La magia de una sonrisa sincera es imposible de igualar.
Sonreír no cuesta nada, pero puede iluminar las veinticuatro horas de un día.
Paseando por el parque –cabeza gacha– después de un difícil día en el trabajo, perdida en tristes pensamientos descubrió una sonrisa que la hizo detenerse.
Aquella niña con su perro –ajena a todo lo que la rodeaba– no dejaba de jugar y reír despreocupadamente.
Se sorprendió a si misma observando aquella expresión de pura alegría de la que parecía estar contagiándose por momentos hasta el punto de descubrir como sus propios labios se curvaban en una bonita sonrisa.
De pronto –sin razón aparente– levantó la cabeza, enderezó su cuerpo y el peso de aquel funesto día pareció desvanecerse.
Continuó con su paseo e inconscientemente sonrió al vendedor de los helados y él –sin dudarlo– le devolvió la sonrisa amablemente.
Más adelante se cruzó con una pareja de desconocidos que paseaban de la mano y probó con otra sonrisa a la que ellos asintieron –sorprendidos– pero a su vez mostrando un especial brillo en sus miradas.
De regreso a su casa se percató de que algo había cambiado en su interior.
Algo tan sencillo y cotidiano como una sonrisa se había revelado como algo poderoso.
Ella había sentido como aquella sonrisa recibida había transformado su propia energía y de alguna forma ella misma parecía haber mejorado el día de otros.
Desde aquel momento, entendió –sorprendentemente– que una sonrisa es un lenguaje universal, un puente entre almas.
La sonrisa nos recuerda que la belleza de la vida está en los pequeños gestos, en esas conexiones fugaces que nos hacen sentir menos solos.
Sonreír, pensó, es el regalo más simple y más maravilloso que podemos compartir.