amantes

Una sonrisa

La magia de una sonrisa sincera es imposible de igualar.

Sonreír no cuesta nada, pero puede iluminar las veinticuatro horas de un día.

Paseando por el parque –cabeza gacha– después de un difícil día en el trabajo, perdida en tristes pensamientos descubrió una sonrisa que la hizo detenerse.

Aquella niña con su perro –ajena a todo lo que la rodeaba– no dejaba de jugar y reír despreocupadamente.

Se sorprendió a si misma observando aquella expresión de pura alegría de la que parecía estar contagiándose por momentos hasta el punto de descubrir como sus propios labios se curvaban en una bonita sonrisa.

De pronto –sin razón aparente– levantó la cabeza, enderezó su cuerpo y el peso de aquel funesto día pareció desvanecerse.

Continuó con su paseo e inconscientemente sonrió al vendedor de los helados y él –sin dudarlo– le devolvió la sonrisa amablemente.

Más adelante se cruzó con una pareja de desconocidos que paseaban de la mano y probó con otra sonrisa a la que ellos asintieron –sorprendidos– pero a su vez mostrando un especial brillo en sus miradas.

De regreso a su casa se percató de que algo había cambiado en su interior.

Algo tan sencillo y cotidiano como una sonrisa se había revelado como algo poderoso.

Ella había sentido como aquella sonrisa recibida había transformado su propia energía y de alguna forma ella misma parecía haber mejorado el día de otros.

Desde aquel momento, entendió –sorprendentemente– que una sonrisa es un lenguaje universal, un puente entre almas.

La sonrisa nos recuerda que la belleza de la vida está en los pequeños gestos, en esas conexiones fugaces que nos hacen sentir menos solos.

Sonreír, pensó, es el regalo más simple y más maravilloso que podemos compartir.

Mirarse a los ojos...

Dicen –los que lo han probado– que mirarse a los ojos durante cuatro minutos sin hablar es una experiencia trascendental.

La mirada es un puente invisible entre dos almas, es un instante en el que –con ese solo gesto– puedes comunicar, puedes explicar lo que no alcanzarías con mil palabras.

La mirada es a la vez refugio y vulnerabilidad, un lenguaje sin sonidos, un torrente de secretos inconfesables que se escapan en ese instante sin aparente control.

El amor, la tristeza, la esperanza y los anhelos encuentran en tus ojos su mas sincera expresión.

En cuatro minutos el tiempo parece detenerse, caen todas las barreras, la máscara de lo superficial se desvanece, las miradas se suavizan y la conexión –profundamente humana– es un recordatorio de que a veces, el alma habla más claro a través de los ojos que con cualquier palabra.

En esos momentos cada parpadeo, cada microexpresión nos revela un momento, nos cuenta una historia.

Una mirada puede ser un abrazo en la distancia, una súplica silenciosa o un lugar en el que refugiarse.

Los ojos –como espejos– no saben mentir, por eso en una mirada habita la verdad desnuda del corazón.

Cuando miras a esa persona que quieres profundamente durante tus cuatro minutos –además de ser un acto de valentía– es una manera de intercambiar fragmentos del alma, es una forma de decirle, te veo, y te entiendo.

La mirada de amor es un susurro que no necesita palabras, un momento en el que el tiempo parece detenerse y todo alrededor se desvanece. Es ese brillo inconfundible en los ojos, una luz que nace desde lo más profundo de tu ser y que refleja un sentimiento puro, infinito y sincero.

Es cálida, envolvente, como un hogar al que siempre deseas regresar. En ella se encuentra la promesa del apoyo incondicional, y la alegría de descubrir la belleza en los detalles más simples.

Una mirada de amor no solo observa, sino que abraza, comprende y celebra.

Es un regalo silencioso que dice: “Aquí estoy, contigo, por y para ti”.

Y en ese cruce de miradas, los corazones se hablan y se entienden de una manera que las palabras jamás podrían alcanzar.

Decir te quiero

Sentado en la escalinata del monumento a Cervantes se recreaba observando a unos chiquillos correteando en el parque mientras esperaba la llegada de Andrea.

Escasamente cinco minutos después llegaba ella luciendo aquella larga melena que tan bien le caía sobre los hombros.

Se entrelazaron en un largo abrazo, se intercambiaron unas miradas delatoras y se dieron un beso de esos, de esos que delatan todo lo que se habían echado de menos desde su última cita.

Con un rápido movimiento de prestidigitador, Juan se sacó de algún sitio una rosa roja que ofreció a Andrea y ella le dedicó una amplia e irresistible sonrisa acompañada de otro abrazo inmenso.

Era temprano y decidieron dar un paseo por los parques y jardines de los alrededores, se cogieron de la mano y se encaminaron hacia el Templo de Debod.

La luna –en cuarto menguante– pero aún bastante luminosa impregnaba la noche de una atmósfera especial.

Los dos creían estar viviendo una historia increíble, paso a paso, sin precipitarse, pero convencidos de que tenían un futuro juntos.

Paseando de la mano –sin más pretensiones– eran felices, saboreando aquellos pequeños placeres de la vida, eran felices, compartiendo un momento –su momento– eran felices, no necesitaban mucho más.

Juan le confesó las dudas que le embargaban y los sentimientos cruzados que a veces le invadían pero reconoció que estando a su lado todo se convertía en un momento de auténtica felicidad e intuía un bonito futuro a su lado.

Ella escuchaba en silencio –atentamente– y asentía sobre las palabras de él y una vez que Juan se quedó en silencio le dijo; te quiero.

Juan, que nunca había conseguido desprenderse del todo de esa sensación de no estar a la altura de su pareja, se quedó mirándola y con los ojos vidriosos no le dijo el consabido, yo también, lo primero que le salió fue un, yo te adoro.

Se fundieron en un abrazo infinito.

Se hacía tarde, eran ya las diez de la noche y apuraron el paso hacia la Plaza Mayor donde habían quedado con sus amigos para cenar algo y disfrutar de un concierto que se iba a celebrar en la mismísima plaza.

Allí les esperaban Carlos, Xavi, Carmen, Ana y Aura que había pasado la tarde con sus “tíos” y en cuanto les vio acercarse se fue corriendo a abrazarse a su padre.

Las chicas –siempre más atentas a los detalles– enseguida se dieron cuenta de que aquello marchaba viento en popa, venían los dos de la mano, sonrientes y muy dicharacheros, aprovecharon el momento para arropar a Andrea abrazándola y haciéndola sentirse como una veterana del grupo, como en su casa.

Se aislaron las tres en una esquina de la mesa e intentaron que Andrea les corroborara lo que ellas ya daban por hecho y,… si, Andrea les confirmó que su relación con Juan aunque muy incipiente iba por muy buen camino y que estaban muy ilusionados, además, de lo que vivieron en sus pasadas experiencias habían aprendido que lo que marca la diferencia no son los grandes fastos sino los pequeños detalles.

Una rosa –les dijo– una rosa con la que no contaba me emocionó como no os lo podéis imaginar.

Las tres se abrazaron y visiblemente emocionadas se volvieron hacia sus chicos dispuestas a disfrutar de la noche.

Se pidieron unos típicos bocadillos de calamares, unas cervezas y comenzaron a sonar los primeros compases de la atracción de la noche, Rosalía recordando aquel tema ya viejo pero entrañable, “Malamente”.

No necesitaba más, sus amigos, su nueva chica, su hija y una nueva vida por delante.

Plaza de España

Aquella noche con Andrea hizo que Juan recapitulara todo lo acontecido en los últimos tres o cuatro años y —a su vez— se replanteara su presente y su futuro, ese futuro que cada vez se le asemejaba más a un pasar los días luchando contra la rutina y con aquella terrible sensación de que todo estaba acabado y de que su vida —más allá de cuidar de su hija— no tenía ningún objetivo.

Aquel encontronazo con la vida le había removido muchas sensaciones adormecidas en su interior y había despertado algún atisbo de esperanza por lo que podría venir en adelante.

También le había llevado a rememorar algunos de sus momentos más felices del pasado reciente.

Sin saber muy bien porqué, le vino a la mente aquella cena en Barcelona con Carmen y Xavi al poco tiempo de su compromiso.

María y él alquilaron un pequeño loft para el fin de semana y Carmen se quedó en casa de Xavi.

Pasaron un fin de semana espectacular paseando por las Ramblas, entrando en La Boquería y quedándose extasiados al ver aquellos puestos de venta llenos de colorido y frescura, repletos de frutas, legumbres, pescados, carnes y dispuestos a cumplir con cualquier antojo que se nos pudiese apetecer.

Encontraron de todo lo que les gustaba y mas tarde en casa de Xavi prepararon una cena espectacular.

Repasando aquellos momentos en su mente se daba cuenta de la gran suerte que había tenido y de que además nunca recordaba ningún capítulo desagradable en su relación.

Aquel fin de semana en Barcelona fue el sello perfecto para aquel naciente vínculo de Carmen y Xavi. Para él supuso un paso más en la consolidación de su relación con María.

No sabía porqué le había asaltado aquel recuerdo del pasado pero —sea como fuere— la verdad es que de esos momentos tenía muchos al cabo del día y le gustaba que así fuese aunque algunas veces esos mismos recuerdos le dejaran malherido.

Y ahora –con todo lo vivido a sus espaldas– se le abría una nueva esperanza, que no tenía porque ser ni mejor, ni peor que lo vivido sino distinto, otro momento, otra oportunidad.

