Javier Ledo Javier Ledo

Un tesoro

Sobre las diez de la mañana Carmen se dirigió al despacho de su amiga para acompañarla al tentempié matutino.

Al asomarse y no verla en su puesto de trabajo preguntó por ella a las compañeras más cercanas y fue cuando se enteró de que no había venido a trabajar.

De camino a la cafetería la llamó para ver como se encontraba; al otro lado una voz adormecida le agradeció que la hubiera llamado y le explicó que seguía igual que el día anterior más o menos.

Carmen le aconsejó que fuese al médico y que no esperase más tiempo y ella le confirmó que ya tenía cita esa tarde a las cinco con su doctora.

Juan –por su parte– avisó a su trabajo y ante la sospecha de que la situación pudiese desembocar en un diagnóstico de COVID obtuvo el permiso para quedarse en casa junto a María.

Pasaron toda la mañana en casa por responsabilidad y para no exponer a nadie a la posibilidad de un contagio por su negligencia.

Juan preparó una sopa de verdura y un par de solomillos que acompañaron con un par de copas de vino, era una sensación rara poder compartir una comida durante la semana dado que nunca coincidían sus horarios.

María seguía un poco revuelta pero parecía más animada, se dirigieron al Centro de Salud que les correspondía.

Provisionalmente estos centros estaban gestionados por la Cruz Roja debido a los recortes en los presupuestos del Ministerio de Sanidad y al no saber como se iba a reorganizar todo el sistema.

Parecía que la intención era gestionar solamente un par de hospitales desde el Ministerio y ceder el resto del sistema sanitario a la iniciativa privada, pero todo esto no eran más que rumores todavía.

Cuando llegaron se dirigieron al mostrador y después de identificarse y explicar los síntomas para que el administrativo en cuestión tomase los datos, les dijeron que se sentasen para esperar su turno.

La sala de espera era la prueba palpable de lo que venía ocurriendo durante los últimos meses por la falta de inversión.

La deficiente limpieza era evidente y el mobiliario debería haber sido sustituido hacía tiempo. Buscaron un asiento que no significase un riesgo de contaminación y se sentaron a esperar.

Tres horas después seguían sentados en aquel asiento, los tiempos de espera –aún para las citas normales– se habían disparado y en el servicio de urgencias ya se había dado un caso de un fallecimiento por la demora en su atención.

Media hora después, por fin les llamaron para atenderles, la doctora se disculpó por el retraso, tenía en su mano los papeles que cubrieron en recepción y les dio una rápida lectura.

Preparó la camilla que tenía al fondo de la consulta y le pidió a María que se acostase para explorarla.

Le hizo una serie de preguntas sobre como sentía su cuerpo y la ayudó a incorporarse para auscultarla, después de esto le pidió que se sentase.

La doctora se giró hacia su ordenador y comenzó a teclear sin decir palabra y con semblante serio, lo cual estaba poniendo tanto a María como a Juan de los nervios pero esperaron educadamente a que ella acabara.

Cuando por fin se volvió hacia ellos les sorprendió con una amplia sonrisa.

Perdonen –les dijo– estaba registrando el resultado de la consulta y preparándole un par de recetas.

No tienen que preocuparse porque no es nada grave, si no me equivoco lo que le pasa es que están ustedes esperando un bebé.

María y Juan se miraron y se abrazaron con lágrimas de alegría en sus ojos, cuando se repusieron un poco se volvieron hacía la doctora y le dieron las gracias a lo que ella sonriendo todavía más que antes les felicitó y les deseó que todo fuese bien.

Les recomendó unos complementos de vitaminas para María y les dio cita para hacer unas pruebas de confirmación la próxima semana y consulta con ella otra vez dentro de un mes.

Salieron de allí sin creérselo del todo y felices por la noticia.

Eran las nueve de la noche y se fueron dando un paseo hasta casa charlando animadamente e intentando asumir la noticia.

A medio camino ya estaban a la caza y captura de un nombre, pero para esto aun faltaba mucho tiempo.

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Mal cuerpo

Tenía mal cuerpo, algo de temperatura y esporádicamente alguna náusea sin motivo aparente.

A eso de las diez de la mañana pidió el resto del día y se fue a su casa, de camino pasó por la farmacia y compró un par de cajas de paracetamol y aspirinas. 

Al llegar se cambió de ropa, una camiseta del Barça y un pantalón corto fue lo primero que encontró y le pareció adecuado para estar en casa tranquilamente.

Se recostó en el sofá con la intención de descansar para luego aprovechar que estaba en casa y recoger un poco.

Cinco minutos después se había dormido profundamente al arrullo de la música de John Coltrane.

Cuando abrió la puerta le extrañó el silencio reinante, no era lo acostumbrado y se preocupó, pero al acercarse al sofá vio a María dulcemente dormida e intentó no hacer mucho ruido.

Subió a la alcoba, se cambio de ropa y bajó otra vez intentando no despertarla pero la encontró ya sentada desperezándose y al verlo se levantó para dale su abrazo de bienvenida.

Le explicó a Juan lo que le había ocurrido y como se había quedado dormida tan profundamente que ni siquiera había comido.

El la obligó a recostarse otra vez y se fue directo a la cocina para prepararle algo con lo que reponer fuerzas.

En unos minutos ya tenía una ensalada preparada y estaba casi listo una plato de papas fritas con una pechuga de pollo a la plancha, convenientemente aliñada con ajo y perejil.

