amistad

Decir te quiero

Sentado en la escalinata del monumento a Cervantes se recreaba observando a unos chiquillos correteando en el parque mientras esperaba la llegada de Andrea.

Escasamente cinco minutos después llegaba ella luciendo aquella larga melena que tan bien le caía sobre los hombros.

Se entrelazaron en un largo abrazo, se intercambiaron unas miradas delatoras y se dieron un beso de esos, de esos que delatan todo lo que se habían echado de menos desde su última cita.

Con un rápido movimiento de prestidigitador, Juan se sacó de algún sitio una rosa roja que ofreció a Andrea y ella le dedicó una amplia e irresistible sonrisa acompañada de otro abrazo inmenso.

Era temprano y decidieron dar un paseo por los parques y jardines de los alrededores, se cogieron de la mano y se encaminaron hacia el Templo de Debod.

La luna –en cuarto menguante– pero aún bastante luminosa impregnaba la noche de una atmósfera especial.

Los dos creían estar viviendo una historia increíble, paso a paso, sin precipitarse, pero convencidos de que tenían un futuro juntos.

Paseando de la mano –sin más pretensiones– eran felices, saboreando aquellos pequeños placeres de la vida, eran felices, compartiendo un momento –su momento– eran felices, no necesitaban mucho más.

Juan le confesó las dudas que le embargaban y los sentimientos cruzados que a veces le invadían pero reconoció que estando a su lado todo se convertía en un momento de auténtica felicidad e intuía un bonito futuro a su lado.

Ella escuchaba en silencio –atentamente– y asentía sobre las palabras de él y una vez que Juan se quedó en silencio le dijo; te quiero.

Juan, que nunca había conseguido desprenderse del todo de esa sensación de no estar a la altura de su pareja, se quedó mirándola y con los ojos vidriosos no le dijo el consabido, yo también, lo primero que le salió fue un, yo te adoro.

Se fundieron en un abrazo infinito.

Se hacía tarde, eran ya las diez de la noche y apuraron el paso hacia la Plaza Mayor donde habían quedado con sus amigos para cenar algo y disfrutar de un concierto que se iba a celebrar en la mismísima plaza.

Allí les esperaban Carlos, Xavi, Carmen, Ana y Aura que había pasado la tarde con sus “tíos” y en cuanto les vio acercarse se fue corriendo a abrazarse a su padre.

Las chicas –siempre más atentas a los detalles– enseguida se dieron cuenta de que aquello marchaba viento en popa, venían los dos de la mano, sonrientes y muy dicharacheros, aprovecharon el momento para arropar a Andrea abrazándola y haciéndola sentirse como una veterana del grupo, como en su casa.

Se aislaron las tres en una esquina de la mesa e intentaron que Andrea les corroborara lo que ellas ya daban por hecho y,… si, Andrea les confirmó que su relación con Juan aunque muy incipiente iba por muy buen camino y que estaban muy ilusionados, además, de lo que vivieron en sus pasadas experiencias habían aprendido que lo que marca la diferencia no son los grandes fastos sino los pequeños detalles.

Una rosa –les dijo– una rosa con la que no contaba me emocionó como no os lo podéis imaginar.

Las tres se abrazaron y visiblemente emocionadas se volvieron hacia sus chicos dispuestas a disfrutar de la noche.

Se pidieron unos típicos bocadillos de calamares, unas cervezas y comenzaron a sonar los primeros compases de la atracción de la noche, Rosalía recordando aquel tema ya viejo pero entrañable, “Malamente”.

No necesitaba más, sus amigos, su nueva chica, su hija y una nueva vida por delante.

Plaza de España

Aquella noche con Andrea hizo que Juan recapitulara todo lo acontecido en los últimos tres o cuatro años y —a su vez— se replanteara su presente y su futuro, ese futuro que cada vez se le asemejaba más a un pasar los días luchando contra la rutina y con aquella terrible sensación de que todo estaba acabado y de que su vida —más allá de cuidar de su hija— no tenía ningún objetivo.

Aquel encontronazo con la vida le había removido muchas sensaciones adormecidas en su interior y había despertado algún atisbo de esperanza por lo que podría venir en adelante.

También le había llevado a rememorar algunos de sus momentos más felices del pasado reciente.

Sin saber muy bien porqué, le vino a la mente aquella cena en Barcelona con Carmen y Xavi al poco tiempo de su compromiso.

María y él alquilaron un pequeño loft para el fin de semana y Carmen se quedó en casa de Xavi.

Pasaron un fin de semana espectacular paseando por las Ramblas, entrando en La Boquería y quedándose extasiados al ver aquellos puestos de venta llenos de colorido y frescura, repletos de frutas, legumbres, pescados, carnes y dispuestos a cumplir con cualquier antojo que se nos pudiese apetecer.

Encontraron de todo lo que les gustaba y mas tarde en casa de Xavi prepararon una cena espectacular.

Repasando aquellos momentos en su mente se daba cuenta de la gran suerte que había tenido y de que además nunca recordaba ningún capítulo desagradable en su relación.

Aquel fin de semana en Barcelona fue el sello perfecto para aquel naciente vínculo de Carmen y Xavi. Para él supuso un paso más en la consolidación de su relación con María.