Su debate, –su lucha interna– era importante pues se jugaba dos formas muy distintas de afrontar su futuro y la decisión que tomara condicionaría su vida en adelante.

Había pasado una semana desde aquel encuentro con Andrea y habían vuelto a quedar para disfrutar de una tarde de sábado juntos –que les vendría muy bien– para intentar afianzar aquella incipiente relación.

Se encontró frente al espejo preparándose para la cita y se sorprendió porque después de mucho tiempo se removían en su interior –entrelazados– el temor y la esperanza.

Eran las siete de la tarde y salió hacia la Plaza de España –muy bonita después de la ultima remodelación– donde había quedado con Andrea.

La tarde se había quedado gustosa para el paseo, ni una pizca de viento, una temperatura veraniega y un cielo que dejaba entrever las primeras estrellas que posiblemente se verían opacadas mas tarde pues era noche de luna llena.

Gran Vía abajo sentía como su corazón se aceleraba pero no acertaba a discernir si era ilusión o congoja, su batalla interna seguía muy viva.

Andrea

La noche se extendió hasta casi el amanecer, después del baile –a eso de las dos de la madrugada– lo que iba a ser un regreso a casa se convirtió –sin pretenderlo– en un largo paseo durante el cual –en la tranquilidad de la noche– fueron intercambiado experiencias, vivencias y casi sin darse cuenta estaban pasando de ser dos persona que se conocían a iniciar una senda de amistad.

A los dos les parecía estar en otro universo, ella porque había encontrado a alguien que sabía escuchar y él porque hacia mucho tiempo que no se encontraba tan a gusto con alguien.

Andrea venía de una experiencia –como se solía decir ahora– tóxica, una pareja que buscaba disponer de una mujer bella, dulce, siempre correcta ante la sociedad e inteligente.

El problema era que Ernesto –que así se llamaba aquel sujeto– exigía de Andrea una sumisión extrema y una entera disponibilidad para todos sus caprichos.

Un tipo de relación totalmente fuera de lugar hacía ya muchos años y que acabó por dinamitar la relación. Las mujeres actuales más que princesas desean ser guerreras, o al menos una conjunción de todos estos valores.

Juan no entendía que existiesen aún hombres con esa escala de valores y cuando se encontraba algo así –como los casos de Pedro y Ernesto– lo achacaba siempre a un fracaso de nuestro sistema educativo.

La experiencia de Juan era totalmente contraria a lo que había tenido que sufrir Andrea, él había mantenido una relación extraordinaria que solamente se había truncado por una fatalidad y –ahora– tres años después había aprendido a vivir con ello.

Los dos parecían –desde sus distintas experiencias– comprenderse y compenetrarse bastante bien y comenzaban a confiar el uno en el otro.

Comenzaba a refrescar y Andrea no pudo reprimir un escalofrío que no pasó inadvertido para Juan.

Le ofreció su cazadora y aunque –en un primer impulso– ella la rechazó educadamente, no se opuso a un segundo intento ante la insistencia de él pues realmente tenía frío.

Juan le colocó la chaqueta sobre sus hombros y ella agradeció el gesto cogiéndole del brazo y arrimándose a él para compartir el calor de sus cuerpos.

Aquel paseo les había llevado a las puertas del Retiro y aunque era un recinto cerrado a esas horas, ellos conocían –al igual que muchos madrileños– una pequeña brecha al oeste de la valla, por la cual penetraron y así disfrutar del parque en soledad.

Ninguno de los dos parecía tener prisa por acabar aquella curiosa cita, ella porqué –después de mucho tiempo– volvía a sentirse segura al lado de un hombre y él porqué –también después de mucho tiempo– había conseguido dejar atrás una sensación de infidelidad que –evidentemente– no tenía ningún sentido.

Se sentaron en un banco con el lago a la vista, y así, acurrucados el uno contra el otro permanecieron durante un buen rato totalmente en silencio, diríase que cada uno –para sus adentros– intentaba comprender el significado de aquella situación -si es que significaba algo– y las consecuencias que podrían surgir de aquello.

Ninguno quería romper el silencio, no entendían porqué pero se sentían bien así, como si cada uno de ellos ejerciese sobre el otro un halo protector que los aislaba del resto del mundo.

Aquel momento –que les pareció hermosamente eterno– fue, al fin, interrumpido –muy a su pesar– por Andrea.

Se incorporó –separándose levemente de él– y dejándose llevar por su corazón acercó sus labios a los suyos y le besó.

Juan –todavía aturdido– se disculpó por dejarse llevar por sus emociones en respuesta a su beso, pero ella le hizo callar y volvió a besarle otra vez.

Aquellas dos almas –sin rumbo fijo– parecían haber encontrado el uno en el otro, confianza, sinceridad y lealtad.

Eran ya las cuatro y media de la madrugada y aún quedaba un buen trecho hasta el ático así que comenzaron el camino de vuelta, todavía abrazados, aunque ya no sentían tanto frío.

En el camino de vuelta Andrea le confesó que era su cumpleaños y que tenía la sensación de haber recibido un gran regalo de la mano del destino.

Era veintitrés de junio, había luna llena y Juan no se creía lo que acababa de suceder, pero estaba viviendo un momento de extrema felicidad.

Ella y la soledad

La fotografía siempre había sido una de sus pasiones, la posibilidad de pararse un momento y observar un paisaje, una ola rompiendo en un acantilado o el sol naciente siempre le había encandilado.

Era una manera de ver la realidad pausadamente, disfrutándola, viviéndola de verdad y plasmando para siempre los colores vivos del mediodía, las sombras sugerentes de un atardecer o las brumas de un día cualquiera intentando desperezarse.

Salir a fotografiar la vida, le relajaba y le ayudaba a reencontrarse consigo mismo, además le permitía reencontrarse con el pasado.

Esa es una de las mejores cualidades de la fotografía, una vez que disparas tu cámara has captado un momento único, un recuerdo.

Pero ahora mismo no estaba observando ninguna de esas fotografías realizadas serenamente y que captaban un memorable paisaje.

Tenía ante sus ojos una imagen captada a vuelapluma, sin grandes pretensiones, con el móvil del momento, uno de esos autorretratos que llamamos –sin mucho sentido– selfie.

Era una foto sencilla, pero encantadora, allí estaba ella, seguramente poco después después de sus ejercicios con las mancuernas a juzgar por los leggings que lucía y que tan bien se ajustaban a su figura.

Su cara –sin ningún tipo de artificio– lucía fresca pero sofisticada al mismo tiempo, sus labios –perfectamente perfilados– no necesitaban ningún color extra para resultar extremadamente apetecibles.

Su nariz estaba flanqueada por dos preciosos ojos color miel cuya expresión daba al conjunto de su cara la imagen de una chiquilla dulce, un punto triste pero con una mirada desafiante.

Todo ello rematado con su rubia media melena, que en aquella foto aun dejaba entrever algún retazo castaño.

El top de tirantes insinuaba sin exponer, perfecto.

Estos momentos eran lo que le quedaba a Juan, recuerdos y más recuerdos.

Recuerdos en soledad, con los amigos, con los compañeros del trabajo, pero solamente recuerdos, no quedaba nada más.

Juan –inmerso en sus recuerdos– se sobresaltó al escuchar el interfono del portal, había olvidado que sus amigos venían a merendar.

Recogió apresuradamente las fotos que tenía esparcidas por encima del sofá y la mesita de centro, se recompuso apresuradamente ante el espejo del baño, ensayó su mejor sonrisa, abrió la puerta del ático y allí estaban todos ellos.

Carmen y Ana se le tiraron al cuello y casi lo tumban con el ímpetu de sus abrazos.

Por su parte Xavi y Carlos le abrazaron con una ternura que pocas veces se observaba en un abrazo entre hombres.

Hacía mucho tiempo que no quedaban y se habían echado de menos, intentaban retomar viejas costumbres y arropar a Aura y a su padre.

Prepararon la mesa para la merienda, habían traído chocolate, churros, jamón serrano y no se cuantas cosas mas.

Se dispusieron alrededor de aquella mesita como pudieron y charlando, riendo y comiendo intentaban recomponerse, volver a ser aquel pequeño grupo de amigos, aquella pequeña familia que de pronto escuchó un ruido y al volver sus cabezas vieron a una preciosa niña bajando las escaleras con aquel patito de peluche entre sus brazos.

¡Hola tía Carmen! ¡Tía Ana!

Montmartre

Cuándo te enfrentas con algo irremediable es normal quedarse paralizado, sin palabras, pareciera que el mundo se hubiese detenido, o al menos “tu mundo”.

A veces –pasado un breve lapso de tiempo– tu mundo se reinicia, asumes lo ocurrido, aprendes a vivir con ello o simplemente no tienes más opción que beberte tus lágrimas y seguir adelante.

A veces –aunque pasen varios años– tu mundo sigue en pausa, esperando –sin saberlo– algo que te indique cual es el camino a seguir, como afrontar el siguiente paso en tu vida.

Seguir adelante es duro y si estás solo aún más, por eso importa tanto –en esos momentos– tener a tu alrededor un buen puñado de amigos en los que apoyarte. Con los que compartir, en los que confiar y a veces –muchas veces– es suficiente con que solamente acepten disfrutar de un buen café contigo.