Se sentaron juntos y él se preparó un café para acompañarla mientras comía. Comentaron un poco más detalladamente lo que le había pasado y los dos pensaron en una gripe tardía o en el denostado COVID que ya habían contraído en tres ocasiones antes.

Ahora se encontraba mejor pero si al día siguiente seguía igual pediría cita a su médico.

Ya que estaban tranquilamente en casa y no iban a salir a ningún lado decidieron echarle un vistazo a la aplicación del Gobierno que se habían descargado la noche anterior.

Faltaban solo tres días para la fecha límite de introducción de datos y una semana más para que el sistema entrase en funcionamiento.

Aquel sistema de control iba más allá de lo admisible, se comenzaba por introducir los típicos datos de DNI, domicilio, carnet de conducir o número de la Seguridad Social –muy menguada por los recortes– y se acababa con cuestiones muy personales como relaciones, aficiones, lugares que se frecuentaban para el ocio, comercios habituales en tus compras, etc

Era algo inaudito, todos estos datos cruzados con los informes de los diversos Agentes de Finca y Agentes de Barrio iban a configurar una radiografía exacta de todos los habitantes de la provincia y esto unido al control de ubicación vía GPS iba a derivar en un estado policial que pisotearía todas las libertades individuales del país.

Ninguno de los dos conseguía entender la sumisión –aparente al menos– de la mayoría de la población.

La ciudad se había convertido en un mar de rumores y murmullos, el griterío de los chiquillos en las plazas y los parques había sido sustituido por el sonido sordo de las pisadas de las botas de la Guardia Nacional.

Era jueves y llamaron al resto del grupo para quedar el sábado pero en lugar de hacerlo en su terraza de siempre, los invitaron a su casa para poder charlar con tranquilidad, decidieron también traer algunos platos preparados, comer todos juntos y pasar la tarde tranquilamente.

Juan observaba de soslayo a María y se daba cuenta de que –aunque ella intentaba sobreponerse– parecía estar cansada y un poco apagada de ánimo.

Le preparó una infusión y los dos se acomodaron en el sofá para pasar lo que restaba de le tarde tranquilamente viendo alguna película o alguna serie. 

El la acogió bajo su brazo y así acurrucados lo que realmente ocurrió es que se quedaron dormidos aunque la televisión siguió adelante con la serie que habían escogido.

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Un día normal y corriente

Las seis de la mañana, la música hizo desperezarse a Juan, sonaba Smooth Operator de Sade, un tema emblemático de su primer álbum.

Una melodía de una suavidad exquisita que ayudaba –a esas horas– a que el tránsito del sueño a la vigilia fuese algo asumible y no muy estridente.

Normalmente él era el primero siempre en responder a la invitación musical y de esta manera disponía de unos minutos para observar –casi sin moverse– a la chica que respiraba pausadamente a su lado.

Le cautivaba ese momento que se sucedía cada día siempre a la misma hora.

Normalmente se quedaba mirándola, observando su dorada melena, su nariz respingona, sus suaves pómulos y se entretenía en revisar que las tres pecas de su mejilla derecha continuaban allí, haciendo que aquel rostro fuese su primer encuentro diario con la belleza.

Le maravillaba esa cadencia de su pecho y la suavidad de su respiración que denotaba que se encontraba aún profundamente dormida.

Acercó tiernamente su mano a su cabeza y acarició su melena con suavidad, como si no quisiera despertarla todavía para poder así disfrutar de esa estampa por unos minutos mas.

Poco a poco fue aumentando la presión sobre su cabeza y rodeó su cuerpo para darle su primer abrazo del día que además servirá de dulce despertar para María, que lo primero que escucha en ese momento es Imagine de Lennon.

En este punto se abrazan y se desean –todavía al ralentí– los buenos días. Ese es el instante que escoge Juan para acercarse aún más y reafirmar el comienzo del día con un beso lento, suave y tierno al que ella responde al instante.

Por un momento se quedaron quietos, muy quietos, abrazados, como queriendo que los minutos se tornen horas.

Pero cuando ya la banda sonora enfilaba un tema de Sting, María vuelve su cabeza y al ver el reloj se sobresalta ¡las seis y cuarto! Arriba!!

Aún debe ceder un momento más para un beso rápido de Juan pero ya no hay vuelta atrás y cada uno por su lado de la cama ponen pie a tierra e intentan rápidamente colonizar el baño.

Al perder la competición para llegar a la ducha Juan sabe que hoy le ha tocado preparar el desayuno y aborda las escaleras para irse a la cocina.

Preparó el café, unas tostadas con mermelada de albaricoque y unas magdalenas.

Con todo ya preparado y servido en la barra de la cocina aparece María tonteando con una bajada de escaleras estilo Hollywood.

Desayunan apresuradamente pues aunque trabajan relativamente cerca de casa no les gustaba arriesgarse a llegar tarde para no tener que dar explicaciones.

Si Juan preparó el desayuno es ahora María la encargada de recogerlo todo para que él suba a asearse.

Coinciden minutos después frente al espejo vistiéndose y revisándose mutuamente para salir a la calle bien arreglados y perfumados.

Una vez en la calle todavía tendrán que caminar unos veinte minutos los dos juntos hasta llegar al edificio donde trabaja María, se despiden en la puerta con un beso, un abrazo y una mirada cómplice.

A Juan le quedaban otros veinte minutos a buen paso y con lo fresca que estaba la mañana no le venia mal apresurarse un poco y así entrar en calor.