No sabía porqué le había asaltado aquel recuerdo del pasado pero —sea como fuere— la verdad es que de esos momentos tenía muchos al cabo del día y le gustaba que así fuese aunque algunas veces esos mismos recuerdos le dejaran malherido.

Y ahora –con todo lo vivido a sus espaldas– se le abría una nueva esperanza, que no tenía porque ser ni mejor, ni peor que lo vivido sino distinto, otro momento, otra oportunidad.

Su debate, –su lucha interna– era importante pues se jugaba dos formas muy distintas de afrontar su futuro y la decisión que tomara condicionaría su vida en adelante.

Había pasado una semana desde aquel encuentro con Andrea y habían vuelto a quedar para disfrutar de una tarde de sábado juntos –que les vendría muy bien– para intentar afianzar aquella incipiente relación.

Se encontró frente al espejo preparándose para la cita y se sorprendió porque después de mucho tiempo se removían en su interior –entrelazados– el temor y la esperanza.

Eran las siete de la tarde y salió hacia la Plaza de España –muy bonita después de la ultima remodelación– donde había quedado con Andrea.

La tarde se había quedado gustosa para el paseo, ni una pizca de viento, una temperatura veraniega y un cielo que dejaba entrever las primeras estrellas que posiblemente se verían opacadas mas tarde pues era noche de luna llena.

Gran Vía abajo sentía como su corazón se aceleraba pero no acertaba a discernir si era ilusión o congoja, su batalla interna seguía muy viva.

Andrea

La noche se extendió hasta casi el amanecer, después del baile –a eso de las dos de la madrugada– lo que iba a ser un regreso a casa se convirtió –sin pretenderlo– en un largo paseo durante el cual –en la tranquilidad de la noche– fueron intercambiado experiencias, vivencias y casi sin darse cuenta estaban pasando de ser dos persona que se conocían a iniciar una senda de amistad.

A los dos les parecía estar en otro universo, ella porque había encontrado a alguien que sabía escuchar y él porque hacia mucho tiempo que no se encontraba tan a gusto con alguien.

Andrea venía de una experiencia –como se solía decir ahora– tóxica, una pareja que buscaba disponer de una mujer bella, dulce, siempre correcta ante la sociedad e inteligente.

El problema era que Ernesto –que así se llamaba aquel sujeto– exigía de Andrea una sumisión extrema y una entera disponibilidad para todos sus caprichos.

Un tipo de relación totalmente fuera de lugar hacía ya muchos años y que acabó por dinamitar la relación. Las mujeres actuales más que princesas desean ser guerreras, o al menos una conjunción de todos estos valores.

Juan no entendía que existiesen aún hombres con esa escala de valores y cuando se encontraba algo así –como los casos de Pedro y Ernesto– lo achacaba siempre a un fracaso de nuestro sistema educativo.

La experiencia de Juan era totalmente contraria a lo que había tenido que sufrir Andrea, él había mantenido una relación extraordinaria que solamente se había truncado por una fatalidad y –ahora– tres años después había aprendido a vivir con ello.

Los dos parecían –desde sus distintas experiencias– comprenderse y compenetrarse bastante bien y comenzaban a confiar el uno en el otro.

Comenzaba a refrescar y Andrea no pudo reprimir un escalofrío que no pasó inadvertido para Juan.

Le ofreció su cazadora y aunque –en un primer impulso– ella la rechazó educadamente, no se opuso a un segundo intento ante la insistencia de él pues realmente tenía frío.

Juan le colocó la chaqueta sobre sus hombros y ella agradeció el gesto cogiéndole del brazo y arrimándose a él para compartir el calor de sus cuerpos.

Aquel paseo les había llevado a las puertas del Retiro y aunque era un recinto cerrado a esas horas, ellos conocían –al igual que muchos madrileños– una pequeña brecha al oeste de la valla, por la cual penetraron y así disfrutar del parque en soledad.

Ninguno de los dos parecía tener prisa por acabar aquella curiosa cita, ella porqué –después de mucho tiempo– volvía a sentirse segura al lado de un hombre y él porqué –también después de mucho tiempo– había conseguido dejar atrás una sensación de infidelidad que –evidentemente– no tenía ningún sentido.

Se sentaron en un banco con el lago a la vista, y así, acurrucados el uno contra el otro permanecieron durante un buen rato totalmente en silencio, diríase que cada uno –para sus adentros– intentaba comprender el significado de aquella situación -si es que significaba algo– y las consecuencias que podrían surgir de aquello.

Ninguno quería romper el silencio, no entendían porqué pero se sentían bien así, como si cada uno de ellos ejerciese sobre el otro un halo protector que los aislaba del resto del mundo.

Aquel momento –que les pareció hermosamente eterno– fue, al fin, interrumpido –muy a su pesar– por Andrea.

Se incorporó –separándose levemente de él– y dejándose llevar por su corazón acercó sus labios a los suyos y le besó.

Juan –todavía aturdido– se disculpó por dejarse llevar por sus emociones en respuesta a su beso, pero ella le hizo callar y volvió a besarle otra vez.

Aquellas dos almas –sin rumbo fijo– parecían haber encontrado el uno en el otro, confianza, sinceridad y lealtad.