Tres años después –dos mil treinta– su mundo seguía totalmente paralizado y solamente conseguía sostenerse –a duras penas– sobre dos pilares, los únicos dos pilares que le quedaban, sus amigos y su hija.

Aquella pequeña era –al mismo tiempo– una bendición y una triste evocación de los tiempos felices que había vivido, un recuerdo constante de aquello que había perdido.

Aquellos tres años serían –pasara lo que pasara en el futuro– inolvidables, ocuparían por siempre una porción de su corazón.

Habían compartido su primer viaje a París, una semana de largos paseos –cogidos de la mano– por los infinitos parques y alamedas de la ciudad.

Los puentes sobre el Sena, Notre Dame, la torre Eiffel, todos esos lugares fueron testigos de su felicidad pero era Montmartre –en lo alto de la colina– ese lugar rebosante de artistas y bohemios, el que identificaron como especial e inolvidable para ellos.

Todo aquello no era más que un recuerdo –precioso si– pero un recuerdo, y ahora era el momento de enfrentar la vida sin su presencia, cada día al despertar se decía a si mismo siempre las mismas palabras, “María ya no está”.

Como si tuviese que convencerse cada día y recordarse a si mismo cual era la realidad para distinguirla de sus sueños.

Se levantaba y se dirigía hacia la camita del otro lado de la habitación y observaba –sin hacer ruido– como aquella preciosa niña –con los ojos de miel de su madre– respiraba profundamente, confiada, no siendo consciente todavía de cuan trágica había sido su llegada a este mundo.

Después de ese momento de puro amor que le dedicaba a su hija todos los días, bajó las escaleras y atenazado por una cierta congoja, comenzó a preparar el desayuno para ambos.

Encendió la televisión y sintonizó el canal oficial de noticias nacionales para dar un pequeño repaso a lo ocurrido durante el día anterior –o lo que querían que pensáramos que había ocurrido– pues en cuanto ella se despertase esa televisión dejaba de escupir la angustiosa y falsa realidad diaria para mostrarnos los más maravillosos cuentos de la factoría Disney.

El sonido –tan bajo para no despertar a su hija– no conseguía ahogar el volumen de sus propios pensamientos, de sus propios recuerdos que cada día tenían un lugar especial a esa hora de la mañana, esa hora en la que solamente estaban él y ella.

De pronto escuchó una vocecita “papi, papi, ¿dónde estás?

Comenzaba el día.

Mal cuerpo

Tenía mal cuerpo, algo de temperatura y esporádicamente alguna náusea sin motivo aparente.

A eso de las diez de la mañana pidió el resto del día y se fue a su casa, de camino pasó por la farmacia y compró un par de cajas de paracetamol y aspirinas. 

Al llegar se cambió de ropa, una camiseta del Barça y un pantalón corto fue lo primero que encontró y le pareció adecuado para estar en casa tranquilamente.

Se recostó en el sofá con la intención de descansar para luego aprovechar que estaba en casa y recoger un poco.

Cinco minutos después se había dormido profundamente al arrullo de la música de John Coltrane.

Cuando abrió la puerta le extrañó el silencio reinante, no era lo acostumbrado y se preocupó, pero al acercarse al sofá vio a María dulcemente dormida e intentó no hacer mucho ruido.

Subió a la alcoba, se cambio de ropa y bajó otra vez intentando no despertarla pero la encontró ya sentada desperezándose y al verlo se levantó para dale su abrazo de bienvenida.

Le explicó a Juan lo que le había ocurrido y como se había quedado dormida tan profundamente que ni siquiera había comido.

El la obligó a recostarse otra vez y se fue directo a la cocina para prepararle algo con lo que reponer fuerzas.

En unos minutos ya tenía una ensalada preparada y estaba casi listo una plato de papas fritas con una pechuga de pollo a la plancha, convenientemente aliñada con ajo y perejil.

Se sentaron juntos y él se preparó un café para acompañarla mientras comía. Comentaron un poco más detalladamente lo que le había pasado y los dos pensaron en una gripe tardía o en el denostado COVID que ya habían contraído en tres ocasiones antes.

Ahora se encontraba mejor pero si al día siguiente seguía igual pediría cita a su médico.

Ya que estaban tranquilamente en casa y no iban a salir a ningún lado decidieron echarle un vistazo a la aplicación del Gobierno que se habían descargado la noche anterior.

Faltaban solo tres días para la fecha límite de introducción de datos y una semana más para que el sistema entrase en funcionamiento.

Aquel sistema de control iba más allá de lo admisible, se comenzaba por introducir los típicos datos de DNI, domicilio, carnet de conducir o número de la Seguridad Social –muy menguada por los recortes– y se acababa con cuestiones muy personales como relaciones, aficiones, lugares que se frecuentaban para el ocio, comercios habituales en tus compras, etc

Era algo inaudito, todos estos datos cruzados con los informes de los diversos Agentes de Finca y Agentes de Barrio iban a configurar una radiografía exacta de todos los habitantes de la provincia y esto unido al control de ubicación vía GPS iba a derivar en un estado policial que pisotearía todas las libertades individuales del país.

Ninguno de los dos conseguía entender la sumisión –aparente al menos– de la mayoría de la población.

La ciudad se había convertido en un mar de rumores y murmullos, el griterío de los chiquillos en las plazas y los parques había sido sustituido por el sonido sordo de las pisadas de las botas de la Guardia Nacional.

Era jueves y llamaron al resto del grupo para quedar el sábado pero en lugar de hacerlo en su terraza de siempre, los invitaron a su casa para poder charlar con tranquilidad, decidieron también traer algunos platos preparados, comer todos juntos y pasar la tarde tranquilamente.

Juan observaba de soslayo a María y se daba cuenta de que –aunque ella intentaba sobreponerse– parecía estar cansada y un poco apagada de ánimo.

Le preparó una infusión y los dos se acomodaron en el sofá para pasar lo que restaba de le tarde tranquilamente viendo alguna película o alguna serie. 

El la acogió bajo su brazo y así acurrucados lo que realmente ocurrió es que se quedaron dormidos aunque la televisión siguió adelante con la serie que habían escogido.

Un día normal y corriente

Las seis de la mañana, la música hizo desperezarse a Juan, sonaba Smooth Operator de Sade, un tema emblemático de su primer álbum.

Una melodía de una suavidad exquisita que ayudaba –a esas horas– a que el tránsito del sueño a la vigilia fuese algo asumible y no muy estridente.

Normalmente él era el primero siempre en responder a la invitación musical y de esta manera disponía de unos minutos para observar –casi sin moverse– a la chica que respiraba pausadamente a su lado.

Le cautivaba ese momento que se sucedía cada día siempre a la misma hora.

Normalmente se quedaba mirándola, observando su dorada melena, su nariz respingona, sus suaves pómulos y se entretenía en revisar que las tres pecas de su mejilla derecha continuaban allí, haciendo que aquel rostro fuese su primer encuentro diario con la belleza.

Le maravillaba esa cadencia de su pecho y la suavidad de su respiración que denotaba que se encontraba aún profundamente dormida.

Acercó tiernamente su mano a su cabeza y acarició su melena con suavidad, como si no quisiera despertarla todavía para poder así disfrutar de esa estampa por unos minutos mas.

Poco a poco fue aumentando la presión sobre su cabeza y rodeó su cuerpo para darle su primer abrazo del día que además servirá de dulce despertar para María, que lo primero que escucha en ese momento es Imagine de Lennon.

En este punto se abrazan y se desean –todavía al ralentí– los buenos días. Ese es el instante que escoge Juan para acercarse aún más y reafirmar el comienzo del día con un beso lento, suave y tierno al que ella responde al instante.

Por un momento se quedaron quietos, muy quietos, abrazados, como queriendo que los minutos se tornen horas.

Pero cuando ya la banda sonora enfilaba un tema de Sting, María vuelve su cabeza y al ver el reloj se sobresalta ¡las seis y cuarto! Arriba!!

Aún debe ceder un momento más para un beso rápido de Juan pero ya no hay vuelta atrás y cada uno por su lado de la cama ponen pie a tierra e intentan rápidamente colonizar el baño.

Al perder la competición para llegar a la ducha Juan sabe que hoy le ha tocado preparar el desayuno y aborda las escaleras para irse a la cocina.

Preparó el café, unas tostadas con mermelada de albaricoque y unas magdalenas.

Con todo ya preparado y servido en la barra de la cocina aparece María tonteando con una bajada de escaleras estilo Hollywood.

Desayunan apresuradamente pues aunque trabajan relativamente cerca de casa no les gustaba arriesgarse a llegar tarde para no tener que dar explicaciones.

Si Juan preparó el desayuno es ahora María la encargada de recogerlo todo para que él suba a asearse.

Coinciden minutos después frente al espejo vistiéndose y revisándose mutuamente para salir a la calle bien arreglados y perfumados.

Una vez en la calle todavía tendrán que caminar unos veinte minutos los dos juntos hasta llegar al edificio donde trabaja María, se despiden en la puerta con un beso, un abrazo y una mirada cómplice.

A Juan le quedaban otros veinte minutos a buen paso y con lo fresca que estaba la mañana no le venia mal apresurarse un poco y así entrar en calor.

De camino –y a falta de unos diez minutos para llegar– se encontró con Pedro que ahora era más un compañero de trabajo que verdaderamente un amigo.

