Andrea
La noche se extendió hasta casi el amanecer, después del baile –a eso de las dos de la madrugada– lo que iba a ser un regreso a casa se convirtió –sin pretenderlo– en un largo paseo durante el cual –en la tranquilidad de la noche– fueron intercambiado experiencias, vivencias y casi sin darse cuenta estaban pasando de ser dos persona que se conocían a iniciar una senda de amistad.
A los dos les parecía estar en otro universo, ella porque había encontrado a alguien que sabía escuchar y él porque hacia mucho tiempo que no se encontraba tan a gusto con alguien.
Andrea venía de una experiencia –como se solía decir ahora– tóxica, una pareja que buscaba disponer de una mujer bella, dulce, siempre correcta ante la sociedad e inteligente.
El problema era que Ernesto –que así se llamaba aquel sujeto– exigía de Andrea una sumisión extrema y una entera disponibilidad para todos sus caprichos.
Un tipo de relación totalmente fuera de lugar hacía ya muchos años y que acabó por dinamitar la relación. Las mujeres actuales más que princesas desean ser guerreras, o al menos una conjunción de todos estos valores.
Juan no entendía que existiesen aún hombres con esa escala de valores y cuando se encontraba algo así –como los casos de Pedro y Ernesto– lo achacaba siempre a un fracaso de nuestro sistema educativo.
La experiencia de Juan era totalmente contraria a lo que había tenido que sufrir Andrea, él había mantenido una relación extraordinaria que solamente se había truncado por una fatalidad y –ahora– tres años después había aprendido a vivir con ello.
Los dos parecían –desde sus distintas experiencias– comprenderse y compenetrarse bastante bien y comenzaban a confiar el uno en el otro.
Comenzaba a refrescar y Andrea no pudo reprimir un escalofrío que no pasó inadvertido para Juan.
Le ofreció su cazadora y aunque –en un primer impulso– ella la rechazó educadamente, no se opuso a un segundo intento ante la insistencia de él pues realmente tenía frío.
Juan le colocó la chaqueta sobre sus hombros y ella agradeció el gesto cogiéndole del brazo y arrimándose a él para compartir el calor de sus cuerpos.
Aquel paseo les había llevado a las puertas del Retiro y aunque era un recinto cerrado a esas horas, ellos conocían –al igual que muchos madrileños– una pequeña brecha al oeste de la valla, por la cual penetraron y así disfrutar del parque en soledad.
Ninguno de los dos parecía tener prisa por acabar aquella curiosa cita, ella porqué –después de mucho tiempo– volvía a sentirse segura al lado de un hombre y él porqué –también después de mucho tiempo– había conseguido dejar atrás una sensación de infidelidad que –evidentemente– no tenía ningún sentido.
Se sentaron en un banco con el lago a la vista, y así, acurrucados el uno contra el otro permanecieron durante un buen rato totalmente en silencio, diríase que cada uno –para sus adentros– intentaba comprender el significado de aquella situación -si es que significaba algo– y las consecuencias que podrían surgir de aquello.
Ninguno quería romper el silencio, no entendían porqué pero se sentían bien así, como si cada uno de ellos ejerciese sobre el otro un halo protector que los aislaba del resto del mundo.
Aquel momento –que les pareció hermosamente eterno– fue, al fin, interrumpido –muy a su pesar– por Andrea.
Se incorporó –separándose levemente de él– y dejándose llevar por su corazón acercó sus labios a los suyos y le besó.
Juan –todavía aturdido– se disculpó por dejarse llevar por sus emociones en respuesta a su beso, pero ella le hizo callar y volvió a besarle otra vez.
Aquellas dos almas –sin rumbo fijo– parecían haber encontrado el uno en el otro, confianza, sinceridad y lealtad.
Eran ya las cuatro y media de la madrugada y aún quedaba un buen trecho hasta el ático así que comenzaron el camino de vuelta, todavía abrazados, aunque ya no sentían tanto frío.