Eran ya las cuatro y media de la madrugada y aún quedaba un buen trecho hasta el ático así que comenzaron el camino de vuelta, todavía abrazados, aunque ya no sentían tanto frío.

En el camino de vuelta Andrea le confesó que era su cumpleaños y que tenía la sensación de haber recibido un gran regalo de la mano del destino.

Era veintitrés de junio, había luna llena y Juan no se creía lo que acababa de suceder, pero estaba viviendo un momento de extrema felicidad.

Montmartre

Cuándo te enfrentas con algo irremediable es normal quedarse paralizado, sin palabras, pareciera que el mundo se hubiese detenido, o al menos “tu mundo”.

A veces –pasado un breve lapso de tiempo– tu mundo se reinicia, asumes lo ocurrido, aprendes a vivir con ello o simplemente no tienes más opción que beberte tus lágrimas y seguir adelante.

A veces –aunque pasen varios años– tu mundo sigue en pausa, esperando –sin saberlo– algo que te indique cual es el camino a seguir, como afrontar el siguiente paso en tu vida.

Seguir adelante es duro y si estás solo aún más, por eso importa tanto –en esos momentos– tener a tu alrededor un buen puñado de amigos en los que apoyarte. Con los que compartir, en los que confiar y a veces –muchas veces– es suficiente con que solamente acepten disfrutar de un buen café contigo.

Tres años después –dos mil treinta– su mundo seguía totalmente paralizado y solamente conseguía sostenerse –a duras penas– sobre dos pilares, los únicos dos pilares que le quedaban, sus amigos y su hija.

Aquella pequeña era –al mismo tiempo– una bendición y una triste evocación de los tiempos felices que había vivido, un recuerdo constante de aquello que había perdido.

Aquellos tres años serían –pasara lo que pasara en el futuro– inolvidables, ocuparían por siempre una porción de su corazón.

Habían compartido su primer viaje a París, una semana de largos paseos –cogidos de la mano– por los infinitos parques y alamedas de la ciudad.

Los puentes sobre el Sena, Notre Dame, la torre Eiffel, todos esos lugares fueron testigos de su felicidad pero era Montmartre –en lo alto de la colina– ese lugar rebosante de artistas y bohemios, el que identificaron como especial e inolvidable para ellos.

Todo aquello no era más que un recuerdo –precioso si– pero un recuerdo, y ahora era el momento de enfrentar la vida sin su presencia, cada día al despertar se decía a si mismo siempre las mismas palabras, “María ya no está”.

Como si tuviese que convencerse cada día y recordarse a si mismo cual era la realidad para distinguirla de sus sueños.

Se levantaba y se dirigía hacia la camita del otro lado de la habitación y observaba –sin hacer ruido– como aquella preciosa niña –con los ojos de miel de su madre– respiraba profundamente, confiada, no siendo consciente todavía de cuan trágica había sido su llegada a este mundo.

Después de ese momento de puro amor que le dedicaba a su hija todos los días, bajó las escaleras y atenazado por una cierta congoja, comenzó a preparar el desayuno para ambos.

Encendió la televisión y sintonizó el canal oficial de noticias nacionales para dar un pequeño repaso a lo ocurrido durante el día anterior –o lo que querían que pensáramos que había ocurrido– pues en cuanto ella se despertase esa televisión dejaba de escupir la angustiosa y falsa realidad diaria para mostrarnos los más maravillosos cuentos de la factoría Disney.

El sonido –tan bajo para no despertar a su hija– no conseguía ahogar el volumen de sus propios pensamientos, de sus propios recuerdos que cada día tenían un lugar especial a esa hora de la mañana, esa hora en la que solamente estaban él y ella.

De pronto escuchó una vocecita “papi, papi, ¿dónde estás?

Comenzaba el día.

Dos hombres

La empresa había cumplido –a duras penas– los plazos pactados con el Gobierno para el desarrollo de las aplicaciones de control y seguimiento, como ellos las llamaban.

Comenzaba ahora la segunda fase, que se planteaba como una prueba piloto que se circunscribiría a la Provincia de Madrid –las Comunidades Autónomas eran un sistema del pasado– y cuyos hitos mas importantes serían primero el reparto de códigos según el rango de utilización, el segundo una breve explicación de funcionamiento dada su sencillez y tercero –y último– la puesta en marcha del sistema, en total dos semanas para el despliegue al completo.

Una vez que comenzase a funcionar el sistema, habían calculado que pasarían unas dos semanas hasta que pudiesen disponer de datos fiables de mas del ochenta por ciento de los siete millones de personas que habitaban la provincia.

El sistema era muy sencillo, una única aplicación configurada internamente según el tipo de usuario y adaptada a cada uno de los once Ministerios.

Los diferentes tipos de usuario se determinaban con los códigos que otorgaba el Gobierno a través del Ministerio de Presidencia.

Toda la población de la provincia –mayor de dieciocho años– debería instalar esta aplicación en sus dispositivos en un plazo de cuarenta y ocho horas desde su puesta a disposición en las tiendas de Apple, Google o de la recién creada Naap –Nacional aplicaciones–, pasado este plazo se podrían imponer multas que partían desde los mil quinientos euros y que podrían desembocar en penas de cárcel para quien se negara a su instalación.