Aunque es verdad que él no era quien para juzgar a nadie, no le había gustado el comportamiento de su amigo de entonces y lo que le había hecho pasar a Ana, por esto aunque seguían hablando cordialmente habían perdido aquella confianza de antaño.

Se saludaron rutinariamente y Pedro comenzó a hablarle sobre un error detectado en el software del sistema que le habían entregado al Gobierno y que estaban intentando arreglarlo contrarreloj para no incurrir en alguna penalización del contrato.

Juan, aunque parecía atento a sus explicaciones, realmente estaba rememorando como había comenzado el día y anotando mentalmente –para no olvidarse– que por la tarde, a eso de las cinco, quedaron de verse con unas amigas que María quería presentarle.

Llegaron a su empresa, Pedro se encaminó hacia el ascensor y Juan –fiel a su costumbre– aunque tuviera que subir dos pisos más que Pedro, se dirigió directamente hacia las escaleras.

Comenzaba la semana.

Regreso

El punto de encuentro de nuestros amigos este sábado no iba a ser como siempre su terraza preferida en la Puerta del Sol.

Durante la semana –vía grupo de WhatsApp– se habían puesto de acuerdo en ir todos juntos a Chamartín, comer en uno de sus restaurantes y despedir a Luis que salía esa misma tarde rumbo a Santiago.

Así que a las dos de la tarde se dieron cita en la estación, todos menos Xavi que pasaba el fin de semana en Barcelona echando unas horas extra corrigiendo exámenes.

La ley de educación seguía siendo la misma pero las “recomendaciones” del Ministerio competente habían provocado la reaparición de los –ahora– omnipresentes exámenes y la constancia y el rigor de las calificaciones estaba saturando al profesorado y provocando el aumento de las deserciones entre el alumnado.

Llegaron como tenían previsto a las dos –en estos momentos ser puntual se había convertido en algo imprescindible– y se dirigieron directamente al restaurante elegido.

La decoración tenía un toque minimalista exquisito, formas rectas, colores muy claros y una iluminación impresionante, todo ello rodeado de unas magníficas cristaleras que dejaban ver una gran parte de la ciudad.

Se dirigieron a la mesa que el maitre les asignó y una vez que se hubieron sentado y se quedaron a solas, Carmen –que buscaba como rayos sentarse cómodamente– soltó; todo muy bonito pero las sillas no están a la altura, y los demás le dieron la razón.

Como se entremezclaban varias sensibilidades gastronómicas, al poco rato convivían en la mesa unas croquetas de jamón, una ensalada con setas, espárragos al grill, un par de chuletones de Avila y algún que otro picoteo más, todo ello regado por un albariño joven recomendado por el camarero que les atendía.

Carlos decidió compartir con el grupo el rumor –cada día mas intenso– de que se iba a promover la redacción de una nueva Constitución para dar cobertura a todos los cambios legislativos que se estaban produciendo de facto.

Ninguno parecía creerse lo que habían oído, o más bien lo que les ocurría es que no querían creérselo y tampoco acertaban a imaginar que podría hacer la ciudadanía para revertir todo lo que estaba ocurriendo.

Acabaron de comer y como el tren tenía su salida a media tarde se dieron un paseo por el interior de la estación visitando algunas tiendas de paso que se dirigían hacia una de las cafeterías.

Se acomodaron en la cafetería y pidieron unos cafés y algunas copas.

Aunque la situación del país era cada vez más extraña, intentaban olvidarla –al menos momentáneamente– para intentar seguir con sus vidas con “normalidad”.

Luis explicó al resto el proyecto que Antonio estaba preparando para exponer en Bilbao y les ofreció conseguirles entradas si se animaban a ir.

Lo comentaron durante un rato y como a todos le vendría bien salir de Madrid para despejarse un poco del ambiente rancio que se estaba apoderando de la ciudad decidieron que si, que irían un fin de semana a airearse un poco y de paso a deleitarse con la obra de Antonio.

Carmen telefoneó a Xavi y le contó el plan para ver si podía organizarse e ir con ellos, y aunque él tenía que revisar su programación le prometió que haría todo lo posible para estar disponible ese fin de semana porque estaba deseando volver a verla.

La distancia les había enseñado que era importante cuidar y brindar apoyo emocional a la otra persona y ellos lo estaban consiguiendo manteniendo una comunicación constante y aprovechando todas las oportunidades que se les presentaban para reunirse.

Carmen se despidió con un beso y quedó en llamarle mas tarde, ya desde casa.

Le confirmaron entonces a Luis que si, que entradas para todos y que se verían en Bilbao dentro de un mes.

Le acompañaron hasta el control y entre besos y abrazos todos le desearon mucha suerte y le advirtieron que fuese precavido durante el viaje.

Pidieron un taxi y se fueron a sus casas.

Carmen inició su videoconferencia con Xavi, María y Juan no quisieron desaprovechar la noche del sábado y corrieron a su alcoba y en el último momento Ana y Carlos decidieron irse a un local nocturno, famoso por su programación de música cubana.

Luis

La primavera madrileña se caracteriza por sus frecuentes cambios de humor, a veces alegre con un sol radiante y un rato después su ánimo decaía bajo un gran chaparrón.

Anochecía y acababa de caer la mundial sin previo aviso, Luis –que estaba calado hasta los huesos– intentaba llegar hasta la calle Mayor desde la Plaza de España.

Conocía al dedillo aquellas callejuelas desde niño –se había criado allí mismo– y escogió la ruta más discreta y poco iluminada posible.

Cada veinte pasos volvía su mirada atrás para comprobar que nadie le seguía. Su expresión no dejaba lugar a dudas, estaba realmente atemorizado y era por eso que necesitaba llegar a su destino, a su único lugar seguro en aquella ciudad.

Después de media hora de requiebros por aquellas viejas calles de piedra, siempre alerta, siempre vigilante, por fin se encontraba en la calle Mayor a la altura del número once.

Se situó en la acera de enfrente y esperó unos diez minutos comprobando el discurrir de las personas calle arriba y calle abajo, no quería que nadie pudiese vincularlo con el portal al que quería acceder.

Una vez que tuvo claro que nadie le había seguido y que a los transeúntes su presencia le resultaba indiferente cruzó la calle apresuradamente y pulsó el botón del Atico A. 

Bajó su cabeza encapuchada escondiendo su cara para no ser reconocido a la espera de que le abrieran el portal.

De pronto sonó la voz adormilada de María; ¿quién es? se escuchó.

Luis –sin alzar mucho la voz le contestó– soy yo, tu hermano.

Carlos y Ana llevaban esperando una media hora en la cola del teatro Arlequín, habían decidido ir aquella noche a ver al humorista de moda en Madrid, era de los pocos que habían aguantado el nuevo sistema de censura previa aunque a costa de rebajar el tono del lenguaje utilizado.

Solamente habían conseguido dos entradas después de tres meses al acecho y sus amigos tendrían que esperar una mejor ocasión.

María estaba realmente sorprendida, ¿su hermano en Madrid? ¡pero si vivía en Santiago de Compostela!

Abrió la puerta y allí estaba Luis. Le dio un amoroso abrazo y enseguida se dio cuenta de que estaba empapado. Le hizo pasar y él cerró la puerta tras de si. Estaba a salvo.

En pleno curso académico era muy inusual que su hermano viniera a visitarla a Madrid, había que tener en cuenta que era Catedrático de Historia y ejercía en la Universidad de Santiago de Compostela y esto le suponía faltar a su puesto de trabajo.

María esperaba una explicación urgente porque por la forma en que se había presentado y el nivel de nerviosismo que mostraba, intuía que algo malo estaba pasando.

Además había venido solo –algo insólito– cuando siempre le acompañaba Antonio –su pareja–.

Se sentaron con un café caliente delante y Luis comenzó a explicarle la situación.

El cambio que se estaba experimentando en la Administración –representada por la Guardia Nacional– iba acorralando poco a poco a las minorías de todo tipo y en lo concerniente al colectivo gay, la marea reaccionaria se estaba convirtiendo en un tsunami.

En el imaginario popular se decía que se había reabierto el Hospital de Conxo como centro psiquiátrico y que allí estaban encerrando a algunos destacados activistas del movimiento gay.

Luis por su posición –un catedrático de renombre– estaba constantemente controlado por la Guardia Nacional pero por el momento era intocable.

El pasado fin de semana Luis y sus amigos estaban de camino a sus casas –en la parte alta de la zona vieja de la ciudad– cuando se tropezaron en la Plaza de la Quintana, –para quien no la conozca es una plaza cuadrada con entradas por sus cuatro esquinas, y fácilmente controlable por los guardias–,  con un destacamento de la Guardia Nacional y los insultos y vejaciones de estos desembocaron en un batalla campal.

Hubo varios detenidos y un Guardia malherido.

En medio de la confusión generada Luis consiguió escapar y esperaba que ninguno de los Guardias Nacionales lo hubiese reconocido.

Al día siguiente solicitó unos días libres en su Facultad y salió –con un salvoconducto que siempre tenía al día– hacía Madrid.

Pretendía pasar unos días en casa de su hermana hasta que se calmaran las aguas en Santiago.

María no daba crédito a lo que estaba ocurriendo y sobretodo la rapidez con la que se estaban generando todos estos cambios en el país.

El control de la Guardia Nacional se extendía implacable por todo el territorio nacional y la convivencia se iba haciendo cada día mas difícil y el ambiente mas irrespirable.