De camino –y a falta de unos diez minutos para llegar– se encontró con Pedro que ahora era más un compañero de trabajo que verdaderamente un amigo.

Aunque es verdad que él no era quien para juzgar a nadie, no le había gustado el comportamiento de su amigo de entonces y lo que le había hecho pasar a Ana, por esto aunque seguían hablando cordialmente habían perdido aquella confianza de antaño.

Se saludaron rutinariamente y Pedro comenzó a hablarle sobre un error detectado en el software del sistema que le habían entregado al Gobierno y que estaban intentando arreglarlo contrarreloj para no incurrir en alguna penalización del contrato.

Juan, aunque parecía atento a sus explicaciones, realmente estaba rememorando como había comenzado el día y anotando mentalmente –para no olvidarse– que por la tarde, a eso de las cinco, quedaron de verse con unas amigas que María quería presentarle.

Llegaron a su empresa, Pedro se encaminó hacia el ascensor y Juan –fiel a su costumbre– aunque tuviera que subir dos pisos más que Pedro, se dirigió directamente hacia las escaleras.

Comenzaba la semana.

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Regreso

El punto de encuentro de nuestros amigos este sábado no iba a ser como siempre su terraza preferida en la Puerta del Sol.

Durante la semana –vía grupo de WhatsApp– se habían puesto de acuerdo en ir todos juntos a Chamartín, comer en uno de sus restaurantes y despedir a Luis que salía esa misma tarde rumbo a Santiago.

Así que a las dos de la tarde se dieron cita en la estación, todos menos Xavi que pasaba el fin de semana en Barcelona echando unas horas extra corrigiendo exámenes.

La ley de educación seguía siendo la misma pero las “recomendaciones” del Ministerio competente habían provocado la reaparición de los –ahora– omnipresentes exámenes y la constancia y el rigor de las calificaciones estaba saturando al profesorado y provocando el aumento de las deserciones entre el alumnado.

Llegaron como tenían previsto a las dos –en estos momentos ser puntual se había convertido en algo imprescindible– y se dirigieron directamente al restaurante elegido.

La decoración tenía un toque minimalista exquisito, formas rectas, colores muy claros y una iluminación impresionante, todo ello rodeado de unas magníficas cristaleras que dejaban ver una gran parte de la ciudad.

Se dirigieron a la mesa que el maitre les asignó y una vez que se hubieron sentado y se quedaron a solas, Carmen –que buscaba como rayos sentarse cómodamente– soltó; todo muy bonito pero las sillas no están a la altura, y los demás le dieron la razón.

Como se entremezclaban varias sensibilidades gastronómicas, al poco rato convivían en la mesa unas croquetas de jamón, una ensalada con setas, espárragos al grill, un par de chuletones de Avila y algún que otro picoteo más, todo ello regado por un albariño joven recomendado por el camarero que les atendía.

Carlos decidió compartir con el grupo el rumor –cada día mas intenso– de que se iba a promover la redacción de una nueva Constitución para dar cobertura a todos los cambios legislativos que se estaban produciendo de facto.

Ninguno parecía creerse lo que habían oído, o más bien lo que les ocurría es que no querían creérselo y tampoco acertaban a imaginar que podría hacer la ciudadanía para revertir todo lo que estaba ocurriendo.

Acabaron de comer y como el tren tenía su salida a media tarde se dieron un paseo por el interior de la estación visitando algunas tiendas de paso que se dirigían hacia una de las cafeterías.

Se acomodaron en la cafetería y pidieron unos cafés y algunas copas.

Aunque la situación del país era cada vez más extraña, intentaban olvidarla –al menos momentáneamente– para intentar seguir con sus vidas con “normalidad”.

Luis explicó al resto el proyecto que Antonio estaba preparando para exponer en Bilbao y les ofreció conseguirles entradas si se animaban a ir.

Lo comentaron durante un rato y como a todos le vendría bien salir de Madrid para despejarse un poco del ambiente rancio que se estaba apoderando de la ciudad decidieron que si, que irían un fin de semana a airearse un poco y de paso a deleitarse con la obra de Antonio.

Carmen telefoneó a Xavi y le contó el plan para ver si podía organizarse e ir con ellos, y aunque él tenía que revisar su programación le prometió que haría todo lo posible para estar disponible ese fin de semana porque estaba deseando volver a verla.

La distancia les había enseñado que era importante cuidar y brindar apoyo emocional a la otra persona y ellos lo estaban consiguiendo manteniendo una comunicación constante y aprovechando todas las oportunidades que se les presentaban para reunirse.

Carmen se despidió con un beso y quedó en llamarle mas tarde, ya desde casa.

Le confirmaron entonces a Luis que si, que entradas para todos y que se verían en Bilbao dentro de un mes.

Le acompañaron hasta el control y entre besos y abrazos todos le desearon mucha suerte y le advirtieron que fuese precavido durante el viaje.

Pidieron un taxi y se fueron a sus casas.

Carmen inició su videoconferencia con Xavi, María y Juan no quisieron desaprovechar la noche del sábado y corrieron a su alcoba y en el último momento Ana y Carlos decidieron irse a un local nocturno, famoso por su programación de música cubana.

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Dos hombres

La empresa había cumplido –a duras penas– los plazos pactados con el Gobierno para el desarrollo de las aplicaciones de control y seguimiento, como ellos las llamaban.