El sistema era sencillo, la población tenía que volcar en su app todos sus datos y cada terminal debería estar geolocalizado en todo momento.

El segundo escalón era el de los Agentes de Finca –por ley todas las fincas volvían a tener un portero o Agente de Finca– que con su código específico disponían de acceso a las fichas de los vecinos de su finca y de módulos específicos para redactar informes personalizados sobre ellos.

El siguiente escalón era el de los Agentes de Barrio, un nuevo filtro y una primera revisión de informes y –en su caso– corregir o añadir información.

Cada Ministerio tenía acceso a todos los datos generales y a datos específicos en relación a la función de cada uno.

Por último el omnipotente Ministerio de Presidencia disponía de acceso total y cruzaba datos de todos los usuarios.

Este sistema enlazado a su vez con el control de pagos telemático de la banca -que después de las últimas OPAS había quedado conformado por solamente dos bancos– hacía que el control fuese absoluto.

Recorridos controlados por GPS, datos de compras, gastos, ingresos,… todo, absolutamente todo.

Este programa piloto –que Juan acababa de detallarle a María y su hermano– se ponía en marcha en diez días.

Ese era el margen que tenía Luis para quedarse en Madrid, de lo contrario en alguno de los niveles aparecería un informe comunicando su presencia allí y por tanto su localización.

Y como parecía que el incidente de la Plaza de la Quintana estaba casi olvidado los tres coincidieron en que era mejor que Luis volviese a Santiago antes de que comenzara a funcionar el nuevo sistema por mera precaución.

Para la empresa de Juan este encargo había supuesto una importante inyección de liquidez y fue acompañado de suculentos sobresueldos para conseguir cumplir con los plazos establecidos.

Además suscribieron un importante contrato para el seguimiento, actualización y mantenimiento de las aplicaciones diseñadas con una duración de diez años.

Eran las diez de la noche y les quedaba una hora para dar cuenta de la cena que habían encargado en el McDonald’s de la calle de Esparteros.

No eran muy aficionados a este tipo de comida pero era tarde y no querían alejarse mucho de casa.

Luis –después de escuchar la explicación de Juan– estaba visiblemente preocupado, siendo Catedrático de Historia y habiendo estudiado e investigado sobre el pasado, las guerras, las revoluciones, las ideas y las controversias de los pueblos no podía entender como todavía éramos capaces de desatar los demonios de la intolerancia, el fanatismo, el racismo, la pobreza, la xenofobia y el autoritarismo.

Acordaron que Luis se iría el próximo sábado, cinco días antes de que comenzara el nuevo sistema.

Cambiaron de tema y Luis aprovechó el resto de la cena para confirmarles –porque su hermana se lo había preguntado– que su relación con Antonio marchaba muy bien y que –a pesar de los tiempos que corrían– podía proclamar que eran felices.

Antonio –músico y pintor principalmente– estaba ultimando una exposición de sus más recientes obras en el Guggenheim de Bilbao y estaba realmente entusiasmado y deseando que comenzase cuanto antes.

De vuelta en casa acomodaron a Luis en el sofá y  subieron a su habitación para acostarse.

Antes de que les venciera el sueño María le comentó a Juan si se había percatado de la cara de admiración y el brillo que se veía en los ojos de su hermano cuando hablaba de “su” Antonio.

Si, él también se había dado cuenta, la rodeó con sus brazos y la atrajo hacia él para darle un largo y sensual beso de buenas noches, pero ella no estaba dispuesta a que aquello se quedase en un único beso.

Luis

La primavera madrileña se caracteriza por sus frecuentes cambios de humor, a veces alegre con un sol radiante y un rato después su ánimo decaía bajo un gran chaparrón.

Anochecía y acababa de caer la mundial sin previo aviso, Luis –que estaba calado hasta los huesos– intentaba llegar hasta la calle Mayor desde la Plaza de España.

Conocía al dedillo aquellas callejuelas desde niño –se había criado allí mismo– y escogió la ruta más discreta y poco iluminada posible.

Cada veinte pasos volvía su mirada atrás para comprobar que nadie le seguía. Su expresión no dejaba lugar a dudas, estaba realmente atemorizado y era por eso que necesitaba llegar a su destino, a su único lugar seguro en aquella ciudad.

Después de media hora de requiebros por aquellas viejas calles de piedra, siempre alerta, siempre vigilante, por fin se encontraba en la calle Mayor a la altura del número once.

Se situó en la acera de enfrente y esperó unos diez minutos comprobando el discurrir de las personas calle arriba y calle abajo, no quería que nadie pudiese vincularlo con el portal al que quería acceder.

Una vez que tuvo claro que nadie le había seguido y que a los transeúntes su presencia le resultaba indiferente cruzó la calle apresuradamente y pulsó el botón del Atico A. 

Bajó su cabeza encapuchada escondiendo su cara para no ser reconocido a la espera de que le abrieran el portal.

De pronto sonó la voz adormilada de María; ¿quién es? se escuchó.

Luis –sin alzar mucho la voz le contestó– soy yo, tu hermano.