En el camino de vuelta Andrea le confesó que era su cumpleaños y que tenía la sensación de haber recibido un gran regalo de la mano del destino.
Era veintitrés de junio, había luna llena y Juan no se creía lo que acababa de suceder, pero estaba viviendo un momento de extrema felicidad.
Noche de chicas
Se desgranaban los primeros días del verano, y Juan amaneció visiblemente agitado.
Parado frente al espejo, ese mismo espejo con el que tantas veces había mantenido nutridas conversaciones, intentaba decidir cuál sería el atuendo de esa tarde-noche que se avecinaba.
Días antes –apremiado por Ana y Carmen– había accedido a tener una cita casi a ciegas y dada su falta de experiencia le asaltaban, como no, dudas y miedos que habría de vencer cuanto antes.
Un nuevo amanecer
Lo primero y más acuciante ¿que me pongo? algo, no muy formal pero tampoco demasiado casual.
Finalmente la decisión parecía clara, has de presentarte como tú eres en tu día a día, sencillo, sin pretensiones de ser o aparentar lo que no eres.
Esa fue la respuesta que recibió desde el otro lado del espejo.
Había convenido con las chicas que –si querían que aceptase aquel compromiso– alguna de las dos tendría que quedarse con su hija esa noche.
Se intercambiaron una mirada cómplice y entre carcajadas le dejaron claro que no valían excusas y que no se iba a librar.
Por supuesto que ellas tenían ya decidido que se quedaban con la niña y ya tenían preparada una “noche de chicas”.
Ana fue la primera en llegar y nada más verlo tuvo que contener la risa, la verdad es que parecía un cromo y le extrañó porque él era bastante apañado para su vestimenta.
Sin darle tiempo a decirle nada sonó el timbre, era Carmen que se retrasó un poco porque se había parado en una pastelería y venía cargada de cositas para malcriar a la niña.
Cuando Carmen vio a Juan pensó exactamente lo mismo que Ana y entre las dos se dispusieron a solucionar aquello, o de lo contrario el fracaso iba a ser monumental.
Su amigo –suponían que por los nervios del momento– se había puesto unos zapatos de piel marrones, un cinturón verde de puro invierno, un pantalón gris de pinzas y todo ello aderezado con una camisa hawaiana dos tallas por encima de la suya.
La pregunta de Carmen no dejaba lugar a dudas, ¿tu te has visto en un espejo? Así no te dejamos ir a ningún sitio.
Vamos a ver que tienes en el armario porque esto hay que solucionarlo y tenemos poco tiempo.
Subieron las dos arriba y después de mucho rebuscar dejaron todo preparado sobre la cama, bajaron al salón y le dijeron a Juan que subiera a cambiarse.
El intentó negarse, pero viendo las caras de sus dos amigas comprendió que no era momento de discutir y que seguro que iba a perder, así que agachó la cabeza y subió las escaleras.
Al rato bajó y aquello parecía otra cosa, ahora era el Juan que ellas reconocían enseguida, zapatos negros super limpios, cinturón de cuero negro, vaquero ajustado y camisa blanca. Por si refrescaba llevaba una cazadora de cuero negra.
Sencillo, discreto, como era él, sus amigas todavía no se explicaban adonde quería ir con aquella camisa hawaiana.
Quedaba media hora y ya iba un poco justo de tiempo así que se despidió de ellas, pero solamente después de darles un montón de indicaciones sobre lo que comía la niña, los dibujos que le gustaban, el pijama que tendrían que ponerle…
Ellas –sin parar de reír– no le hicieron ni caso, –suavemente– lo fueron empujando hacia la puerta y una vez en el descansillo le dijeron, “diviértete” y cerraron sin más.
Bueno, a ver si se anima un poco –dijeron– y a continuación gritaron al unísono ¡¡¡Aura!!! ¡¡¡noche de chicas!!!
Andrea no era una desconocida para Juan, compañera de Ana en la clínica, algunas veces habían coincidido juntos con el resto del grupo aunque nunca había llegado a integrarse del todo.