Comenzaba ahora la segunda fase, que se planteaba como una prueba piloto que se circunscribiría a la Provincia de Madrid –las Comunidades Autónomas eran un sistema del pasado– y cuyos hitos mas importantes serían primero el reparto de códigos según el rango de utilización, el segundo una breve explicación de funcionamiento dada su sencillez y tercero –y último– la puesta en marcha del sistema, en total dos semanas para el despliegue al completo.

Una vez que comenzase a funcionar el sistema, habían calculado que pasarían unas dos semanas hasta que pudiesen disponer de datos fiables de mas del ochenta por ciento de los siete millones de personas que habitaban la provincia.

El sistema era muy sencillo, una única aplicación configurada internamente según el tipo de usuario y adaptada a cada uno de los once Ministerios.

Los diferentes tipos de usuario se determinaban con los códigos que otorgaba el Gobierno a través del Ministerio de Presidencia.

Toda la población de la provincia –mayor de dieciocho años– debería instalar esta aplicación en sus dispositivos en un plazo de cuarenta y ocho horas desde su puesta a disposición en las tiendas de Apple, Google o de la recién creada Naap –Nacional aplicaciones–, pasado este plazo se podrían imponer multas que partían desde los mil quinientos euros y que podrían desembocar en penas de cárcel para quien se negara a su instalación.

El sistema era sencillo, la población tenía que volcar en su app todos sus datos y cada terminal debería estar geolocalizado en todo momento.

El segundo escalón era el de los Agentes de Finca –por ley todas las fincas volvían a tener un portero o Agente de Finca– que con su código específico disponían de acceso a las fichas de los vecinos de su finca y de módulos específicos para redactar informes personalizados sobre ellos.

El siguiente escalón era el de los Agentes de Barrio, un nuevo filtro y una primera revisión de informes y –en su caso– corregir o añadir información.

Cada Ministerio tenía acceso a todos los datos generales y a datos específicos en relación a la función de cada uno.

Por último el omnipotente Ministerio de Presidencia disponía de acceso total y cruzaba datos de todos los usuarios.

Este sistema enlazado a su vez con el control de pagos telemático de la banca -que después de las últimas OPAS había quedado conformado por solamente dos bancos– hacía que el control fuese absoluto.

Recorridos controlados por GPS, datos de compras, gastos, ingresos,… todo, absolutamente todo.

Este programa piloto –que Juan acababa de detallarle a María y su hermano– se ponía en marcha en diez días.

Ese era el margen que tenía Luis para quedarse en Madrid, de lo contrario en alguno de los niveles aparecería un informe comunicando su presencia allí y por tanto su localización.

Y como parecía que el incidente de la Plaza de la Quintana estaba casi olvidado los tres coincidieron en que era mejor que Luis volviese a Santiago antes de que comenzara a funcionar el nuevo sistema por mera precaución.

Para la empresa de Juan este encargo había supuesto una importante inyección de liquidez y fue acompañado de suculentos sobresueldos para conseguir cumplir con los plazos establecidos.

Además suscribieron un importante contrato para el seguimiento, actualización y mantenimiento de las aplicaciones diseñadas con una duración de diez años.

Eran las diez de la noche y les quedaba una hora para dar cuenta de la cena que habían encargado en el McDonald’s de la calle de Esparteros.

No eran muy aficionados a este tipo de comida pero era tarde y no querían alejarse mucho de casa.

Luis –después de escuchar la explicación de Juan– estaba visiblemente preocupado, siendo Catedrático de Historia y habiendo estudiado e investigado sobre el pasado, las guerras, las revoluciones, las ideas y las controversias de los pueblos no podía entender como todavía éramos capaces de desatar los demonios de la intolerancia, el fanatismo, el racismo, la pobreza, la xenofobia y el autoritarismo.

Acordaron que Luis se iría el próximo sábado, cinco días antes de que comenzara el nuevo sistema.

Cambiaron de tema y Luis aprovechó el resto de la cena para confirmarles –porque su hermana se lo había preguntado– que su relación con Antonio marchaba muy bien y que –a pesar de los tiempos que corrían– podía proclamar que eran felices.

Antonio –músico y pintor principalmente– estaba ultimando una exposición de sus más recientes obras en el Guggenheim de Bilbao y estaba realmente entusiasmado y deseando que comenzase cuanto antes.

De vuelta en casa acomodaron a Luis en el sofá y  subieron a su habitación para acostarse.

Antes de que les venciera el sueño María le comentó a Juan si se había percatado de la cara de admiración y el brillo que se veía en los ojos de su hermano cuando hablaba de “su” Antonio.

Si, él también se había dado cuenta, la rodeó con sus brazos y la atrajo hacia él para darle un largo y sensual beso de buenas noches, pero ella no estaba dispuesta a que aquello se quedase en un único beso.

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Luis

La primavera madrileña se caracteriza por sus frecuentes cambios de humor, a veces alegre con un sol radiante y un rato después su ánimo decaía bajo un gran chaparrón.

Anochecía y acababa de caer la mundial sin previo aviso, Luis –que estaba calado hasta los huesos– intentaba llegar hasta la calle Mayor desde la Plaza de España.

Conocía al dedillo aquellas callejuelas desde niño –se había criado allí mismo– y escogió la ruta más discreta y poco iluminada posible.

Cada veinte pasos volvía su mirada atrás para comprobar que nadie le seguía. Su expresión no dejaba lugar a dudas, estaba realmente atemorizado y era por eso que necesitaba llegar a su destino, a su único lugar seguro en aquella ciudad.

Después de media hora de requiebros por aquellas viejas calles de piedra, siempre alerta, siempre vigilante, por fin se encontraba en la calle Mayor a la altura del número once.