Carlos y Ana llevaban esperando una media hora en la cola del teatro Arlequín, habían decidido ir aquella noche a ver al humorista de moda en Madrid, era de los pocos que habían aguantado el nuevo sistema de censura previa aunque a costa de rebajar el tono del lenguaje utilizado.

Solamente habían conseguido dos entradas después de tres meses al acecho y sus amigos tendrían que esperar una mejor ocasión.

María estaba realmente sorprendida, ¿su hermano en Madrid? ¡pero si vivía en Santiago de Compostela!

Abrió la puerta y allí estaba Luis. Le dio un amoroso abrazo y enseguida se dio cuenta de que estaba empapado. Le hizo pasar y él cerró la puerta tras de si. Estaba a salvo.

En pleno curso académico era muy inusual que su hermano viniera a visitarla a Madrid, había que tener en cuenta que era Catedrático de Historia y ejercía en la Universidad de Santiago de Compostela y esto le suponía faltar a su puesto de trabajo.

María esperaba una explicación urgente porque por la forma en que se había presentado y el nivel de nerviosismo que mostraba, intuía que algo malo estaba pasando.

Además había venido solo –algo insólito– cuando siempre le acompañaba Antonio –su pareja–.

Se sentaron con un café caliente delante y Luis comenzó a explicarle la situación.

El cambio que se estaba experimentando en la Administración –representada por la Guardia Nacional– iba acorralando poco a poco a las minorías de todo tipo y en lo concerniente al colectivo gay, la marea reaccionaria se estaba convirtiendo en un tsunami.

En el imaginario popular se decía que se había reabierto el Hospital de Conxo como centro psiquiátrico y que allí estaban encerrando a algunos destacados activistas del movimiento gay.

Luis por su posición –un catedrático de renombre– estaba constantemente controlado por la Guardia Nacional pero por el momento era intocable.

El pasado fin de semana Luis y sus amigos estaban de camino a sus casas –en la parte alta de la zona vieja de la ciudad– cuando se tropezaron en la Plaza de la Quintana, –para quien no la conozca es una plaza cuadrada con entradas por sus cuatro esquinas, y fácilmente controlable por los guardias–,  con un destacamento de la Guardia Nacional y los insultos y vejaciones de estos desembocaron en un batalla campal.

Hubo varios detenidos y un Guardia malherido.

En medio de la confusión generada Luis consiguió escapar y esperaba que ninguno de los Guardias Nacionales lo hubiese reconocido.

Al día siguiente solicitó unos días libres en su Facultad y salió –con un salvoconducto que siempre tenía al día– hacía Madrid.

Pretendía pasar unos días en casa de su hermana hasta que se calmaran las aguas en Santiago.

María no daba crédito a lo que estaba ocurriendo y sobretodo la rapidez con la que se estaban generando todos estos cambios en el país.

El control de la Guardia Nacional se extendía implacable por todo el territorio nacional y la convivencia se iba haciendo cada día mas difícil y el ambiente mas irrespirable.

La vida sigue

Necesitaban su tiempo, más tiempo uno al lado del otro y dadas las circunstancias y los problemas para desplazarse tenían que exprimir al máximo las horas que le quedaban a aquel domingo.

Habían declinado la invitación de sus amigos para poder pasar este día ellos solos, sin planes definidos, sin ningún lugar que visitar, solamente estar juntos y deambular por la ciudad disfrutando de sus vidas.

Un par de años antes hubiesen estado en algún remoto lugar gozando de alguna experiencia única como volar en parapente, haciendo escalada o montando en globo, sin embargo ahora       –después de todo lo ocurrido– comprendieron que lo único realmente importante, no era lo que hacían, sino hacerlo juntos, unidos.

Por eso el mero hecho de poder pasear tranquilamente cogidos de la mano les parecía algo maravilloso.

Disfrutar de lo simple al lado de la persona que quieres y que te importa.

La noche anterior el Uber hizo solo dos paradas, la primera para dejar a Carmen y Xavi en su casa y la segunda –imprevista– fue en casa de Ana.

Fue una decisión casi espontánea, cuando el coche se paró delante de su casa Ana se volvió hacia Carlos y acercándose a él –evitando que el conductor la escuchase– le susurró al oído; quédate esta noche.

Se despidieron del conductor y entraron en el portal.

Ana vivía en un décimo piso y el ascensor era lento, demasiado lento y para cuando se abrieron las puertas nadie salió de el.

La casualidad –o la fatalidad– puso a la señora Josefa –vecina de Ana– justo en aquel momento delante de la puerta del ascensor con la bolsa de basura en la mano y acertó a gozar del espectáculo que se desplegaba ante sus ojos.

Los rizos pelirrojos de Ana –delicadamente alborotados– caían sobre su cara y  –aún vestidos– los dos estaban enlazados en un abrazo repleto de pasión y sensualidad.

Al ver a su vecina, Ana se recompuso enseguida y visiblemente ruborizada arrastró a Carlos cogiéndolo de la mano al interior de su casa y una vez se hubo cerrado aquella puerta se desbordaron sentimientos, afectos y emociones largamente sofocados en su interior.

A duras penas consiguieron recorrer el largo pasillo hasta llegar a la última habitación al fondo de la casa.

