Lanzarote

Siempre Lobos, siempre Lanzarote

Se agradecía la brisa a orillas del mar pues de otra forma el sol —que apretaba de lo lindo— sería inaguantable.

Al levantar la vista lo primero que se podía ver era la soledad, si la soledad puede verse si uno se fija bien.

Y justo ahí delante, tres pasos más allá de esa misma soledad se levanta majestuoso el islote de Lobos, que pareciera poder tocarse solo con estirar un poco el brazo.

El pequeño canal —el río— que lo separa de Fuerteventura —su hermana mayor— evoca viejas leyendas de piratas y tesoros hundidos o quizá enterrados a buen recaudo bajo la arena dorada de alguna de sus idílicas playas a la espera de que algún visionario loco lo encuentre.

Un poco más allá se divisa —imponente— nuestra compañera en medio de este océano que nos rodea, me refiero a Lanzarote.

Divisarla en el horizonte —además de recordarnos que no estamos solos en medio del mar— nos tranquiliza, podemos percibir que en un momento de necesidad, penuria o escasez, tenemos a nuestro alcance alguien en quien confiar.

El manto marino que se extiende ante nosotros pareciera una auténtica autopista de múltiples carriles por donde discurre de isla en isla la vida, nuestra vida.