Atardecer (Cap. X)
Eran las cinco menos diez y allí estaba en la Calle Mayor a la altura del numero once, a medio camino entre Sol y la Plaza Mayor y a un suspiro de la Casa del Jamón.
Buscó en la placa del videoportero el ático A y pulsó el botón correspondiente con decisión. En menos de diez segundos escuchó aquella bonita y aterciopelada voz, se identificó y la puerta se abrió mágicamente.
Aunque no era amigo de los ascensores, esta vez eran cinco pisos y prefirió subir metido en aquella caja de metal que siempre le daba la impresión de que podría fallar y dejarlo allí un buen rato.
Llegó sin problema alguno y cuando iba a llamar a la puerta observó que ya estaba abierta esperando que el la traspasara.
Dentro le esperaba María que lo recibió con uno de esos jugosos abrazos que comenzaban a hacerse tradicionales.
La encontró,… hermosa –no encontraba otra palabra– y al mismo tiempo halagado al poder disfrutar de su compañía.
Estaba ya preparada para salir, esta vez había dejado de lado los pantalones y lucía un vestido que se acercaba a su rodilla sin llegar a ella, con un regusto vintage, muy al estilo años sesenta y de un color rosa palo que a Juan le pareció que encajaba perfectamente en aquel cuerpo que el comenzaba a conocer.
Salieron al descansillo, cerraron la puerta tras de si y penetraron en la caja metálica cogidos de la mano dispuestos a disfrutar del paseo vespertino.
Al llegar a la calle y estando tan cerca decidieron intentar un segundo asalto a San Ginés –la chocolatería– como si quisieran sellar algo que había nacido en aquel lugar, pero esta vez fue imposible pues estaba hasta arriba de gente y había cola para entrar.
Enfilaron hacia Sol y poco después estaban disfrutando de la tarde en la terraza del Hotel Europa frente al reloj más famoso del país.
La caída del sol y sus últimos rayos del día bañaban de un tono rojizo las paredes de aquellos vetustos edificios.
El atardecer era un momento mágico perfecto para albergar confidencias, conjuras o traiciones.
Se habían sentado de frente a la plaza, al mismo lado de la mesa con sendas copas de vino, lo que les permitía –apoyados el uno en el otro– disfrutar observando como discurría la vida frente a ellos.
Un par de niños –hermanos indiscutiblemente– se peleaban por un mismo juguete, dos abuelos –cogidos del brazo– paseaban charlando animadamente como seguro que habían hecho durante los últimos cincuenta años a juzgar por las edades que aparentaban. Una pareja de policías hacía su ronda habitual intentando controlar cualquier detalle sospechoso que delatara a algún posible carterista.
Y ellos, sentados allí, disfrutaban del espectáculo en silencio pero acompañándose.
Después de un ramillete de besos furtivos hablaron de lo absurdo que fue dejar pasar tanto tiempo sin atreverse a dar el paso creyendo ambos que al otro lado no se compartía el mismo interés. Como vulgarmente se dice, el uno por el otro y la casa sin barrer.
Acordaron –sobre todo– ser sinceros, tanto el uno con el otro, como -y quizá mas importante– consigo mismos.
Hablaron mucho de sus gustos, se contaron trozos de películas, de libros, se rieron de chistes malos y poco a poco se iban conociendo, acostumbrándose a ser dos y descubriéndose.
Trazaron ya algún plan juntos, concretamente una pequeña escapada a la sierra el siguiente fin de semana, lo necesitaban para pasar algún tiempo juntos y la época –en plena primavera– era la ideal.
No querían por el momento ir mas allá, no querían correr para evitar el riesgo de algún tropiezo inesperado.
Estos primeros días se verían un rato por la tardes pues los horarios –sobre todo los de Juan– no ayudaban mucho.
Pidieron la cuenta y paseando por la calle del Carmen llegaron hasta la Plaza de Callao, que a esas horas estaba repleta de gente bulliciosa que iba de un lado a otro corriendo, paseando o simplemente observaban las carteleras para decidir que película ver esa noche.
Bajaron Gran Vía y después comenzaron a callejear ya en dirección al ático de María.
Por aquellas callejuelas –apenas iluminadas– iban deliberadamente lentos y a cada tanto, en las zonas mas discretas de cada calle se fundían en un mar de abrazos y besos.
Un recorrido de menos de quince minutos a ellos se le convirtieron en cuarenta y cinco pero lo hubiesen hecho gustosamente un poco mas largo.
Cuando llegaron delante del numero once de la calle Mayor Juan se dispuso a despedirse pero María agarró su mano con firmeza y lo arrastró al interior del portal.
Aquella noche Juan no pisaría su casa.