Allí –en esa habitación– se acabaron fundiendo en un largo baile de abrazos, besos y caricias que se prolongaron durante horas.

Si, daba la impresión de que se habían enamorado.

Eran las diez de la mañana, Juan y María esperaban en la nueva chocolatería del Pasadizo de San Ginés para desayunar con Ana y Carlos.

Habían quedado allí para luego acercarse a la Fuente de Neptuno para asistir a una exhibición de Fórmula I en la que estarían –luciendo sus coches y habilidades– el mexicano Checo Pérez y nuestro Fernando Alonso.

Diez y media, sonó el móvil, era Carlos disculpándose por la tardanza. Venían de camino.

Cuando colgó –Juan– esbozó una sonrisa y le comentó a María; parece que estos dos han tenido una noche movidita, me alegro por ellos, la verdad.

Quince minutos después –doblando la esquina– aparecía la nueva pareja cogidos de la mano, sonrientes y evidentemente felices.

Se saludaron y enseguida Ana hizo un aparte con María y le contó algo de lo que había ocurrido anoche.

María le dio un gran abrazo y se alegró al ver a su amiga realmente feliz después de tanto tiempo.

Como buenos amigos que eran los cuatro siguieron charlando y cuando salió a colación doña Josefa y el ascensor se partían de risa al imaginar como a la pobre señora parecían salírsele los ojos de las órbitas.

Los churros y el chocolate no se podían comparar a los de la antigua San Ginés pero era lo que había.

Salieron hacia Neptuno, iban caminando Ana y María delante y los chicos detrás.

Carlos le iba comentando a su amigo que había tenido mucha suerte con Ana y que a medida que la había ido conociendo durante estos dos últimos años se había enamorado sin remedio.

Ya iban tarde y en consecuencia no consiguieron un buen sitio para ver el espectáculo pero se lo pasaron bien de todos modos.

Tenían ante si al último Campeón del mundo de Fórmula I –Alonso– y el subcampeón –Pérez– en dos mil veinticinco fue la primera vez en la historia que los dos primeros clasificados eran hispanoamericanos, un nuevo hito para el deporte español.

Las diez de la noche, Carmen y Xavi entraban –con evidente desgana– en la estación de Atocha, a las diez y media salía el último AVE para Barcelona.

De pronto, tras una columna emergieron –por sorpresa– sus cuatro amigos que venían a despedirse y de paso a acompañar a Carmen a su casa.

Se abrazaron los seis y agradecieron el magnífico fin de semana que habían podido disfrutar todos juntos.

Xavi les adelantó que su traslado estaba bastante avanzado y que pudiera ser que en la próxima visita pudiese quedarse definitivamente lo que supuso una gran noticia para cerrar aquel fin de semana.

En el último momento todos se gritaron ¡que volvamos a vernos!

El cambio

Había pasado ya media hora desde que llegaron a la terraza y pidieron unos refrescos, eso suponía que les quedaba una hora hasta que tuvieran que irse.

El nuevo Ministerio de Industria y Comercio controlaba directamente la política de horarios en los locales públicos y se establecía un máximo de tiempo de estancia para el consumo, una hora y media.

Siguieron comentando los acontecimientos del día y Juan –bajando la voz– comenzó a contarles algo difícil de creer.

Su empresa acaba de recibir un extraño pedido desde el Ministerio del Interior y con un plazo de entrega imposible; un mes.

Pararon todos los proyectos en marcha lo que significó muchas llamadas a clientes explicándoles lo sucedido y provoco muchos enfados y algunas cancelaciones.

El encargo consistía en diseñar una aplicación informática por cada uno de los ministerios existentes –es decir once apps– todas ellas conformadas en tres secciones, una sección con un sistema de acceso público para introducción y registro de datos, otra de acceso restringido a los comandos de control desplegados en cada sector y una tercera de acceso exclusivo a los servicios de tratamiento de datos de Presidencia.

Una locura –comentó Juan– de esta forma el Gobierno tendrá un control absoluto –y en tiempo real– de toda la población.

¿Pero como había llegado el país hasta aquí?

Después de las elecciones de octubre de dos mil veinticuatro se desató una lucha titánica entres los dos cabezas de lista de la derecha y la extrema derecha, pugnando ambos por la Presidencia del país.

Ante la negativa del candidato de la derecha a conformarse con la vicepresidencia y los extremistas amenazando con la repetición de comicios, intervino –una vez más– su vicepresidenta –con la connivencia de su ejecutiva nacional– destituyendo a su jefe y postulándose ella misma como nueva presidenta de su partido.

Ella aceptó los términos de una capitulación que sumiría al país en una grave crisis, sobretodo moral.

De esta forma fue nombrada vicepresidenta en un Gobierno presidido por la extrema derecha. 

Fue así como tomaron el control del país los ultraderechistas.

Se acercaba el límite de tiempo y tenían que cambiar de cafetería si no querían tener un problema con la Guardia Nacional.

Ya que estaban todos reunidos por primera vez desde hacía meses decidieron irse a comer todos juntos y se encaminaron hacia una pizzeria cercana.

Cruzando Puerta del Sol se fijaron de que forma había cambiado la fisonomía de la ciudad.