La vida sigue

Necesitaban su tiempo, más tiempo uno al lado del otro y dadas las circunstancias y los problemas para desplazarse tenían que exprimir al máximo las horas que le quedaban a aquel domingo.

Habían declinado la invitación de sus amigos para poder pasar este día ellos solos, sin planes definidos, sin ningún lugar que visitar, solamente estar juntos y deambular por la ciudad disfrutando de sus vidas.

Un par de años antes hubiesen estado en algún remoto lugar gozando de alguna experiencia única como volar en parapente, haciendo escalada o montando en globo, sin embargo ahora       –después de todo lo ocurrido– comprendieron que lo único realmente importante, no era lo que hacían, sino hacerlo juntos, unidos.

Por eso el mero hecho de poder pasear tranquilamente cogidos de la mano les parecía algo maravilloso.

Disfrutar de lo simple al lado de la persona que quieres y que te importa.

La noche anterior el Uber hizo solo dos paradas, la primera para dejar a Carmen y Xavi en su casa y la segunda –imprevista– fue en casa de Ana.

Fue una decisión casi espontánea, cuando el coche se paró delante de su casa Ana se volvió hacia Carlos y acercándose a él –evitando que el conductor la escuchase– le susurró al oído; quédate esta noche.

Se despidieron del conductor y entraron en el portal.

Ana vivía en un décimo piso y el ascensor era lento, demasiado lento y para cuando se abrieron las puertas nadie salió de el.

La casualidad –o la fatalidad– puso a la señora Josefa –vecina de Ana– justo en aquel momento delante de la puerta del ascensor con la bolsa de basura en la mano y acertó a gozar del espectáculo que se desplegaba ante sus ojos.

Los rizos pelirrojos de Ana –delicadamente alborotados– caían sobre su cara y  –aún vestidos– los dos estaban enlazados en un abrazo repleto de pasión y sensualidad.

Al ver a su vecina, Ana se recompuso enseguida y visiblemente ruborizada arrastró a Carlos cogiéndolo de la mano al interior de su casa y una vez se hubo cerrado aquella puerta se desbordaron sentimientos, afectos y emociones largamente sofocados en su interior.

A duras penas consiguieron recorrer el largo pasillo hasta llegar a la última habitación al fondo de la casa.

Allí –en esa habitación– se acabaron fundiendo en un largo baile de abrazos, besos y caricias que se prolongaron durante horas.

Si, daba la impresión de que se habían enamorado.

Eran las diez de la mañana, Juan y María esperaban en la nueva chocolatería del Pasadizo de San Ginés para desayunar con Ana y Carlos.

Habían quedado allí para luego acercarse a la Fuente de Neptuno para asistir a una exhibición de Fórmula I en la que estarían –luciendo sus coches y habilidades– el mexicano Checo Pérez y nuestro Fernando Alonso.

Diez y media, sonó el móvil, era Carlos disculpándose por la tardanza. Venían de camino.

Cuando colgó –Juan– esbozó una sonrisa y le comentó a María; parece que estos dos han tenido una noche movidita, me alegro por ellos, la verdad.

Quince minutos después –doblando la esquina– aparecía la nueva pareja cogidos de la mano, sonrientes y evidentemente felices.

Se saludaron y enseguida Ana hizo un aparte con María y le contó algo de lo que había ocurrido anoche.

María le dio un gran abrazo y se alegró al ver a su amiga realmente feliz después de tanto tiempo.

Como buenos amigos que eran los cuatro siguieron charlando y cuando salió a colación doña Josefa y el ascensor se partían de risa al imaginar como a la pobre señora parecían salírsele los ojos de las órbitas.

Los churros y el chocolate no se podían comparar a los de la antigua San Ginés pero era lo que había.

Salieron hacia Neptuno, iban caminando Ana y María delante y los chicos detrás.

Carlos le iba comentando a su amigo que había tenido mucha suerte con Ana y que a medida que la había ido conociendo durante estos dos últimos años se había enamorado sin remedio.

Ya iban tarde y en consecuencia no consiguieron un buen sitio para ver el espectáculo pero se lo pasaron bien de todos modos.

Tenían ante si al último Campeón del mundo de Fórmula I –Alonso– y el subcampeón –Pérez– en dos mil veinticinco fue la primera vez en la historia que los dos primeros clasificados eran hispanoamericanos, un nuevo hito para el deporte español.

Las diez de la noche, Carmen y Xavi entraban –con evidente desgana– en la estación de Atocha, a las diez y media salía el último AVE para Barcelona.

De pronto, tras una columna emergieron –por sorpresa– sus cuatro amigos que venían a despedirse y de paso a acompañar a Carmen a su casa.

Se abrazaron los seis y agradecieron el magnífico fin de semana que habían podido disfrutar todos juntos.

Xavi les adelantó que su traslado estaba bastante avanzado y que pudiera ser que en la próxima visita pudiese quedarse definitivamente lo que supuso una gran noticia para cerrar aquel fin de semana.

En el último momento todos se gritaron ¡que volvamos a vernos!

El cambio

Había pasado ya media hora desde que llegaron a la terraza y pidieron unos refrescos, eso suponía que les quedaba una hora hasta que tuvieran que irse.

El nuevo Ministerio de Industria y Comercio controlaba directamente la política de horarios en los locales públicos y se establecía un máximo de tiempo de estancia para el consumo, una hora y media.

Siguieron comentando los acontecimientos del día y Juan –bajando la voz– comenzó a contarles algo difícil de creer.

Su empresa acaba de recibir un extraño pedido desde el Ministerio del Interior y con un plazo de entrega imposible; un mes.

Pararon todos los proyectos en marcha lo que significó muchas llamadas a clientes explicándoles lo sucedido y provoco muchos enfados y algunas cancelaciones.

El encargo consistía en diseñar una aplicación informática por cada uno de los ministerios existentes –es decir once apps– todas ellas conformadas en tres secciones, una sección con un sistema de acceso público para introducción y registro de datos, otra de acceso restringido a los comandos de control desplegados en cada sector y una tercera de acceso exclusivo a los servicios de tratamiento de datos de Presidencia.

Una locura –comentó Juan– de esta forma el Gobierno tendrá un control absoluto –y en tiempo real– de toda la población.

¿Pero como había llegado el país hasta aquí?

Después de las elecciones de octubre de dos mil veinticuatro se desató una lucha titánica entres los dos cabezas de lista de la derecha y la extrema derecha, pugnando ambos por la Presidencia del país.

Ante la negativa del candidato de la derecha a conformarse con la vicepresidencia y los extremistas amenazando con la repetición de comicios, intervino –una vez más– su vicepresidenta –con la connivencia de su ejecutiva nacional– destituyendo a su jefe y postulándose ella misma como nueva presidenta de su partido.

Ella aceptó los términos de una capitulación que sumiría al país en una grave crisis, sobretodo moral.

De esta forma fue nombrada vicepresidenta en un Gobierno presidido por la extrema derecha. 

Fue así como tomaron el control del país los ultraderechistas.

Se acercaba el límite de tiempo y tenían que cambiar de cafetería si no querían tener un problema con la Guardia Nacional.

Ya que estaban todos reunidos por primera vez desde hacía meses decidieron irse a comer todos juntos y se encaminaron hacia una pizzeria cercana.

Cruzando Puerta del Sol se fijaron de que forma había cambiado la fisonomía de la ciudad.

Las balconadas de los edificios oficiales lucían –al lado de la bandera de España– unas banderolas con los símbolos del partido en el poder. Algo inaudito si estuviesen viviendo en un sistema democrático al uso.

Por la plaza patrullaban una docena de efectivos de la Guardia Nacional –fuertemente armados– reforzados por otros tantos agentes de la Policía Municipal, algo a todas luces excesivo pero típico del Estado policial en que se iba convirtiendo España mes a mes.

A su izquierda el antiguo edificio que albergaba la Store de Apple permanecía cerrado y con sus ventanas tapiadas. Hacía ya seis meses que la multinacional se había retirado del país dejando en la calle a todos su empleados repartidos por varias ciudades aunque lo que se rumoreaba es que les habían indemnizado muy generosamente y comprometiéndose a volver si la situación política mejoraba.

El bullicio de antaño había desaparecido, no había vendedores ambulantes, ni artistas callejeros amenizando la mañana, ni payasos, ni mimos,… nada, la nada más absoluta.

En poco tiempo el centro de la capital se había convertido en una ciudad de calles grises y silenciosas, con cientos de personas –también silenciosas– que pululaban con indisimulado nerviosismo ante tanto despliegue policial e intentando llegar lo mas rápidamente posible a su destino.

Juan, María y el resto del grupo también pertenecían a esta nueva especie de población atemorizada y siempre atenta a no dar un mal paso ante alguna autoridad de medio pelo.

Camino de la pizzería pasaron por el Pasadizo de San Ginés, donde había estado ubicada la chocolatería mas famosa de la capital que con ciento treinta y dos años de antigüedad había caído en desgracia.

Alguien muy cercano a los nuevos mandatarios pidió algún favor y de pronto el establecimiento comenzó a tener problemas de permisos, autorizaciones y altercados –posiblemente provocados– con intervención directa de la Guardia Nacional y cedió a la presión.

El siete de enero de dos mil veintiséis –quisieron celebrar una ultima navidad con sus clientes– cerraron sus puertas definitivamente.