Sus amigas le insistieron en que debía salir un poco y forzaron la situación con Andrea, sin ningún tipo de pretensión, solamente intentaban que Juan se despejase un poco con una amiga, nada más.
Habían quedado en la Plaza Mayor –no muy lejos de casa– para cenar y charlar un rato.
Andrea era una chica alta, de curvas rotundas y una larga melena cobriza que la hacía destacar en dondequiera que se encontrase.
Diez minutos después apareció enfundada en un pantalón de cuero negro y unos tacones de infarto, su larga y rizada melena realzaba su figura, se dieron un abrazo, un par de besos en la mejilla y se dirigieron a su mesa.
Se enfrascaron en una animada charla intentando explicarse el uno al otro las peculiaridades de sus trabajos y poco a poco fueron derivando hacia cuestiones más personales como sus gustos musicales, literarios o cinéfilos.
Después de varios años de verse sin más, ahora estaban conociéndose de verdad y lo estaban disfrutando realmente.
Llegando al postre Juan le estaba contando un sinfín de anécdotas que le habían ocurrido durante los últimos años con su hija, todo por su inexperiencia como padre y percibía como Andrea se le quedaba mirando con cierta incredulidad y admiración.
Cuando acabaron de cenar Juan llamó la atención sobre la hora que era y que sería mejor dar por finalizada la noche, pero ella no estuvo de acuerdo y le dijo de ir a tomarse unas copas a un pub cercano.
Juan llamó a las chicas para avisarlas y ver como iba todo y las dos le dijeron que todo estaba estupendamente y que ni se le ocurriera aparecer por casa, “diviértete” fue su última palabra y le colgaron.
Así las cosas se volvió hacia Andrea y le dijo, todo arreglado, aún no puedo volver a casa ¿nos vamos?
Era noche de música en vivo y se lo pasaron muy bien, un par de copas y al son de la música unos bailes, hacía mucho tiempo que ninguno de los dos disfrutaba tanto en compañía de alguien.
Andrea también había tenido unos años difíciles y comenzaba a remontar, dos almas heridas intentando surfear la vida.
Déjame que te deje, tenerme pena...
Días de luces, días de sombras
Las seis de la mañana, la puerta del día solamente está entreabierta pero ya hay alguien que se ha levantado aunque –siendo domingo– no tenga absolutamente nada que hacer.
Pero era un día ciertamente especial, tres años atrás aquel fatídico dieciséis de junio el sol se nubló inesperadamente, aún cuando no se veía ni una sola nube al levantar la vista al cielo.
Aura y su madre cumplían tres años, ciertamente eran dos celebraciones totalmente contrapuestas, vida y muerte, luces y sombras, futuro y pasado.
Juan –su padre– había preparado una pequeña fiesta, y este año además de su grupo de amigos también estarían Antonio y Luis que llegaban en un par de horas desde Santiago.
El camino estaba siendo difícil, se alternaban días luminosos con nuevos proyectos, nuevos retos y al mismo tiempo días sombríos llenos de recuerdos, remordimientos y culpabilidad autoinfligida.
A media mañana se oyó el timbre de la puerta, allí estaban Antonio y Luis, se abrazaron con cariño –hacía mucho que no se veían–, Aura al verlos saltó del sofá, se abalanzó hacia ellos y se fundieron los tres en un solo abrazo que pareció eterno.
Juan les tenía preparado un desayuno de esos que ya no se estilaban con bollería, churros, chocolate, café,.… Delante de aquel banquete Juan se interesó por el desarrollo de la carrera artística de Antonio.
Después de la exposición del Guggenheim Antonio vio como se relanzaba su carrera y obtenía repercusión –sobretodo– en el extranjero consiguiendo enlazar una serie de exposiciones alrededor del mundo en ciudades tan importantes como Londres, Nueva York o París.
Estaba realmente contento –entusiasmado más bien– de como la vida le estaba tratando, podría decirse que Antonio cabalgaba a lomos de sus mejores días de luz.
Recordaron fugazmente aquel viaje a Bilbao para ver aquella exposición que tanto marcó su carrera.