Se situó en la acera de enfrente y esperó unos diez minutos comprobando el discurrir de las personas calle arriba y calle abajo, no quería que nadie pudiese vincularlo con el portal al que quería acceder.

Una vez que tuvo claro que nadie le había seguido y que a los transeúntes su presencia le resultaba indiferente cruzó la calle apresuradamente y pulsó el botón del Atico A. 

Bajó su cabeza encapuchada escondiendo su cara para no ser reconocido a la espera de que le abrieran el portal.

De pronto sonó la voz adormilada de María; ¿quién es? se escuchó.

Luis –sin alzar mucho la voz le contestó– soy yo, tu hermano.

Carlos y Ana llevaban esperando una media hora en la cola del teatro Arlequín, habían decidido ir aquella noche a ver al humorista de moda en Madrid, era de los pocos que habían aguantado el nuevo sistema de censura previa aunque a costa de rebajar el tono del lenguaje utilizado.

Solamente habían conseguido dos entradas después de tres meses al acecho y sus amigos tendrían que esperar una mejor ocasión.

María estaba realmente sorprendida, ¿su hermano en Madrid? ¡pero si vivía en Santiago de Compostela!

Abrió la puerta y allí estaba Luis. Le dio un amoroso abrazo y enseguida se dio cuenta de que estaba empapado. Le hizo pasar y él cerró la puerta tras de si. Estaba a salvo.

En pleno curso académico era muy inusual que su hermano viniera a visitarla a Madrid, había que tener en cuenta que era Catedrático de Historia y ejercía en la Universidad de Santiago de Compostela y esto le suponía faltar a su puesto de trabajo.

María esperaba una explicación urgente porque por la forma en que se había presentado y el nivel de nerviosismo que mostraba, intuía que algo malo estaba pasando.

Además había venido solo –algo insólito– cuando siempre le acompañaba Antonio –su pareja–.

Se sentaron con un café caliente delante y Luis comenzó a explicarle la situación.

El cambio que se estaba experimentando en la Administración –representada por la Guardia Nacional– iba acorralando poco a poco a las minorías de todo tipo y en lo concerniente al colectivo gay, la marea reaccionaria se estaba convirtiendo en un tsunami.

En el imaginario popular se decía que se había reabierto el Hospital de Conxo como centro psiquiátrico y que allí estaban encerrando a algunos destacados activistas del movimiento gay.

Luis por su posición –un catedrático de renombre– estaba constantemente controlado por la Guardia Nacional pero por el momento era intocable.

El pasado fin de semana Luis y sus amigos estaban de camino a sus casas –en la parte alta de la zona vieja de la ciudad– cuando se tropezaron en la Plaza de la Quintana, –para quien no la conozca es una plaza cuadrada con entradas por sus cuatro esquinas, y fácilmente controlable por los guardias–,  con un destacamento de la Guardia Nacional y los insultos y vejaciones de estos desembocaron en un batalla campal.

Hubo varios detenidos y un Guardia malherido.

En medio de la confusión generada Luis consiguió escapar y esperaba que ninguno de los Guardias Nacionales lo hubiese reconocido.

Al día siguiente solicitó unos días libres en su Facultad y salió –con un salvoconducto que siempre tenía al día– hacía Madrid.

Pretendía pasar unos días en casa de su hermana hasta que se calmaran las aguas en Santiago.

María no daba crédito a lo que estaba ocurriendo y sobretodo la rapidez con la que se estaban generando todos estos cambios en el país.

El control de la Guardia Nacional se extendía implacable por todo el territorio nacional y la convivencia se iba haciendo cada día mas difícil y el ambiente mas irrespirable.

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La vida sigue

Necesitaban su tiempo, más tiempo uno al lado del otro y dadas las circunstancias y los problemas para desplazarse tenían que exprimir al máximo las horas que le quedaban a aquel domingo.

Habían declinado la invitación de sus amigos para poder pasar este día ellos solos, sin planes definidos, sin ningún lugar que visitar, solamente estar juntos y deambular por la ciudad disfrutando de sus vidas.

Un par de años antes hubiesen estado en algún remoto lugar gozando de alguna experiencia única como volar en parapente, haciendo escalada o montando en globo, sin embargo ahora       –después de todo lo ocurrido– comprendieron que lo único realmente importante, no era lo que hacían, sino hacerlo juntos, unidos.

Por eso el mero hecho de poder pasear tranquilamente cogidos de la mano les parecía algo maravilloso.

Disfrutar de lo simple al lado de la persona que quieres y que te importa.

La noche anterior el Uber hizo solo dos paradas, la primera para dejar a Carmen y Xavi en su casa y la segunda –imprevista– fue en casa de Ana.

Fue una decisión casi espontánea, cuando el coche se paró delante de su casa Ana se volvió hacia Carlos y acercándose a él –evitando que el conductor la escuchase– le susurró al oído; quédate esta noche.

Se despidieron del conductor y entraron en el portal.

Ana vivía en un décimo piso y el ascensor era lento, demasiado lento y para cuando se abrieron las puertas nadie salió de el.

La casualidad –o la fatalidad– puso a la señora Josefa –vecina de Ana– justo en aquel momento delante de la puerta del ascensor con la bolsa de basura en la mano y acertó a gozar del espectáculo que se desplegaba ante sus ojos.

Los rizos pelirrojos de Ana –delicadamente alborotados– caían sobre su cara y  –aún vestidos– los dos estaban enlazados en un abrazo repleto de pasión y sensualidad.

