Este lunes era un día muy especial para Juan y aunque de natural tímido le gustaba compartir con algún amigo lo que él consideraba un buen momento, una buena noticia o algo que le había hecho tremendamente feliz.
Enfrascado en la rutina diaria frente a sus dos pantallas de treinta y dos pulgadas conectadas a un macbook de última generación le bailaban los números.
Este lunes le hubiese venido bien tener un par de cerebros para gestionar tanta multitarea, se le hacía imposible trabajar en piloto automático y al mismo tiempo rememorar lo ocurrido durante el fin de semana.
Decidió darse un salto a la cafetería y tomarse un café –eran las once de la mañana y no había desayunado– pero tendría que hacerlo él solo.
No podía avisar a Pedro pues dada la situación por la que atravesaba sería muy cruel compartir con él lo bien –aparentemente– que pintaba su vida a raíz de los últimos acontecimientos.
De esta forma sentado –solo– en su mesa de siempre, en su cafetería de siempre, comenzó a repasar mentalmente todo lo que le había sucedido durante la última semana y cómo todo esto estaba a punto de cambiar el rumbo de su vida.
Desde aquel lejano viernes noche –aunque sólo hubiese pasado una semana– en que se encontró mas solo de lo habitual, podría decir incluso que se sintió a si mismo como un ser solitario –que es peor que estar solo– hasta el momento actual, se habían dado una serie de circunstancias por las que él no estaba acostumbrado a transitar.
Aquel providencial encuentro en la Calle de Postas reavivó sentimientos atesorados y no expresados durante años, y pareciera que el destino, el karma, las estrellas o a saber quien, se habían conjurado para provocarlo.
Después de varios años de calculada amistad, respeto, alguna que otra confidencia –y al menos por su parte resguardando sus sentimientos– todo se había precipitado en las dos horas que pasaron delante de aquel chocolate con churros en San Ginés.
También tenía claro que si María no hubiese dado aquel primer paso, aquella velada invitación, él quizá nunca se hubiera atrevido debido al temor al rechazo que siempre le atenazaba, dado que a menudo le embargaba la sensación de no estar a la altura.
Después de pasar toda la semana en vilo, quizá temiendo que algún imprevisto provocase la anulación de la deseada cita, tuvo que lidiar con el contratiempo de lo ocurrido con Pedro –a propósito, Ana lo había llamado por la mañana temprano, quería verlo– y aunque provisionalmente estaba solucionado, no podía perder de vista que esa solución era precisamente eso, provisional.
Le gustaba y disfrutaba reviviendo mentalmente aquella cena íntima en aquel rincón tenuemente iluminado y aquel ambiente musical donde predominaban el blues y el jazz, tan sensualmente idóneos para algunos momentos.
Esos momentos –vividos con tanta intensidad– son de los que se impregnan en tu alma y no se olvidan por más tiempo que pase, son ese tipo de experiencia te acompaña para siempre.
Juan era un romántico impenitente y le gustaba ser así, vivir el amor con intensidad, escuchar, agradecer, tener presente a la persona que amas, compartir –como se dice ahora– tiempo de calidad, en resumen disfrutarse mutuamente y sentir que pase lo que pase la otra persona está ahí y no para solucionarte la vida, solamente para acompañarte y en muchas ocasiones para sentarse a tu lado en silencio y comprenderte.
Juan –en contra de lo que muchas personas le decían– pensaba que el amor no debilita, pensaba que el amor te hace más fuerte, siempre, incluso si te equivocas.
Muchas veces sus amigos le habían oído decir que “sin amar existes pero no vives” y aunque sabía que la mayoría no compartía su idea no era algo que le preocupase lo mas mínimo.
En aquella buhardilla –con Madrid a sus pies– se había sentido enormemente feliz, y había recuperado sentimientos que hacía mucho tiempo que se le habían hurtado.
Aunque era consciente que todo era muy explosivo y reciente y que habría que rebajar el soufflé en algún momento, se dijo a si mismo “carpe diem” disfruta el momento.
Lo que ocurrió aquella noche en el ático de María le había calado tan hondo que llegaba a sentirse indefenso ante la avalancha de sentimientos que le atravesaban.
Habían quedado a las cinco de la tarde para tomarse un café, dar un paseo –sólo un paseo– y seguir conociéndose poco a poco.
Madre mía –se dijo– las doce y media, hora y media para un café!!
Salió a escape hacia su oficina y esta vez subió las escaleras de dos en dos y rezando para no tropezarse con su jefe por el camino.