Juan envió algunas fotos de aquellos días al televisor del salón para verlas en pantalla, allí estaban todos –sonrientes– de paseo por la orilla del Nervión con unos magníficos helados en sus manos, felices en otro más de esos días de luz.
Les había impresionado la majestuosidad del museo a la orilla del río y sobretodo la multitud de matices que la luz del ocaso provocaba sobre la superficie metálica que lo conformaba, en si mismo aquel edificio era una obra de arte.
Justo en ese momento la pantalla mostró un primer plano de María, sonriente, el pelo al viento, su pequeña nariz mostraba una mancha de helado y los tres se quedaron mudos, sin saber como reaccionar.
Pasados cinco segundos –los que el sistema automático tenía programados– apareció la siguiente imagen, aunque no llegó a tiempo para evitar que rodaran algunas lágrimas por las mejillas de aquellos tres hombres.
Eran casi las doce de la mañana y debían darse algo de prisa para llegar al Cementerio de La Almudena para depositar unas flores y honrar la memoria de aquella maravillosa chica que se encontró con su último día en aquella plaza del centro de la ciudad, un día de sombras.
Cuando llegaron se reunieron allí con el resto del grupo que habían llegado un par de minutos antes.
Llevaban varios ramos de flores, lirios, azucenas y –principalmente– rosas, amarillas, rojas,…
Cuando dieron un paso atrás para rendir aquel sentido homenaje, la lápida era un precioso mar de flores, un triste consuelo.
De pie, –en silencio– alguno rezando, alguno cerrando los ojos, cada uno a su manera intentó conectar con el alma de aquella amiga que la razón les decía que ya no estaba con ellos, aunque ellos sentían que siempre estaba allí.
Pasados unos minutos –a indicación de Juan– comenzaron a retirarse y se encaminaron hacia los vehículos para dirigirse a la siguiente parada del día, un magnífico restaurante con parque infantil incluido donde disponían de un sinfín de atracciones, teatro de títeres, cuentacuentos,… Aura estaba encantada, era su día de luces.
La vida seguía adelante, vida y muerte, luces y sombras, futuro y pasado, entre estas pulsiones se desarrollan nuestras vidas.
Ella y la soledad
La fotografía siempre había sido una de sus pasiones, la posibilidad de pararse un momento y observar un paisaje, una ola rompiendo en un acantilado o el sol naciente siempre le había encandilado.
Era una manera de ver la realidad pausadamente, disfrutándola, viviéndola de verdad y plasmando para siempre los colores vivos del mediodía, las sombras sugerentes de un atardecer o las brumas de un día cualquiera intentando desperezarse.
Salir a fotografiar la vida, le relajaba y le ayudaba a reencontrarse consigo mismo, además le permitía reencontrarse con el pasado.
Esa es una de las mejores cualidades de la fotografía, una vez que disparas tu cámara has captado un momento único, un recuerdo.
Pero ahora mismo no estaba observando ninguna de esas fotografías realizadas serenamente y que captaban un memorable paisaje.
Tenía ante sus ojos una imagen captada a vuelapluma, sin grandes pretensiones, con el móvil del momento, uno de esos autorretratos que llamamos –sin mucho sentido– selfie.
Era una foto sencilla, pero encantadora, allí estaba ella, seguramente poco después después de sus ejercicios con las mancuernas a juzgar por los leggings que lucía y que tan bien se ajustaban a su figura.
Su cara –sin ningún tipo de artificio– lucía fresca pero sofisticada al mismo tiempo, sus labios –perfectamente perfilados– no necesitaban ningún color extra para resultar extremadamente apetecibles.
Su nariz estaba flanqueada por dos preciosos ojos color miel cuya expresión daba al conjunto de su cara la imagen de una chiquilla dulce, un punto triste pero con una mirada desafiante.
Todo ello rematado con su rubia media melena, que en aquella foto aun dejaba entrever algún retazo castaño.
El top de tirantes insinuaba sin exponer, perfecto.