Tres días después alguien compró el local y abrió la primera chocolatería del nuevo régimen. 

Llegaron por fin a la pizzería elegida y una vez dentro consiguieron respirar con mas tranquilidad.

Allí el reloj volvió a iniciar su cuenta atrás, noventa minutos para comer y marcharse a otro lugar.

Estaban muy cerca del ático de María y Juan y decidieron que el café lo tomarían en su casa y así no tendrían que estar pendientes de las normas de control del nuevo régimen.

Carlos –que trabajaba en el Congreso de los Diputados– no quería alarmar a sus amigos pero se rumoreaba que se estaba preparando una reforma exprés del Código Penal y uno de los artículos que se querían rescatar de la ley de mil novecientos cuarenta y cuatro era el cuatrocientos veintiocho.

El artículo en cuestión legalizaba el uxoricidio, en otras palabras o mejor, el literal del articulado era el siguiente.

“El marido que, sorprendiendo en adulterio a su mujer matare en el acto a los adúlteros o a alguno de ellos, o les causare cualquiera de las lesiones graves, será castigado con la pena de destierro.

Si les produjere lesiones de otra clase, quedará exento de pena.”

Sus amigos no podían creer lo que Carlos acababa de contarles e imaginaban que siendo este un ejemplo, todas las libertades y derechos conseguidos en años anteriores como el matrimonio igualitario, aborto, etc,… correrían la misma suerte.

Eran las nueve de la noche y aunque estaban muy a gusto charlando en casa de sus amigos, tenían que pensar en irse a sus casas.

Tal cual estaban las cosas no querían encontrarse deambulando de noche y tener un encontronazo “casual” con la Guardia Nacional así que llamaron un Uber que compartieron para llegar tranquilos a casa.

El país se había convertido en una ratonera y para sus adentros Carlos –que se enteraba de mas cosas por trabajar en la Carrera de San Jerónimo– no quiso alarmarlos más pero también se estaba proponiendo declarar un período constituyente para derribar la Constitución del setenta y ocho.

Los tiempos estaban cambiando.

Cervezas

Tres amigos delante de tres cervezas, dos de ellos todavía no entendían como Pedro había conseguido tirar por tierra sus años de relación con Ana.

Juan —que era el que mejor lo conocía— se lo puso claro, había hablado con Ana y —en su opinión— no había vuelta atrás.

Su comportamiento había sido humillante y su inmadurez había acabado con cualquier atisbo de reconciliación.

El había traicionado su confianza y ahora no podía exigir que le perdonara, en todo caso sería una decisión a tomar por ella y —en estos momentos—perdonarlo no se le pasaba por la cabeza.

Pedro intentó una inconsistente defensa, la típica de que había sido sólo un desliz, que se había visto desbordado por aquella compañera de trabajo.

Vamos que sólo le faltó decir que la culpa era de ella por haberlo seducido.

Como un adolescente, que digo adolescente? te has comportado como un niñato —le espetó Juan— los adultos arreglamos estos asuntos dando la cara, hablando y no revolcándonos en las mesas de la oficina.

Carlos —hasta ese momento mudo— intentó aplacar la furia que poseía a Juan por momentos y cambió radicalmente el objetivo de la conversación.

Verás Pedro hasta ahora nos hemos ido arreglando en mi apartamento pero tendrás que ir pensado en buscarte algo más definitivo, por lo que veo la reconciliación es imposible.

Pedro asintió y asumió de golpe la realidad del error cometido.

Pidió perdón a sus amigos y aquello encendió otra vez a Juan. ¿Perdón? ¿A nosotros?

A quien tienes que pedirle perdón es a Ana.

Zanjaron la discusión pero estaba claro que algo se había roto entre aquellos amigos y resultaría muy difícil de recomponer.

No muy lejos de allí tres chicas espectaculares se tomaban también tres cervezas en una terraza disfrutando del sol de primavera en un Madrid repleto de viandantes.

Era la primera vez que las tres, Carmen, María y Ana quedaban para tomar algo y conocerse mejor.

Ana se sintió acogida por sus nuevas amigas y realmente esto era lo que ellas pretendían.

Aunque solamente se trataba de conocerse y disfrutar de la tarde sin mayores preocupaciones, Ana necesitaba hablar, sacar a la luz todo lo mal que lo había pasado, en resumen, desahogarse.

Comenzó a relatarles lo que tuvo que vivir los últimos meses.

Al principio la dominaba una sensación de rabia que incluso hacía que se entrecortara cuando hablaba, pero se fue tranquilizando a medida que iba narrando lo ocurrido; cómo se había enterado, con que desprecio él la miraba cuando la trataba de loca, porqué según Pedro, todo eran imaginaciones suyas.

Pero a medida que pasaba el tiempo él se había vuelto mas despreocupado hasta que un día los pilló infraganti –en plena calle– muy acaramelados.

Se acercó a ellos y conteniendo las ganas de abofetearlo allí mismo solamente acertó a decirle que no volviese a casa, que ella le avisaría cuando podría pasar a por sus cosas.

Se dio la vuelta y se dirigió calle abajo sin saber realmente adonde iba, desorientada, humillada y furiosa, muy furiosa.

No pudo remediar que asomaran las lágrimas y cuando fue consciente de estar fuera de la vista de los “amantes de Teruel” rompió a llorar desconsoladamente y precisamente esto era lo que no quería que viese Pedro.

Se derrumbó por unos momentos pero era algo predecible, el golpe había sido muy duro y de difícil encaje para alguien que estaba realmente enamorada.

Tanto Carmen como María la felicitaron por haber reaccionado con tanta serenidad en un momento tan difícil.

Y acto seguido echaron mano del refranero, “no hay mal que por bien no venga” –dijo María– has perdido de vista a un impresentable y has ganado dos amigas incondicionales y ya veras como la vida es mucho mas bonita de lo que ahora mismo te parece.

Las chicas alzaron sus vasos y soltaron el consabido “por nosotras”.

Para rematar la tarde se les ocurrió organizar una cenita el próximo sábado con baile incluido, sólo María tenía una condición y se la expuso a sus amigas para ver que les parecía, y no era otra que poder llevar a Juan claro.

No hubo ninguna objeción pues al fin y al cabo todos eran amigos.

Compras

Cinco y media de la tarde, María y Carmen habían quedado para pasar la tarde juntas y decidieron verse en unos grandes almacenes en plena Gran Vía.

Tenían mucho que contarse e iban a necesitar varias horas para ello.

Las escaleras mecánicas estaban atiborradas de gente y decidieron subir hasta la segunda planta –ropa de mujer– por el ascensor del fondo.

Se abrieron las puertas y se dirigieron directamente a la zona de las rebajas y allí comenzaron buscando unos pantalones para María.

Carmen fue la primera en abrir fuego y se dispuso a dar cuenta a su amiga del resultado de su escapada a Barcelona.

Aquel fin de semana le había sentado de maravilla, además la forma de plantearlo –como una aventura sorpresiva– le había dado un realce inesperado.

Xavi se había quedado impactado cuando recibió su llamada para quedar a tomar un café en Plaza Catalunya, y –como le confesó después– se había alegrado mucho por la cita.

María estaba interesada realmente en como era Xavi, dejando de lado lo que pudiese haber ocurrido.

Fue entonces cuando su amiga le hizo una pequeña descripción de lo que había percibido de él durante esos días.

Carmen se había encontrado con una persona inteligente y con un gran sentido del humor que le demostró la primera noche participando en el karaoke de los chinos.

La mañana del sábado se levantó y Xavi le tenía preparado un desayuno espectacular, habían pasado la noche en su ático y ahora tocaba reponer fuerzas.

Aquel chico sabía cocinar y unas horas antes también le había demostrado que derrochaba pasión y romanticismo.

Un año antes ya le había demostrado ser una persona generosa y –lo mas importante– conseguía inspirarle confianza.

María estaba realmente impresionada por la descripción que le estaba haciendo su amiga y contenta porque la veía ilusionada.

Le deseó mucha suerte y le recordó que en un mes –o dos– tendrían que cenar todos juntos para conocer a tan maravilloso espécimen.

María por su parte le confirmó que todo iba muy bien con Juan y que ella estaba también muy ilusionada con lo que estaban viviendo.

No conseguían encontrar un pantalón que le quedase como ella quería y cada vez veía mas cerca la opción de pasarse a la ropa de temporada –mas cara– donde seguro encontraría algo que le gustase.

Cansadas de ir de aquí para allá se acercaron a una de las cafeterías para descansar un poco y tomarse un café con alguna pasta o algo parecido.

Ya sentadas y con mas sosiego María le comentó lo que le había ocurrido a la amiga de Juan –una tal Ana– y con la forma de ser de Carmen fue ella misma la que le dijo que Juan tenía que presentársela para salir juntas y –al menos– estar ahí por si necesitaba ayuda o apoyo.

Se levantaron y una vez pagada la consumición se volvieron a sumergir en un mar de jerséis, chaquetas y pantalones de todos los colores.

Iban caminando por el pasillo de los abrigos cuando a Carmen le sonó el móvil, al ver la pantalla levantó la cabeza y le dijo; Xavi, y María vio como sonreía y se le iluminaba el rostro al decirlo; su amiga estaba –definitivamente– enamorada.

Se apartó para hablar con él y María veía como gesticulaba con su mano libre y se reía con ganas así que la dejó con su conversación y siguió a la caza y captura de alguna prenda con la que sorprender a su chico en su próxima cita.