Las balconadas de los edificios oficiales lucían –al lado de la bandera de España– unas banderolas con los símbolos del partido en el poder. Algo inaudito si estuviesen viviendo en un sistema democrático al uso.

Por la plaza patrullaban una docena de efectivos de la Guardia Nacional –fuertemente armados– reforzados por otros tantos agentes de la Policía Municipal, algo a todas luces excesivo pero típico del Estado policial en que se iba convirtiendo España mes a mes.

A su izquierda el antiguo edificio que albergaba la Store de Apple permanecía cerrado y con sus ventanas tapiadas. Hacía ya seis meses que la multinacional se había retirado del país dejando en la calle a todos su empleados repartidos por varias ciudades aunque lo que se rumoreaba es que les habían indemnizado muy generosamente y comprometiéndose a volver si la situación política mejoraba.

El bullicio de antaño había desaparecido, no había vendedores ambulantes, ni artistas callejeros amenizando la mañana, ni payasos, ni mimos,… nada, la nada más absoluta.

En poco tiempo el centro de la capital se había convertido en una ciudad de calles grises y silenciosas, con cientos de personas –también silenciosas– que pululaban con indisimulado nerviosismo ante tanto despliegue policial e intentando llegar lo mas rápidamente posible a su destino.

Juan, María y el resto del grupo también pertenecían a esta nueva especie de población atemorizada y siempre atenta a no dar un mal paso ante alguna autoridad de medio pelo.

Camino de la pizzería pasaron por el Pasadizo de San Ginés, donde había estado ubicada la chocolatería mas famosa de la capital que con ciento treinta y dos años de antigüedad había caído en desgracia.

Alguien muy cercano a los nuevos mandatarios pidió algún favor y de pronto el establecimiento comenzó a tener problemas de permisos, autorizaciones y altercados –posiblemente provocados– con intervención directa de la Guardia Nacional y cedió a la presión.

El siete de enero de dos mil veintiséis –quisieron celebrar una ultima navidad con sus clientes– cerraron sus puertas definitivamente.

Tres días después alguien compró el local y abrió la primera chocolatería del nuevo régimen. 

Llegaron por fin a la pizzería elegida y una vez dentro consiguieron respirar con mas tranquilidad.

Allí el reloj volvió a iniciar su cuenta atrás, noventa minutos para comer y marcharse a otro lugar.

Estaban muy cerca del ático de María y Juan y decidieron que el café lo tomarían en su casa y así no tendrían que estar pendientes de las normas de control del nuevo régimen.

Carlos –que trabajaba en el Congreso de los Diputados– no quería alarmar a sus amigos pero se rumoreaba que se estaba preparando una reforma exprés del Código Penal y uno de los artículos que se querían rescatar de la ley de mil novecientos cuarenta y cuatro era el cuatrocientos veintiocho.

El artículo en cuestión legalizaba el uxoricidio, en otras palabras o mejor, el literal del articulado era el siguiente.

“El marido que, sorprendiendo en adulterio a su mujer matare en el acto a los adúlteros o a alguno de ellos, o les causare cualquiera de las lesiones graves, será castigado con la pena de destierro.

Si les produjere lesiones de otra clase, quedará exento de pena.”

Sus amigos no podían creer lo que Carlos acababa de contarles e imaginaban que siendo este un ejemplo, todas las libertades y derechos conseguidos en años anteriores como el matrimonio igualitario, aborto, etc,… correrían la misma suerte.

Eran las nueve de la noche y aunque estaban muy a gusto charlando en casa de sus amigos, tenían que pensar en irse a sus casas.

Tal cual estaban las cosas no querían encontrarse deambulando de noche y tener un encontronazo “casual” con la Guardia Nacional así que llamaron un Uber que compartieron para llegar tranquilos a casa.

El país se había convertido en una ratonera y para sus adentros Carlos –que se enteraba de mas cosas por trabajar en la Carrera de San Jerónimo– no quiso alarmarlos más pero también se estaba proponiendo declarar un período constituyente para derribar la Constitución del setenta y ocho.

Los tiempos estaban cambiando.

Juventud y madurez

Se lo había comprado por mil ochocientos euros, no era un coche viejo, mas bien vintage.

Juan lo compró de quinta o sexta mano –eso explicaba el precio– y su primer dueño se sentó en el por primera vez en dos mil trece.

De cualquier manera y aun lleno de achaques aquel Peugeot seguía siendo su fiel compañero de mil batallas.

Se cogió un par de horas para salir más temprano y pasó a las tres a recoger a María.

Querían aprovechar al máximo el fin de semana, además lo que se había planeado como un par de días en la sierra cerca de Madrid se convirtió en un viaje un poco mas largo.

Un amigo le comentó sobre un pueblecito muy tranquilo lleno de viejecitos encantadores y con regusto a tradición, muy cerca de Avila capital, Riofrío –que así se llama este pueblo– data del siglo XIX y hoy en día no alcanza los doscientos habitantes en su censo.

Estaban buscando tranquilidad para compartirse y eso lo iban a encontrar aquí seguro.

Nuestro pequeño Peugeot –verdaderamente renqueante– consiguió llevarles hasta aquel pueblecito de cuento de hadas en unas dos horas.