Estos momentos eran lo que le quedaba a Juan, recuerdos y más recuerdos.
Recuerdos en soledad, con los amigos, con los compañeros del trabajo, pero solamente recuerdos, no quedaba nada más.
Juan –inmerso en sus recuerdos– se sobresaltó al escuchar el interfono del portal, había olvidado que sus amigos venían a merendar.
Recogió apresuradamente las fotos que tenía esparcidas por encima del sofá y la mesita de centro, se recompuso apresuradamente ante el espejo del baño, ensayó su mejor sonrisa, abrió la puerta del ático y allí estaban todos ellos.
Carmen y Ana se le tiraron al cuello y casi lo tumban con el ímpetu de sus abrazos.
Por su parte Xavi y Carlos le abrazaron con una ternura que pocas veces se observaba en un abrazo entre hombres.
Hacía mucho tiempo que no quedaban y se habían echado de menos, intentaban retomar viejas costumbres y arropar a Aura y a su padre.
Prepararon la mesa para la merienda, habían traído chocolate, churros, jamón serrano y no se cuantas cosas mas.
Se dispusieron alrededor de aquella mesita como pudieron y charlando, riendo y comiendo intentaban recomponerse, volver a ser aquel pequeño grupo de amigos, aquella pequeña familia que de pronto escuchó un ruido y al volver sus cabezas vieron a una preciosa niña bajando las escaleras con aquel patito de peluche entre sus brazos.
¡Hola tía Carmen! ¡Tía Ana!
Mediterráneo
El muelle de Barcelona había perdido parte de su esplendor pero seguía siendo un punto de atraque importante para los cruceros que operaban en esa parte del Mediterráneo.
Eran las once de la mañana, faltaban cinco minutos para llegar a la Estación de Sants y –aunque no quería exteriorizarlo– estaba nervioso, hacia casi cuatro años que no pisaba su ciudad.
Al apearse en el andén se encontraron de bruces con un primer filtro de la Guardia Nacional.
Mostraron sus carnets y el agente cotejó sus números con la autorización que figuraba en su aplicación y comprobó que todo estaba en orden y les dejó seguir sin problema.
Salieron fuera de la estación y se dirigieron a la parada de taxis –hacía tres años que los VTC se habían prohibido en el país– abordaron el primero de la fila y le indicaron su destino.
El breve trayecto hasta el muelle fue suficiente para darse cuenta de que la ciudad había cambiado, cada pocos metros se encontraban parejas de la Guardia apostados vigilando las calles.
Muchos bares cerrados y las terrazas de los pocos que sobrevivían no estaban precisamente abarrotadas, desolador.
En el muelle había solamente cuatro cruceros atracados y fue sencillo identificar el suyo, se presentaron en el control de acceso y media hora mas tarde estaban abriendo la puerta de su camarote.
Ninguno de los dos se había embarcado antes en un crucero y querían probar la experiencia, algunos amigos les habían comentado que resultaba ser una experiencia realmente divertida.
Acomodaron sus pertenencias y se fueron a husmear por las cubiertas del barco con la curiosidad de dos chiquillos.
Después de recorrer varias cubiertas descubrieron el Casino, el teatro, las piscinas y diversos bares repartidos estratégicamente.
Recalaron en uno de ellos ambientado con música de blues y un ambiente relajado, pidieron un par de copas y recordaron.
Este viaje iba a ser muy distinto, en principio lo habían hablado hacía mucho tiempo para hacer en grupo pero las circunstancias se precipitaron y todo se paralizó .
Aquella fatídica manifestación en la Puerta del Sol había cambiado sus vidas para siempre.
Aunque habían pasado casi tres años sus reuniones de los sábados nunca volvieron a ser lo mismo, la ausencia de María estaba siendo muy difícil de superar.
Todavía no lograban entender como aquella maldita pelota de goma había ido a dar directamente al cuerpo de María y al derribarla quedó tirada en el suelo a merced de la estampida de toda aquella gente aterrorizada.
