com

Una bonita casualidad

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se encontraron y casualmente un precioso domingo de primavera paseando por la calle de Postas camino de la Plaza Mayor volvieron a verse.

Curiosamente era primavera otra vez así que su anterior encuentro había sido hacía ya casi un año.

Es lo que suele ocurrir cuando nos sumergimos en nuestro trabajo y nos encadenamos a una perversa rutina productiva que nos aísla un poco más cada día.

La sorpresa era tal y había pasado tanto tiempo que Juan no sabía muy bien si abrazar a María, darle un apretón de manos o simplemente decirle un escueto “hola, cómo estás”.

Finalmente se decidió por lo que creyó mas personal y afectuoso, la rodeó con sus brazos y se fundieron en un largo abrazo cómplice, uno de esos abrazos que te recargan el alma.

En medio de la calle y ajenos a las miradas de los transeúntes mas cercanos disfrutaron de aquel bonito momento celebrando su reencuentro.

Y siguieron así –abrazados– un tiempo que pareció eterno, y sin decirse nada pareciera que se lo decían todo.

Cuando por fin lograron desprenderse y –aún en la corta distancia– consiguieron mirarse a los ojos, los dos parecían a punto de echarse a llorar.

Solamente había pasado un año pero había mucho de lo que hablar, mucho de lo que arrepentirse y quizá también abrir sus corazones y admitir que habían perdido por el camino alguna oportunidad de compartir –de compartirse–, aunque quizá aun estaban a tiempo.

Fue Juan el primero en reaccionar. No estaban muy lejos del mejor y mas famoso lugar de Madrid para desayunarse unos buenos churros, la Chocolatería San Ginés, y siendo esto así no dudó en proponerle a María pasar un buen rato juntos delante de una humeante taza de chocolate con sus inseparables churros, y así podrían ponerse al día.

Ella –que también estaba de paseo sin un rumbo definido– aceptó de buen grado la proposición y desandando una parte del camino se dirigieron hacia el famoso callejón en el que siempre pululan una gran cantidad de transeúntes y clientes del establecimiento.

Tuvieron mucha suerte, pareciera que los astros se habían alineado para ellos aquella mañana y no tuvieron que esperar mucho tiempo para acomodarse en una mesa en la misma callejuela, en un rincón, entre sol y sombra, muy acogedor e íntimo aún estando en plena calle.

Se conocían desde hacía varios años aunque el hecho de vivir realmente alejados y el típico ritmo de la vida diaria, propiciaban que fuese difícil verse mas a menudo. Nada que no pudiese cambiar si así lo desearan.

Llegaron, por fin, dos tazas humeantes con su platillo repleto de churros y se dispusieron a disfrutar de un bonito momento, esos momentos de los que hay pocos ya. Y para ello lo primero que hicieron fue apagar sus móviles.

Después de aquel precioso abrazo en la calle de Postas y durante el breve recorrido hasta San Ginés, Juan se dio cuenta de algunos pequeños cambios en la imagen de su amiga.

Se había aclarado un poco el pelo y –aunque el no era un experto en estas lides– ahora lucía un rubio dorado que –a su entender– le quedaba perfecto y realzaba sus ojos color miel.

Al igual que a él, el tiempo también le había pasado factura en forma de algunas pequeñas arrugas que a Juan le parecieron todas muy bien situadas y que realzaban su expresión haciéndola enigmática por momentos, siempre dulce y comunicando una serenidad que te conquistaba en el primer parpadeo.

Pero volvamos a la mesita en ese acogedor rincón del Pasadizo de San Ginés.

Para romper el hielo de ese último año sin apenas contacto comenzaron hablando de sus trabajos y de como se les había ido el tiempo sin verse.

Ella seguía trabajando en la Administración Pública, contenta con la oportunidad de ayudar a sus vecinos pues su puesto era básicamente de cara al público y económicamente no tenía queja alguna.

Seguía viviendo en su vieja buhardilla del centro –una zona privilegiada– y a tiro de piedra de museos, teatros y las zonas de ocio mas reconocidas de la ciudad.

Por su parte Juan también seguía viviendo donde siempre en Plaza Quito, desde donde podía seguir al milímetro las andanzas del Real Madrid solo con escuchar el griterío de cada domingo.

Después de estos escarceos sobre lo más básico siguieron adentrándose cada uno en el mundo del otro y en apenas diez minutos ambos llegaron a la conclusión de que seguían viviendo una vida de cierta rutina y que algún que otro desengaño les había llevado a ser muy cautos –o muy miedosos– con cualquier tipo de relación que se les pudiese presentar.

Se miraron un instante eterno, no se dijeron nada y se lo dijeron todo, pero ninguno de los dos consiguió superar el ámbito del pensamiento y todo se quedó en sus mentes y en sus miradas, por el momento.

Se les habían pasado dos horas en un suspiro y aunque hubiesen estado el resto del día juntos los dos dieron por bueno ese breve espacio de tiempo compartido después de aquel aciago año.

María –que no estaba dispuesta a dejar escapar la oportunidad– dio el primer paso y cuando ya se despedían propuso a Juan verse el siguiente sábado, cenar y luego echar un vistazo a la cartelera e ir a algún musical en Gran Vía o a algún espectáculo de humor donde evadirse un rato y disfrutar juntos de la vida.

Ni que decir tiene que nuestro querido –y ciertamente tímido– amigo Juan aceptó encantado y para sus adentros suspiró aliviado pues ya creía que pasaría otro año sin verla.

Habían llegado ya a Puerta del Sol y tenían que separar sus caminos.

Lo hicieron igual que cuando se encontraron, con un abrazo de esos que te dejan sin aliento, un abrazo de verdad.

María se inclino hacia atrás y mirándole a los ojos le dijo “que volvamos a vernos” y Juan cerró el encuentro certificando lo que parecía ya una primera cita, “el sábado a las ocho”.

Pero esa es otra historia.