Al ver a su vecina, Ana se recompuso enseguida y visiblemente ruborizada arrastró a Carlos cogiéndolo de la mano al interior de su casa y una vez se hubo cerrado aquella puerta se desbordaron sentimientos, afectos y emociones largamente sofocados en su interior.

A duras penas consiguieron recorrer el largo pasillo hasta llegar a la última habitación al fondo de la casa.

Allí –en esa habitación– se acabaron fundiendo en un largo baile de abrazos, besos y caricias que se prolongaron durante horas.

Si, daba la impresión de que se habían enamorado.

Eran las diez de la mañana, Juan y María esperaban en la nueva chocolatería del Pasadizo de San Ginés para desayunar con Ana y Carlos.

Habían quedado allí para luego acercarse a la Fuente de Neptuno para asistir a una exhibición de Fórmula I en la que estarían –luciendo sus coches y habilidades– el mexicano Checo Pérez y nuestro Fernando Alonso.

Diez y media, sonó el móvil, era Carlos disculpándose por la tardanza. Venían de camino.

Cuando colgó –Juan– esbozó una sonrisa y le comentó a María; parece que estos dos han tenido una noche movidita, me alegro por ellos, la verdad.

Quince minutos después –doblando la esquina– aparecía la nueva pareja cogidos de la mano, sonrientes y evidentemente felices.

Se saludaron y enseguida Ana hizo un aparte con María y le contó algo de lo que había ocurrido anoche.

María le dio un gran abrazo y se alegró al ver a su amiga realmente feliz después de tanto tiempo.

Como buenos amigos que eran los cuatro siguieron charlando y cuando salió a colación doña Josefa y el ascensor se partían de risa al imaginar como a la pobre señora parecían salírsele los ojos de las órbitas.

Los churros y el chocolate no se podían comparar a los de la antigua San Ginés pero era lo que había.

Salieron hacia Neptuno, iban caminando Ana y María delante y los chicos detrás.

Carlos le iba comentando a su amigo que había tenido mucha suerte con Ana y que a medida que la había ido conociendo durante estos dos últimos años se había enamorado sin remedio.

Ya iban tarde y en consecuencia no consiguieron un buen sitio para ver el espectáculo pero se lo pasaron bien de todos modos.

Tenían ante si al último Campeón del mundo de Fórmula I –Alonso– y el subcampeón –Pérez– en dos mil veinticinco fue la primera vez en la historia que los dos primeros clasificados eran hispanoamericanos, un nuevo hito para el deporte español.

Las diez de la noche, Carmen y Xavi entraban –con evidente desgana– en la estación de Atocha, a las diez y media salía el último AVE para Barcelona.

De pronto, tras una columna emergieron –por sorpresa– sus cuatro amigos que venían a despedirse y de paso a acompañar a Carmen a su casa.

Se abrazaron los seis y agradecieron el magnífico fin de semana que habían podido disfrutar todos juntos.

Xavi les adelantó que su traslado estaba bastante avanzado y que pudiera ser que en la próxima visita pudiese quedarse definitivamente lo que supuso una gran noticia para cerrar aquel fin de semana.

En el último momento todos se gritaron ¡que volvamos a vernos!

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El cambio

Había pasado ya media hora desde que llegaron a la terraza y pidieron unos refrescos, eso suponía que les quedaba una hora hasta que tuvieran que irse.

El nuevo Ministerio de Industria y Comercio controlaba directamente la política de horarios en los locales públicos y se establecía un máximo de tiempo de estancia para el consumo, una hora y media.

Siguieron comentando los acontecimientos del día y Juan –bajando la voz– comenzó a contarles algo difícil de creer.

Su empresa acaba de recibir un extraño pedido desde el Ministerio del Interior y con un plazo de entrega imposible; un mes.

Pararon todos los proyectos en marcha lo que significó muchas llamadas a clientes explicándoles lo sucedido y provoco muchos enfados y algunas cancelaciones.

El encargo consistía en diseñar una aplicación informática por cada uno de los ministerios existentes –es decir once apps– todas ellas conformadas en tres secciones, una sección con un sistema de acceso público para introducción y registro de datos, otra de acceso restringido a los comandos de control desplegados en cada sector y una tercera de acceso exclusivo a los servicios de tratamiento de datos de Presidencia.

Una locura –comentó Juan– de esta forma el Gobierno tendrá un control absoluto –y en tiempo real– de toda la población.

¿Pero como había llegado el país hasta aquí?

Después de las elecciones de octubre de dos mil veinticuatro se desató una lucha titánica entres los dos cabezas de lista de la derecha y la extrema derecha, pugnando ambos por la Presidencia del país.

Ante la negativa del candidato de la derecha a conformarse con la vicepresidencia y los extremistas amenazando con la repetición de comicios, intervino –una vez más– su vicepresidenta –con la connivencia de su ejecutiva nacional– destituyendo a su jefe y postulándose ella misma como nueva presidenta de su partido.

Ella aceptó los términos de una capitulación que sumiría al país en una grave crisis, sobretodo moral.

De esta forma fue nombrada vicepresidenta en un Gobierno presidido por la extrema derecha. 

Fue así como tomaron el control del país los ultraderechistas.

Se acercaba el límite de tiempo y tenían que cambiar de cafetería si no querían tener un problema con la Guardia Nacional.