Media hora mas tarde volvió su amiga y le enseñó un top –mejor dicho una media docena– que se iba a probar así que se fueron a la zona del fondo donde se encontraban los probadores.

Tuvieron que ponerse a la cola y aun tardaron quince minutos en conseguir uno vacío.

En cuanto ella se probaba Carmen le iba dando cuenta de la conversación que acababa de mantener con Xavi.

Quería verla pronto pero no consiguieron cerrar una cita para antes de quince días, era difícil hacerlo antes a no ser que ella se desplazase el próximo fin de semana y se adhiriera a un grupo con el que Xavi hacía escalada y cuya actividad estaba programada desde hacía bastante tiempo.

La respuesta fue que de escalada nada al menos por ahora, ya que no tenía experiencia alguna y la verdad que le daba miedo.

Así que habrían de esperar quince días y hasta ese momento tendrían que contentarse con el teléfono y las videoconferencias –bendita tecnología–.

María salió de allí con tres top, dos pantalones y una blusa, porque llegó la hora de cierre que si no ella hubiese seguido.

Ya en la calle se despidieron porque tenían que seguir direcciones opuestas para volver a sus casas.

Al día siguiente se verían otra vez obligatoriamente a las siete de la mañana fichando a la puerta de las oficinas del Ayuntamiento.

María llamó a su chico y así el camino se le hizo mucho mas ameno.

Amistad

Sentado en el sofá de su casa —con un Baileys con hielo en su mano— Juan repasaba lo ocurrido aquellas semanas de locos que habían comenzado con un encuentro fortuito en plena calle de Postas.

El destino? La fortuna? El azar? O una mezcla de todo esto.

La deriva que había tomado su vida hasta ese momento se iba acercando peligrosamente a un “estar sin ser”, a una persona sin nadie con quien compartir o en quien confiar.

Aunque estaba acostumbrado a vivir solo y disfrutaba de su soledad, no podía negar que compartir parte de su vida con alguien como María le había sentado muy bien, sobretodo a su alma.

Los largos paseos, sus charlas interminables cada vez que salían a cenar, poder contemplarla cuando caminaba por la calle, solamente con eso era ya feliz.

Disponían de algunas tardes sueltas entre semana para verse y —aunque no todos— los fines de semana les resultaban suficientemente intensos como para compensar todos los días en los que no podían verse.

Esta tarde no podría ver a María, había quedado con Ana cuando saliese de la clínica.

Había retrasado este encuentro intentando que las aguas estuviesen más tranquilas pasados unos días.

Acabó su copa, se dio una ducha y se vistió para salir al encuentro de Ana en una tarde exquisitamente primaveral.

Ni una brizna de aire, una temperatura ideal —ni mucho calor, ni mucho frío—, el cielo de un azul deslumbrante y un entorno inmejorable, la Plaza del Conde del Valle de Súchil.

Había quedado allí en un banco del parque —hacia el sur— para escuchar lo que Ana quería decirle.

Imaginaba que en un primer momento escucharía muchos reproches hacia su amigo Pedro, pero a medida que transcurriera la conversación intentaría —como amigo de ambos— que al menos pudiesen verse para decidir que hacer.

Levantó la vista del móvil y allí estaba Ana acercándose a él, se levanto y fue a su encuentro, se dieron un abrazo y un par de besos en las mejillas y se sentaron en aquel banco verde, –repintado hasta la saciedad– donde se iba a dirimir, en parte, el futuro de una pareja.

Ana estaba visiblemente nerviosa y por momentos pareciera estar sufriendo un ataque de ansiedad.

Comenzó –entrecortadamente– a relatarle a Juan una serie de comportamientos de Pedro que –a la postre– una vez que falló su lealtad y dejó de respetarla como mujer, provocó que ella perdiera su confianza en él.

Había arrastrado todo este dolor –silenciosamente– desde hacía varios años, pero el ser tan permisiva solo había contribuido a que el problema fuera “in crescendo” hasta llegar a un punto en el que todo había estallado en mil pedazos.

No se veía con fuerzas, ni ganas para seguir adelante, –emocionalmente exhausta– solamente deseaba comenzar una nueva vida lejos de todo lo que significaba aquel “miserable”.

Pero no quería perder a sus amigos y por eso le había llamado, en aquel momento necesitaba mas que nunca tener cerca a los que ella consideraba como su familia.

Estaba claro que aquello tenía poca vuelta atrás y Juan no podía comprender como su amigo había arriesgado una vida casi perfecta por un par de revolcones de veinte minutos.

Ana era una pelirroja espectacular, divertida, cariñosa y leal y por lo que había visto hasta ahora, su amigo –como bien lo había descrito Ana– era un miserable.

Intentó algunas palabras de consuelo pero era difícil, sólo se le ocurrió que tendrían entre todos que cuidar a su amiga en estos momentos y aprovechó para hablarle de María, de Carmen y de como su vida estaba cambiando.

Le comentó que tenían que quedar una tarde con las chicas para animarse, nada de quedarse encerrada en casa.

Se habían entretenido bastante y se ofreció a acompañarla a la estación de metro mas cercana –Bilbao–, ya había oscurecido y ella le agradeció el gesto.

Una vez la hubo despedido se dirigió hacia su casa dando un largo paseo y aprovechó ese momento para llamar a María, no se habían visto ese día y la echaba de menos.

La llamada fue atendida casi de inmediato, pareciera que la estaba esperando, y después de decirle cuanto la había extrañado durante todo el día, comenzó a contarle parte de la conversación con Ana y como había visto la necesidad de apoyarla en este momento tan difícil para ella.

María estaba encantada de poder contar con una nueva amiga y ya comenzó a ajustar su agenda para preparar una merienda de chicas.

Adrenalina

En su mano izquierda una copa de vino blanco, mientras que su mano derecha repiqueteaba sobre la mesa y se acompasaba con su rodilla que no paraba de subir y bajar a una velocidad de vértigo.

Eran las seis de la tarde de un viernes que se repartía a partes iguales las etiquetas de primaveral y otoñal.

El sol no calentaba lo suficiente como para hacer olvidar aquella brisa fría —helada diría yo— que la atravesaba desde hacía ya unos quince minutos.

Acompañando aquella copa el camarero le había traído unos manises y unas papas fritas.

A su espalda podía leerse —en un inmenso letrero— Café Zúrich, había quedado allí con Xavi que se estaba retrasando y entre eso y la ventisca se estaba poniendo de los nervios.

De pronto notó una mano sobre su hombro derecho que no la dejaba girarse y estuvo a punto de exhalar un grito pero rápidamente Xavi se colocó delante de ella y casi hincando su rodilla derecha en el suelo le pidió perdón por el retraso.

Ella sonrió al verlo allí a sus pies y se le pasó el frío, se levantó, le dio un abrazo de bienvenida y antes de nada cogió su copa y se dirigió al interior del local.

Había pasado un año de su primer encuentro aquella noche en las Ramblas y ahora tocaba ver si podían dar algún otro paso.

Cuando sintió su mano sobre su hombro, su interior le dijo que no se equivocaba con este viaje.

Charlaron durante un buen rato de banalidades, de aquellas cosas sin importancia pero importantes porque cumplen una función vital para llegar a conocerse y a confiar.

Xavi le confesó que tras aquel breve encuentro había deseado volver a verla pero que –como nos pasa a todos– el día a día, el trabajo, los compromisos y también –porqué no admitirlo– la distancia les había hecho perder un año.

Carmen asintió y se sinceró con él en los mismos términos, pero ahora ella estaba allí, había dado un paso importante –desde su punto de vista– y entonces le preguntó directamente –a bocajarro– si creía que podían intentar establecer –aunque con el handicap de la distancia– una relación.

Los dos se miraron a los ojos y en una décima de segundo supieron –sin decirlo– que iban a meterse en un lío a lomos del AVE entre las dos ciudades.

Se hacía tarde y cambiaron de sitio, buscaron un restaurante en los alrededores y se fueron a cenar.

Sabían de antemano que no iba a resultar fácil llevar aquella relación adelante pero –al mismo tiempo– se veían capaces y estaban determinados a conseguirlo.

Se divirtieron de lo lindo durante la cena, casualmente habían entrado en un local cuyo mayor atractivo los viernes era,… el karaoke.

Cuando estaban con las copas un par de empleados del local comenzaron con las pruebas de sonido y anunciaron por megafonía que en diez minutos comenzaría el show.

Decidieron quedarse, les estaba gustando el ambiente y sabían que se iban a divertir.

Puntualmente diez minutos después comenzó el espectáculo, y no podían creerse lo que estaban viendo.

De repente vieron sobre el escenario cinco chinos –o a lo mejor eran japoneses– todos en fila para actuar y cuando sonaron las primeras notas de “Clavelitos” no podían parar de reírse, aunque tenían que reconocer que el cantante no lo hacía del todo mal, siempre que no nos fijásemos mucho en el acento de su voz, o como arrastraba las sílabas.

Pasaron la siguiente media hora entre carcajadas, canciones desafinadas y mucho humor.

Carmen –que se lo estaba pasando en grande– retó a Xavi a salir al escenario y aunque este intentó esquivar la escena,… no lo consiguió.

Le dio un beso como si se tratase de ir al frente y se encontró de repente subido al escenario haciendo cola detrás de otro chino que aún andaba por allí.