No hubo ambulancia que pudiese llegar a tiempo y esa tardanza en llegar al hospital desencadenó toda una serie de consecuencias que dieron como resultado que solamente pudiesen salvar a la niña.
Juan –que se encontraba trabajando– casi se volvió loco cuando lo llamaron del hospital y al llegar no daba crédito a lo que le estaban contando los médicos y sus amigos.
Intentaron arroparlo pero –aunque comprendía y agradecía los esfuerzos de sus amigos– no había nada que pudiesen hacer para consolarle.
Las siguientes semanas fueron cruciales para demostrarle a Juan que estaban ahí, a su lado y que aquella niña tenía un montón de tíos y tías siempre dispuestos a disfrutar de la última de Disney.
Montmartre
Cuándo te enfrentas con algo irremediable es normal quedarse paralizado, sin palabras, pareciera que el mundo se hubiese detenido, o al menos “tu mundo”.
A veces –pasado un breve lapso de tiempo– tu mundo se reinicia, asumes lo ocurrido, aprendes a vivir con ello o simplemente no tienes más opción que beberte tus lágrimas y seguir adelante.
A veces –aunque pasen varios años– tu mundo sigue en pausa, esperando –sin saberlo– algo que te indique cual es el camino a seguir, como afrontar el siguiente paso en tu vida.
Seguir adelante es duro y si estás solo aún más, por eso importa tanto –en esos momentos– tener a tu alrededor un buen puñado de amigos en los que apoyarte. Con los que compartir, en los que confiar y a veces –muchas veces– es suficiente con que solamente acepten disfrutar de un buen café contigo.
Tres años después –dos mil treinta– su mundo seguía totalmente paralizado y solamente conseguía sostenerse –a duras penas– sobre dos pilares, los únicos dos pilares que le quedaban, sus amigos y su hija.
Aquella pequeña era –al mismo tiempo– una bendición y una triste evocación de los tiempos felices que había vivido, un recuerdo constante de aquello que había perdido.
Aquellos tres años serían –pasara lo que pasara en el futuro– inolvidables, ocuparían por siempre una porción de su corazón.
Habían compartido su primer viaje a París, una semana de largos paseos –cogidos de la mano– por los infinitos parques y alamedas de la ciudad.
Los puentes sobre el Sena, Notre Dame, la torre Eiffel, todos esos lugares fueron testigos de su felicidad pero era Montmartre –en lo alto de la colina– ese lugar rebosante de artistas y bohemios, el que identificaron como especial e inolvidable para ellos.
Todo aquello no era más que un recuerdo –precioso si– pero un recuerdo, y ahora era el momento de enfrentar la vida sin su presencia, cada día al despertar se decía a si mismo siempre las mismas palabras, “María ya no está”.
Como si tuviese que convencerse cada día y recordarse a si mismo cual era la realidad para distinguirla de sus sueños.
Se levantaba y se dirigía hacia la camita del otro lado de la habitación y observaba –sin hacer ruido– como aquella preciosa niña –con los ojos de miel de su madre– respiraba profundamente, confiada, no siendo consciente todavía de cuan trágica había sido su llegada a este mundo.
Después de ese momento de puro amor que le dedicaba a su hija todos los días, bajó las escaleras y atenazado por una cierta congoja, comenzó a preparar el desayuno para ambos.
Encendió la televisión y sintonizó el canal oficial de noticias nacionales para dar un pequeño repaso a lo ocurrido durante el día anterior –o lo que querían que pensáramos que había ocurrido– pues en cuanto ella se despertase esa televisión dejaba de escupir la angustiosa y falsa realidad diaria para mostrarnos los más maravillosos cuentos de la factoría Disney.
El sonido –tan bajo para no despertar a su hija– no conseguía ahogar el volumen de sus propios pensamientos, de sus propios recuerdos que cada día tenían un lugar especial a esa hora de la mañana, esa hora en la que solamente estaban él y ella.
De pronto escuchó una vocecita “papi, papi, ¿dónde estás?
Comenzaba el día.
