Aquella noche en la playa
La noche había sido larga, –muy larga- se acercaba el alba y la playa estaba completamente desierta.
Las últimas estrellas iban desapareciendo del firmamento a medida que iba clareando la línea del horizonte.
El mar se comportaba como una gran mancha de aceite, inmóvil, sedoso, un privilegio para la contemplación solitaria.
Curiosamente –en pleno invierno– la arena de la playa, aún a esas horas, conservaba un tacto cálido, acogedor.
La noche había sido larga y solitaria, había vivido el ocaso a sus espaldas, con el mar frente a el y aquella dorada arena bajo su cuerpo.
Ahora era el momento de presenciar –una vez más– aquel momento brujo de la alborada.
Después de las horas de oscuridad, –de introspección– resonaba en su interior esa lucha entre la esperanza y la realidad, el deseo y la frustración.
Levantó la vista y el incipiente resplandor que asomaba tras la linea del horizonte le obligó desviar la mirada.
Aquel rayo de sol no consiguió avivar su esperanza, la realidad de la playa solitaria se imponía a cualquier otro anhelo.
Comenzaba a sentir la calidez de la mañana sobre su piel y en cualquier momento asomarían –de entre las dunas– los primeros turistas del día.
La brisa emprendía ya su viaje hacia el interior de la isla y le provocó un repentino escalofrío que dejaba claro que aquella noche en la playa no había pegado ojo.
No había nadie con quien hablar, nadie con quien dar un paseo a la orilla del mar.
No había nadie.