Adrenalina (Cap. XIII)

En su mano izquierda una copa de vino blanco, mientras que su mano derecha repiqueteaba sobre la mesa y se acompasaba con su rodilla que no paraba de subir y bajar a una velocidad de vértigo.

Eran las seis de la tarde de un viernes que se repartía a partes iguales las etiquetas de primaveral y otoñal.

El sol no calentaba lo suficiente como para hacer olvidar aquella brisa fría —helada diría yo— que la atravesaba desde hacía ya unos quince minutos.

Acompañando aquella copa el camarero le había traído unos manises y unas papas fritas.

A su espalda podía leerse —en un inmenso letrero— Café Zúrich, había quedado allí con Xavi que se estaba retrasando y entre eso y la ventisca se estaba poniendo de los nervios.

De pronto notó una mano sobre su hombro derecho que no la dejaba girarse y estuvo a punto de exhalar un grito pero rápidamente Xavi se colocó delante de ella y casi hincando su rodilla derecha en el suelo le pidió perdón por el retraso.

Ella sonrió al verlo allí a sus pies y se le pasó el frío, se levantó, le dio un abrazo de bienvenida y antes de nada cogió su copa y se dirigió al interior del local.

Había pasado un año de su primer encuentro aquella noche en las Ramblas y ahora tocaba ver si podían dar algún otro paso.

Cuando sintió su mano sobre su hombro, su interior le dijo que no se equivocaba con este viaje.

Charlaron durante un buen rato de banalidades, de aquellas cosas sin importancia pero importantes porque cumplen una función vital para llegar a conocerse y a confiar.

Xavi le confesó que tras aquel breve encuentro había deseado volver a verla pero que –como nos pasa a todos– el día a día, el trabajo, los compromisos y también –porqué no admitirlo– la distancia les había hecho perder un año.

Carmen asintió y se sinceró con él en los mismos términos, pero ahora ella estaba allí, había dado un paso importante –desde su punto de vista– y entonces le preguntó directamente –a bocajarro– si creía que podían intentar establecer –aunque con el handicap de la distancia– una relación.

Los dos se miraron a los ojos y en una décima de segundo supieron –sin decirlo– que iban a meterse en un lío a lomos del AVE entre las dos ciudades.

Se hacía tarde y cambiaron de sitio, buscaron un restaurante en los alrededores y se fueron a cenar.

Sabían de antemano que no iba a resultar fácil llevar aquella relación adelante pero –al mismo tiempo– se veían capaces y estaban determinados a conseguirlo.

Se divirtieron de lo lindo durante la cena, casualmente habían entrado en un local cuyo mayor atractivo los viernes era,… el karaoke.

Cuando estaban con las copas un par de empleados del local comenzaron con las pruebas de sonido y anunciaron por megafonía que en diez minutos comenzaría el show.

Decidieron quedarse, les estaba gustando el ambiente y sabían que se iban a divertir.

Puntualmente diez minutos después comenzó el espectáculo, y no podían creerse lo que estaban viendo.

De repente vieron sobre el escenario cinco chinos –o a lo mejor eran japoneses– todos en fila para actuar y cuando sonaron las primeras notas de “Clavelitos” no podían parar de reírse, aunque tenían que reconocer que el cantante no lo hacía del todo mal, siempre que no nos fijásemos mucho en el acento de su voz, o como arrastraba las sílabas.

Pasaron la siguiente media hora entre carcajadas, canciones desafinadas y mucho humor.

Carmen –que se lo estaba pasando en grande– retó a Xavi a salir al escenario y aunque este intentó esquivar la escena,… no lo consiguió.

Le dio un beso como si se tratase de ir al frente y se encontró de repente subido al escenario haciendo cola detrás de otro chino que aún andaba por allí.

Desde allí le gritó a Carmen, “esto sí es una prueba de amor”.

Escogió su canción y se la dedicó, quería –además de divertirse– enviarle un mensaje a aquella chica tan valiente que estaba sentada allí observándolo.

Ella no lo sabía –aún no se conocían mucho– pero Xavi había tenido varios escarceos con el mundo de la música y se defendía muy bien con el micrófono.

Juan Luis Guerra fue su elección.

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