Gracias por escucharme
Escuchar y que te escuchen, querer y que te quieran, amar y ser amado, es lo que todos deseamos en lo más profundo de nuestro ser, aunque esté de moda negarlo.
Quizá sea para lo único que merece la pena vivir porque el resto de cuestiones como el dinero, el poder o el reconocimiento público valen de bien poco y se basan más bien en el interés.
Una de las cosas más bonitas que te pueden ocurrir es tener a alguien a tu lado que te pregunte ¿eres feliz? Y veas en sus ojos que realmente le importa tu respuesta.
Esas son las personas que debes luchar por mantener a tu lado, esas son las personas que a ti también deben importarte, esas son las personas a las que debes corresponderles, sin miedo, sin aprensión.
Apoyo, comprensión, amistad, esos son los sentimientos que deberían conectarnos con la vida, lo que debería hacer latir nuestros corazones.
Lo que antes compartíamos, la música, la lectura, el tiempo libre, ahora se han convertido en un disfrute individual, pareciera que nos avergüenza reconocer que disfrutaríamos mucho más en compañía que estando solos.
Se ha puesto de moda un individualismo feroz, que va mucho más allá de que tengamos nuestros espacios de soledad.
Despierta y huele las rosas, ¿hay algo más importante en la vida?
Deberíamos promover espacios de encuentro, espacios de disfrute y espacios donde compartir nuestras vidas.
Espacios donde dejar latir nuestros corazones sin la presión de la sociedad, los condicionantes sociales o el miedo al que dirán.
Un espacio donde decirle a alguien “gracias por escucharme”.
Y a ti ¿quién te escucha?
El Búnker
El nuevo sistema de geolocalización y control poblacional estaba en marcha, esto quería decir que a partir de ahora los ciudadanos habían perdido –de facto– su libertad.
La coartada era conseguir una mayor seguridad en las calles y de esta manera proteger a la población.
En el Ministerio de Presidencia llevaban un mes en obras de acondicionamiento en la zona oeste del edificio.
Ahora al acceder a esa zona del Ministerio se podía observar como lo que antes eran una serie de amplios despachos ahora se habían convertido en una sola estancia inmensa en la cual se había instalado un flamante equipo informático de última generación y una de las paredes estaba ocupada por un gran mosaico de monitores sincronizados mostrando una cantidad ingente de datos y mapas con multitud de puntitos titilando por aquellas calles.
El servicio estaba a cargo de una docena de funcionarios en tres turnos de ocho horas los siete días de la semana, además de funcionar sin descanso las veinticuatro horas estaba replicado para evitar caídas del sistema.
En el interior del Ministerio se había extremado la seguridad con un nuevo sistema de videovigilancia y un incremento sustancial de los efectivos de la Guardia Nacional y en el exterior, el perímetro del edificio estaba ahora fuertemente protegido.
Aquel edificio se había convertido en un búnker y consecuentemente en un objetivo de la recién nacida resistencia.
Durante los primeros días de funcionamiento del nuevo sistema –fruto del primer filtrado de los informes remitidos por los Agentes– se sucedían las detenciones sin previo aviso, en cualquier lugar y a cualquier hora.
Al mismo tiempo que arrancaba este sistema la Guardia Nacional recibió una remesa de vehículos patrulla, tanquetas y camiones con cañones de agua, todo ello enfocado al control de manifestaciones y algaradas.
Los feroces recortes en Sanidad, Educación y Pensiones permitían ahora dilapidar ese dinero en todo este material antidisturbios.
Paralelamente a todo esto se había filtrado a la prensa que los cuatro centros penitenciarios de Madrid estaban siendo reformados para duplicar su capacidad a costa de reducir el ratio de metros cuadrados por prisionero.
El experimento en la Provincia de Madrid cada día se iba pareciendo más a un campo de concentración al aire libre.
Juan y María estaban preparando el viaje a Bilbao para ir a ver la exposición de Antonio, tal como le habían prometido a Luis.