Llegaron sobre las cinco de la tarde y buscaron su alojamiento, cuando dieron con el no se lo podían creer, una casita completa para ellos solos en una esquina del pueblecito.

La casa era impresionante, de piedra, y rezumaba antigüedad por todas partes.

Acababan de reconstruirla para dedicarla al alquiler vacacional, actividad que estaba revitalizando la economía del municipio.

Cuando se hubieron acomodado salieron a dar un paseo por el pueblo.

Estaban viviendo –los dos– una segunda oportunidad, no habían hablado de ello porque era pasado y no querían dejarse influir por sus vidas pasadas, pero el tiempo de compartir esos recuerdos llegaría en algún momento.

Paseando por el pueblo llegaron en poco mas de diez minutos a la plaza mayor y allí en una taberna estaban reunidos algunos de los hombres del pueblo, un pueblo quizá destinado a la desaparición dada su alta edad media.

Se sentaron en una pequeña mesa, pidieron unos refrescos y una tortilla de patatas.

De fondo sonaba una musica acorde con la edad del auditorio de la mesa de al lado, aunque la conocían no acertaban a identificar a los cantantes y realmente les daba un poco de apuro preguntar.

Pero María no pudo contener su curiosidad y dirigiéndose a los vecinos de la mesa les preguntó quién estaba cantando.

El pibe de la mesa –no menos de 80 años– se volvió hacia ellos y sonriendo les dio la solución; Palito Ortega y Marisol y están cantando “Corazón Contento”.

María le dio las gracias y recordó –ahora si– cuando en su niñez se escuchaba esa canción en su casa.

Se preguntaron –en voz alta y al unísono– ¿y ahora que?

Juan cogió su mano y en un susurro casi imperceptible le dijo: te amo.

Ella apretó su mano y acercándose aún más le besó y en un murmullo –con su boca rozando su oído derecho– le dijo: yo te adoro.

Y ahí mismo los dos se percataron de que en “ese momento” eran felices.

El sol ya no lucía y se había encendido el alumbrado del pueblo, así que acabaron su merienda y se encaminaron hacía la casa.

Esta vez el paseo no fue tan contemplativo y llegaron a la casa en cinco minutos.

Al cruzar el umbral comenzaron a despojarse de sus ropas y a trompicones consiguieron llegar a la alcoba.

Se vencieron a la sensualidad del momento y bajo los rayos de la luna llena se acomodaron en aquella cama inmensa.

Sus cuerpos desnudos –suavemente iluminados por la luna– yacían totalmente enlazados. María le pidió que le hiciera un masaje en sus maltrechos pies.

Se arrodilló ante ella, acariciando sus pequeños dedos e hizo acopio de toda su ternura y sensibilidad para sustituir su inexperiencia dando masajes.

A medida que Juan iba apretando los puntos clave de aquellos pies, María iba encontrándose cada vez mas vulnerable a cualquier caricia, roce o mimo que él le dedicada.

Poco a poco fue ampliando el radio de sus masajes, de los pies pasó a sus tobillos, de allí a sus muslos y dejándose arrebatar por la pasión acabaron gozando de una noche difícilmente descriptible.

El sol estaba alto y sus rayos entraban por la ventana entreabierta.

La casa estaba un tanto aislada, lo cual era una suerte pues de estar en una calle normal los vecinos podrían disfrutar de una escena digna –ciertamente– de ser inmortalizada en un óleo para la posteridad.

Los dos estaban unidos en un dormido abrazo apenas enturbiado por unos centímetros del edredón de aquella cama.

Poco a poco se desperezaron y se dieron los buenos días de la única forma posible.

Se dieron una ducha rápida y se dirigieron al pueblo para desayunar algo rápido y pasear por el valle que acogía a aquel pueblo en su regazo.

Salieron del pueblo y comenzaron una ruta a la orilla del río Mayor disfrutando del paisaje, la frescura del ambiente y aquel aire tan limpio al cual no estaban acostumbrados viviendo en Madrid.

Juan jugueteaba con sus dedos entrelazados con los de ella cuando le confesó que aquella semana le había devuelto las ganas de vivir y que muchas veces sentía unas ganas irrefrenables de abrazarla solamente para cerciorarse de que todo aquello era real.

Ella lo miró y para demostrarle que si, que todo aquello era real, lo atrapó entre sus brazos y lo besó, y lo besó como solamente besa una mujer enamorada.

Encontraron un pequeño claro y decidieron tumbarse un rato en la hierba y recrearse con las vistas de aquel recodo del río al pie de la sierra.

El día acompañaba, un sol radiante, escasas nubes y ni pizca de viento, se daban todas las circunstancias para recrearse en un día romántico a la antigua.

Los dos estaban disfrutando de aquel fin de semana como hacía tiempo que no lo conseguían y a cada paso que daban se iban encontrando mas y mas unidos.

Se entendían muy bien y lo que ella aportaba de vitalidad y juventud a la pareja él lo compensaba con madurez y lealtad.

El fin de semana estaba siendo un cúmulo de sentimientos y una ocasión para ir descubriendo los pequeños detalles que los hacían únicos.

Ninguno de los dos quería que aquel fin de semana terminase pero hubieron de resignarse y comenzar a idear ya otras experiencias que compartir.