Desde allí le gritó a Carmen, “esto sí es una prueba de amor”.

Escogió su canción y se la dedicó, quería –además de divertirse– enviarle un mensaje a aquella chica tan valiente que estaba sentada allí observándolo.

Ella no lo sabía –aún no se conocían mucho– pero Xavi había tenido varios escarceos con el mundo de la música y se defendía muy bien con el micrófono.

Juan Luis Guerra fue su elección.

Debes ser audaz

La semana enfilaba la recta final, a golpe de jueves ya se vislumbraba el cercano horizonte del fin de semana.

Faltaban menos de veinticuatro horas, a las siete de la mañana del día siguiente estaría sentada en el AVE camino de Barcelona.

Había decidido salir temprano y aprovechar la mañana para darse un paseo por las Ramblas, ver algo de ropa y hacer el check-in del apartamento que había alquilado en el Barrio Gótico para el fin de semana.

Desde el lunes no había conseguido volver a ver a su amiga y aunque la había llamado en varias ocasiones, solamente hoy fue cuando consiguió localizarla.

Quedaron para comer en Arrabal –en la Plaza Mayor– a las dos de la tarde y Juan se les uniría para acompañarlas en el café y aprovecharía para conocerlo.

Pidió una caña en cuanto esperaba por María y llegó ella antes que la bebida, se alegraron de poder quedar y María comenzó a hablar sin parar, las palabras le salían a borbotones explicándole a Carmen como habían discurrido los últimos días al lado de Juan.

Todo lo que le contaba María no hacía mas que excitar la curiosidad de Carmen y la hacía desear que llegara el momento en que apareciera Juan para conocer a aquel hombre que había robado el corazón de su amiga.

El plan del fin de semana en la sierra le parecía fantástico y las dos riéndose alborotadamente gritaron al unísono; parece que Madrid se va a quedar vacío este finde!!!

Siguieron confidencia tras confidencia y por su parte Carmen le explicó a su amiga los pormenores de su escapada a Barcelona y que la había planteado como una sorpresa sin avisar a Xavi, quería hacerlo de una forma especial.

María intentó hacerle ver lo arriesgado de la apuesta pero ella quería ese plus de adrenalina y observar directamente la reacción de su posible pretendiente.

Los solomillos –poco hechos– que habían pedido estaban exquisitos y ya habían caído. Estaban acabando con el postre cuando vieron entrar a alguien pero al contraluz no conseguían discernir quien era hasta que se fue acercando y si, Juan había llegado.

Carmen se dijo así misma que su amiga había acertado –al menos a primera vista– derrochaba empatía, respeto y autenticidad.

Cuando llegó saludó a María muy afectuosamente y a ella con un respeto exquisito.

Se sentaron los tres y pidieron los cafés y unas copas, la tarde se barruntaba larga.

A Juan le gustó la idea de Carmen de presentarse en Barcelona sin previo aviso, le parecía una manera audaz de afrontar la situación.

Estas dos chicas eran muy audaces y decididas, le gustaban.

Pusieron en marcha el temporizador y se conjuraron para estar en un mes, los cuatro cenando juntos en,… cualquier lugar de la península, les daba igual.

En un momento que Juan se excusó para ir al servicio, Carmen aprovechó para confesarle a su amiga que le encantaba este chico para ella –no creía que la diferencia de edad fuese algo de lo que preocuparse– y la impresión que le daba es que estaba coladito por ella pues se había fijado en como la miraba y como parecía quedarse embelesado cuando ella hablaba.

Cuando volvió Juan le preguntaron por su trabajo, como era aquello de la programación y la informática.

El estuvo un rato explicándose hasta que se dio cuenta de que no estaban entendiendo ni papa de lo que decía al ver sus caras de incomprensión y cerró el asunto con una explicación muy sencilla; programo apps.

Con este primer encuentro comenzaba una etapa que también es muy importante para que una pareja pueda crecer sin aislarse del resto de la gente y es la de mezclar los mundos que cada uno de los dos aporta a esa relación.

Es una forma de enriquecerse mutuamente y ampliar sus círculos personales.

Se despidieron de Carmen y se acercaron al FNAC, en concreto porque María –una fan impenitente de los libros de papel– quería comprarse una nueva edición de El Lobo Estepario de Hermann Hesse, pues aunque ya lo había leído esta última edición venía con una serie de comentarios al margen, algo así como una versión extendida del autor.

Caminando hacia su destino se entrelazaban tan armoniosamente que parecieran una sola persona.

Encontraron el libro y aunque era –relativamente– temprano se encaminaron hacia la ya famosa buhardilla de la calle Mayor para pasar un buen rato y aunque Juan ya había comprado alguna ropa, insistió en que esta noche tenía que ir a dormir a su casa, la cual no había pisado desde el lunes.

María le prometió que se lo pensaría y dentro de un par de horas le daría respuesta.

Atardecer

Eran las cinco menos diez y allí estaba en la Calle Mayor a la altura del numero once, a medio camino entre Sol y la Plaza Mayor y a un suspiro de la Casa del Jamón.

Buscó en la placa del videoportero el ático A y pulsó el botón correspondiente con decisión. En menos de diez segundos escuchó aquella bonita y aterciopelada voz, se identificó y la puerta se abrió mágicamente.

Aunque no era amigo de los ascensores, esta vez eran cinco pisos y prefirió subir metido en aquella caja de metal que siempre le daba la impresión de que podría fallar y dejarlo allí un buen rato.

Llegó sin problema alguno y cuando iba a llamar a la puerta observó que ya estaba abierta esperando que el la traspasara.

Dentro le esperaba María que lo recibió con uno de esos jugosos abrazos que comenzaban a hacerse tradicionales.

La encontró,… hermosa –no encontraba otra palabra– y al mismo tiempo halagado al poder disfrutar de su compañía.

Estaba ya preparada para salir, esta vez había dejado de lado los pantalones y lucía un vestido que se acercaba a su rodilla sin llegar a ella, con un regusto vintage, muy al estilo años sesenta y de un color rosa palo que a Juan le pareció que encajaba perfectamente en aquel cuerpo que el comenzaba a conocer.

Salieron al descansillo, cerraron la puerta tras de si y penetraron en la caja metálica cogidos de la mano dispuestos a disfrutar del paseo vespertino.

Al llegar a la calle y estando tan cerca decidieron intentar un segundo asalto a San Ginés –la chocolatería– como si quisieran sellar algo que había nacido en aquel lugar, pero esta vez fue imposible pues estaba hasta arriba de gente y había cola para entrar.

Enfilaron hacia Sol y poco después estaban disfrutando de la tarde en la terraza del Hotel Europa frente al reloj más famoso del país.

La caída del sol y sus últimos rayos del día bañaban de un tono rojizo las paredes de aquellos vetustos edificios.

El atardecer era un momento mágico perfecto para albergar confidencias, conjuras o traiciones.

Se habían sentado de frente a la plaza, al mismo lado de la mesa con sendas copas de vino, lo que les permitía –apoyados el uno en el otro– disfrutar observando como discurría la vida frente a ellos.

Un par de niños –hermanos indiscutiblemente– se peleaban por un mismo juguete, dos abuelos –cogidos del brazo– paseaban charlando animadamente como seguro que habían hecho durante los últimos cincuenta años a juzgar por las edades que aparentaban. Una pareja de policías hacía su ronda habitual intentando controlar cualquier detalle sospechoso que delatara a algún posible carterista.

Y ellos, sentados allí, disfrutaban del espectáculo en silencio pero acompañándose.

Después de un ramillete de besos furtivos hablaron de lo absurdo que fue dejar pasar tanto tiempo sin atreverse a dar el paso creyendo ambos que al otro lado no se compartía el mismo interés. Como vulgarmente se dice, el uno por el otro y la casa sin barrer.

Acordaron –sobre todo– ser sinceros, tanto el uno con el otro, como -y quizá mas importante– consigo mismos.

Hablaron mucho de sus gustos, se contaron trozos de películas, de libros, se rieron de chistes malos y poco a poco se iban conociendo, acostumbrándose a ser dos y descubriéndose.

Trazaron ya algún plan juntos, concretamente una pequeña escapada a la sierra el siguiente fin de semana, lo necesitaban para pasar algún tiempo juntos y la época –en plena primavera– era la ideal.

No querían por el momento ir mas allá, no querían correr para evitar el riesgo de algún tropiezo inesperado.

Estos primeros días se verían un rato por la tardes pues los horarios –sobre todo los de Juan– no ayudaban mucho.

Pidieron la cuenta y paseando por la calle del Carmen llegaron hasta la Plaza de Callao, que a esas horas estaba repleta de gente bulliciosa que iba de un lado a otro corriendo, paseando o simplemente observaban las carteleras para decidir que película ver esa noche.

Bajaron Gran Vía y después comenzaron a callejear ya en dirección al ático de María.

Por aquellas callejuelas –apenas iluminadas– iban deliberadamente lentos y a cada tanto, en las zonas mas discretas de cada calle se fundían en un mar de abrazos y besos.

Un recorrido de menos de quince minutos a ellos se le convirtieron en cuarenta y cinco pero lo hubiesen hecho gustosamente un poco mas largo.

Cuando llegaron delante del numero once de la calle Mayor Juan se dispuso a despedirse pero María agarró su mano con firmeza y lo arrastró al interior del portal.

Aquella noche Juan no pisaría su casa.