Hay lugares –países– que son icónicos, de esos a los que hay que ir –al menos– una vez en la vida.
Y es verdad, cuando recorres sus calles o descubres sus callejuelas empedradas desde hace cientos de años no puedes por menos que viajar en tu mente a ese pasado que todos hemos estudiado en los libros, ahí donde Calígula se emborrachaba de poder o Nerón arrasaba Roma con un incendio trágicamente destructor.
Pero Roma es mucho mas, impresiona la cantidad de edificios históricos que se acumulan en sus calles, realmente hay momentos en que no sabes hacia donde debes dirigir tu vista.
El Coliseo, el conjunto de Pisa, Florencia y su Ponte Vecchio o cualquiera de sus múltiples plazas, museos, palacios o iglesias, todo es colosal en Italia.
Resulta curiosamente extraña la sensación que te embarga cuando paseas por las calles de Roma, puedes percibir que estas realmente en el centro del Imperio.
En sus puntos mas emblemáticos no ha perdido ni un ápice de su grandiosidad.
Junto a estos grandes y reconocidos lugares también se hace imprescindible el callejear, el discurrir por esas pequeñas vías que antaño pisaron también los antiguos moradores.
Es ahí donde se puede uno empapar de la verdadera esencia de la vieja Roma, recorriendo sus pequeños comercios, bares y cafeterías.
Y como punto neurálgico encontramos el Vaticano, ese lugar de intrigas, traiciones y misterios irresolubles donde se mezclan la ciencia y la fe tratando de encontrar alguna explicación racional a todo lo que ocurre detrás de sus muros.
Roma debe ser visitada varías veces con calma y en buena compañía, así lo hice yo en las dos ocasiones que tuve el privilegio de poder ir y comerme una fabulosa pizza y un típico e insuperable helado italiano.
No dejen pasar la oportunidad –si esta se les brinda– de pasar unos días visitando esta maravilla.