Ya que estaban todos reunidos por primera vez desde hacía meses decidieron irse a comer todos juntos y se encaminaron hacia una pizzeria cercana.

Cruzando Puerta del Sol se fijaron de que forma había cambiado la fisonomía de la ciudad.

Las balconadas de los edificios oficiales lucían –al lado de la bandera de España– unas banderolas con los símbolos del partido en el poder. Algo inaudito si estuviesen viviendo en un sistema democrático al uso.

Por la plaza patrullaban una docena de efectivos de la Guardia Nacional –fuertemente armados– reforzados por otros tantos agentes de la Policía Municipal, algo a todas luces excesivo pero típico del Estado policial en que se iba convirtiendo España mes a mes.

A su izquierda el antiguo edificio que albergaba la Store de Apple permanecía cerrado y con sus ventanas tapiadas. Hacía ya seis meses que la multinacional se había retirado del país dejando en la calle a todos su empleados repartidos por varias ciudades aunque lo que se rumoreaba es que les habían indemnizado muy generosamente y comprometiéndose a volver si la situación política mejoraba.

El bullicio de antaño había desaparecido, no había vendedores ambulantes, ni artistas callejeros amenizando la mañana, ni payasos, ni mimos,… nada, la nada más absoluta.

En poco tiempo el centro de la capital se había convertido en una ciudad de calles grises y silenciosas, con cientos de personas –también silenciosas– que pululaban con indisimulado nerviosismo ante tanto despliegue policial e intentando llegar lo mas rápidamente posible a su destino.

Juan, María y el resto del grupo también pertenecían a esta nueva especie de población atemorizada y siempre atenta a no dar un mal paso ante alguna autoridad de medio pelo.

Camino de la pizzería pasaron por el Pasadizo de San Ginés, donde había estado ubicada la chocolatería mas famosa de la capital que con ciento treinta y dos años de antigüedad había caído en desgracia.

Alguien muy cercano a los nuevos mandatarios pidió algún favor y de pronto el establecimiento comenzó a tener problemas de permisos, autorizaciones y altercados –posiblemente provocados– con intervención directa de la Guardia Nacional y cedió a la presión.

El siete de enero de dos mil veintiséis –quisieron celebrar una ultima navidad con sus clientes– cerraron sus puertas definitivamente.

Tres días después alguien compró el local y abrió la primera chocolatería del nuevo régimen. 

Llegaron por fin a la pizzería elegida y una vez dentro consiguieron respirar con mas tranquilidad.

Allí el reloj volvió a iniciar su cuenta atrás, noventa minutos para comer y marcharse a otro lugar.

Estaban muy cerca del ático de María y Juan y decidieron que el café lo tomarían en su casa y así no tendrían que estar pendientes de las normas de control del nuevo régimen.

Carlos –que trabajaba en el Congreso de los Diputados– no quería alarmar a sus amigos pero se rumoreaba que se estaba preparando una reforma exprés del Código Penal y uno de los artículos que se querían rescatar de la ley de mil novecientos cuarenta y cuatro era el cuatrocientos veintiocho.

El artículo en cuestión legalizaba el uxoricidio, en otras palabras o mejor, el literal del articulado era el siguiente.

“El marido que, sorprendiendo en adulterio a su mujer matare en el acto a los adúlteros o a alguno de ellos, o les causare cualquiera de las lesiones graves, será castigado con la pena de destierro.

Si les produjere lesiones de otra clase, quedará exento de pena.”

Sus amigos no podían creer lo que Carlos acababa de contarles e imaginaban que siendo este un ejemplo, todas las libertades y derechos conseguidos en años anteriores como el matrimonio igualitario, aborto, etc,… correrían la misma suerte.

Eran las nueve de la noche y aunque estaban muy a gusto charlando en casa de sus amigos, tenían que pensar en irse a sus casas.

Tal cual estaban las cosas no querían encontrarse deambulando de noche y tener un encontronazo “casual” con la Guardia Nacional así que llamaron un Uber que compartieron para llegar tranquilos a casa.

El país se había convertido en una ratonera y para sus adentros Carlos –que se enteraba de mas cosas por trabajar en la Carrera de San Jerónimo– no quiso alarmarlos más pero también se estaba proponiendo declarar un período constituyente para derribar la Constitución del setenta y ocho.

Los tiempos estaban cambiando.

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Javier Ledo Javier Ledo

Elecciones

Doce de la mañana, primavera de dos mil veintiséis, han pasado dos años en los que nuestro mundo –tal como lo conocíamos– ha dejado de existir.

Como de costumbre –cada sábado– a esa misma hora nuestros amigos se reunían en la terraza del Hotel Europa, a escasos metros del reloj de España.

A estas reuniones solían asistir Carlos, Ana, Carmen, María y Juan pero este sábado –después de tres meses– también había conseguido asistir Xavi.

Hacía ya un año que la movilidad entre ciudades estaba restringida en el país y se necesitaba un salvoconducto expedido por el Ministerio de Gobernación que revisaba exhaustivamente cada solicitud y solamente el quince por ciento conseguía tal privilegio.

Si, han oido bien, el Ministerio de la Gobernación.

El país –en dos mil veintiséis– no se parecía en nada al que conocíamos en dos mil veinticuatro.

Carmen estaba visiblemente contenta, llevaba tres meses a golpe de videoconferencia y además con la caída de la calidad que se había producido en el servicio este último año, los cortes eran constantes y era un suplicio mantener una conversación mínimamente coherente.

