptor.
La ausencia de expectativas externas deja al descubierto un cruda libertad, te encuentras sola contigo misma, al desnudo con tus pensamientos, exenta de cualquier maquillaje social.
Es sumamente incómodo, pero también es una excelente oportunidad para reencontrarte contigo.
En la era de internet, de lo inmediato, de los mensajes instantáneos y donde las respuestas se reparten casi sin ser pensadas, el hecho de no ser esperada puede parecer una triste condena.
Pero visto desde nosotras mismas, –desde nuestro propio interior– puede convertirse en una pausa necesaria.
Una invitación a interpelarte: ¿me espero yo a mí misma? ¿En mi propia vida estoy presente?
En ocasiones buscamos en otros lo que no nos damos a nosotras mismas, atención, cuidado, reconocimiento.
Si nadie te espera, descubres de que estás hecha.
Si te derrumbas o te sostienes. Si te abandonas o te abrazas.
Es ahí, en esa aparente soledad donde nace la resistencia. Pues es posible que nadie te espere hoy, pero eso no significa que sea siempre así.
Y tal vez, en tu camino, –sin esperarlo– alguien más se cruce contigo, también sin ser esperado, también buscando algo que no acierta a nombrar.
Cuando nadie te espera, puedes convertir ese vacío en tu íntimo espacio.
Ese espacio donde sanar, donde construir, donde conocerte.
No es fácil, no rezuma romanticismo, pero es real y –aunque duela– te transforma.
Al fin y a la postre, cuando aprendes a esperarte tú, a encontrarte en cada paso, en cada duda, en cada intento, ya no importa tanto si alguien más lo hace.
Porque tú estás ahí. Y eso, –a veces– es más que suficiente.