Los demás lo tenían un poco más fácil al vivir en la misma ciudad pero tenían que andarse con mucho ojo y no meterse en ningún lío de lo contrario la Guardia Nacional –en su mayoría afiliados del partido en el poder– tenía potestad para detenerte y meterte en un calabozo durante tres días sin ningún trámite previo.

Carlos y Ana no eran oficialmente pareja aún pero estaba claro que se tenían un especial cariño y cada vez que se reunían se les veía mas compenetrados.

María y Juan habían decidido hacía poco tiempo irse a vivir juntos, los alquileres se habían disparado al igual que el combustible, la luz, el agua por no decir nada de la comida.

Así que después de casi dos años tomaron la decisión y él dejó su piso –de alquiler– y se fue a vivir con María en su ático y el ahorro les permitía vivir mas desahogados y disfrutar de mucho más tiempo para ellos.

Xavi estaba dándole vueltas –junto con Carmen– a la posibilidad de trasladarse a vivir a Madrid, pero aun siendo un funcionario, el hecho de ser catalán era un impedimento muy importante en este nuevo orden.

Todo ocurrió –o mejor expresado– todo comenzó en junio de dos mil veinticuatro cuando se dieron a conocer los resultados de las elecciones europeas y sorpresivamente la extrema derecha consiguió colocarse como segunda fuerza continental por detrás de los populares y consiguieron formar un “gobierno” europeo.

La siguiente ficha en caer comenzaba a tambalearse en la península ibérica.

El impacto de los resultados europeos fue demoledor y supuso un retroceso inesperado en la economía, los derechos y las libertades en toda la Comunidad Europea.

En nuestro país como consecuencia del pacto de gobierno en Catalunya, y pese a todos los logros conseguidos, el Gobierno perdió el apoyo de votos cruciales para su supervivencia y hubo de convocar elecciones en octubre de ese mismo año.

Carlos y Juan –activistas de izquierdas en su juventud– en seguida supieron leer lo que estaba sucediendo y colaboraron activamente en la campaña de diversos partidos para intentar resistir el embate de la ultraderecha nacional, que a su vez arrastraba tras de si a la derecha de toda la vida.

Por su parte Xavi en Catalunya hacía lo propio pero resultaba inquietante el empuje y el auge del populismo que se venía gestando en los bajos fondos de nuestra democracia.

Los planteamientos simplistas de ciertos líderes intentando convencer a la población de que los problemas complejos se resuelven con fáciles y sencillas recetas de barra de bar iba calando rápidamente entre la ciudadanía.

Llegado el día de los comicios el resultado fue asombroso, la suma de las derechas arrojaban la infame cantidad de doscientos diputados.

El pueblo había hablado y tocaba acatar el resultado totalmente democrático de las elecciones.

Juan lo tenía claro, tantos años de desunión de la izquierda y una pulsión innata hacia la autodestrucción nos había llevado –finalmente– a entregar el país en bandeja de plata a la peor generación de políticos conservadores que había existido nunca.

María estaba asustada, en el Ayuntamiento ya se hablaba de cambios y recortes, controles exhaustivos de la información y se rumoreaba algo sobre una selección entre el personal para crear un cuerpo de control interno del funcionariado que abarcaría a las comunicaciones, tanto emails, mensajería e incluso las conversaciones telefónicas.

Un segundo nivel –que no se sabía quienes lo formaban– estaban dedicados a hacer de informantes de todo lo que ocurría en las instalaciones.

La administración –en menos de un mes– se transformó en virtuales campos de concentración.

El sistema se expandió como las ondas que provoca una piedra al caer en medio de un río.

Y controles y sistemas de espionaje parecidos se fueron activando en todos los barrios de Madrid afectando directamente a toda la población.

Carmen -siempre rebelde– ya había tenido un par de encontronazos con un par de chivatos que había descubierto en su planta y le costó un par de advertencias de sus superiores y alguna amenaza sobre un hipotético despido.

¿Despedir a una funcionaria? ¿donde se ha visto eso? –preguntó– y la respuesta la dejó sin palabras, porque aquel jefe de servicio le soltó; todo se andará tu danos seis meses mas y ya verás.

Ahí fue cuando realmente se dio cuenta de que aquella gente iba en serio y les esperaban tiempos muy difíciles.

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Javier Ledo Javier Ledo

Siempre Lobos, siempre Lanzarote

Se agradecía la brisa a orillas del mar pues de otra forma el sol —que apretaba de lo lindo— sería inaguantable.

Al levantar la vista lo primero que se podía ver era la soledad, si la soledad puede verse si uno se fija bien.

Y justo ahí delante, tres pasos más allá de esa misma soledad se levanta majestuoso el islote de Lobos, que pareciera poder tocarse solo con estirar un poco el brazo.

El pequeño canal —el río— que lo separa de Fuerteventura —su hermana mayor— evoca viejas leyendas de piratas y tesoros hundidos o quizá enterrados a buen recaudo bajo la arena dorada de alguna de sus idílicas playas a la espera de que algún visionario loco lo encuentre.

Un poco más allá se divisa —imponente— nuestra compañera en medio de este océano que nos rodea, me refiero a Lanzarote.

Divisarla en el horizonte —además de recordarnos que no estamos solos en medio del mar— nos tranquiliza, podemos percibir que en un momento de necesidad, penuria o escasez, tenemos a nuestro alcance alguien en quien confiar.

El manto marino que se extiende ante nosotros pareciera una auténtica autopista de múltiples carriles por donde discurre de isla en isla la vida, nuestra vida.

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