De pronto se dieron cuenta de lo difícil que se había vuelto conseguir un salvoconducto para salir de Madrid.
Salieron a dar un paseo y comprobaron que los controles de acceso a Puerta del Sol –que creían temporales– se habían convertido en puestos permanentes y también se había establecido el mismo sistema en los accesos a la Plaza Mayor.
Cruzaron la plaza y se dirigieron hacia Neptuno por la Carrera de San Jerónimo.
La tarde –aunque la temperatura era agradable– exhibía un cielo gris plomizo que junto al ambiente silencioso de las calles de Madrid invitaba a la depresión.
Al llegar a la altura del Congreso no podían dar crédito a lo que veían, hasta hacía un par de semanas las dos largas banderas nacionales que adornaban la fachada compartían espacio con otras dos que exhibían el símbolo del partido del Gobierno pero ahora se habían sustituido por cuatro banderas nacionales con el mismo símbolo partidista en el centro de la bandera.
Los nuevos gobernantes se estaban apropiando de los símbolos del Estado a velocidad de vértigo.
Llegaron hasta Neptuno y decidieron volver dando un rodeo por Cibeles –a María le venía bien caminar–, para llegar a casa tuvieron que atravesar cuatro controles en diversos puntos del recorrido.
Las cosas se estaban poniendo realmente difíciles.
Tarde de sábado
Iba a ser una tarde casera, acomodados entre el sofá y los sillones, un poco de blues de ambiente y unas copas para relajarse.
Todavía seguían desconcertados por lo que habían visto en la plaza aquella mañana y lo que más les impresionaba era la rapidez con la que estaba cambiando la manera de vivir a la que estaban acostumbrados.
En muy poco tiempo habían interiorizado una especie de miedo ancestral una sensación de inseguridad o más bien de vulnerabilidad cuando –caminando por la calle– te cruzabas con la autoridad.
En pocos meses habían pasado de ser ciudadanos a acercarse más a una sensación de súbdito, un siervo al servicio de un poder omnímodo.
Todos ellos disfrutaban de una situación desahogada pero aún así estaban meditando la idea de organizarse para hacer algo al respecto de lo que estaba ocurriendo.
Lo primero sería contactar con algún otro grupo que estuviese mínimamente concienciado como ellos. Quedaron en comenzar esa misma semana a sondear entre sus amistades y compañeros para ver cual era su actitud ante el cambio que estaba gestándose en la sociedad.
Ya que estaban todos juntos aprovecharon para hacer una videoconferencia y saludar a Xavi en Barcelona, que seguía cumpliendo con los trámites de la solicitud de traslado.
Se alegró mucho de verlos y les confirmó que casi seguro que en un mes más estaría viviendo en Madrid con ellos, lo cual fue celebrado con un brindis con las copas en alto.
Le contaron a Xavi lo que había ocurrido esa mañana y él les confirmo que lo que se difundió en las noticias distaba mucho de lo que le estaban contando.
La versión oficial del Gobierno era que un grupo cuasi-terrorista intentó un asalto al edificio.
María –que se había ido a descansar un rato a su cuarto– se incorporó a la reunión y viendo que estaban en línea con Xavi pidió a todos un minuto de silencio para anunciarles algo.
Comenzó con un amplio rodeo rememorando como se habían conocido y como consiguieron conformar aquel pequeño grupo, lo mucho que les quería y toda una ristra de piropos a sus amigos.
Se volvió hacia Juan y –poniéndose a su lado- les hizo partícipes de lo felices que eran en aquellos momentos.
Ana y Carmen comenzaron a sospechar algo y lógicamente Xavi y Carlos estaban en la inopia sin entender a que venía todo aquel discurso de María.
Entonces -sin más tardanza- María lo soltó; ¡estamos esperando un bebé!
Abrazos, gritos, risas, lágrimas de felicidad, todos felicitaron a la pareja y comenzaron el interrogatorio típico de estas ocasiones, que si era niño o niña, que para cuando sería, acaso podrían ser gemelos.
Lo típico de estos momentos, volvieron a sentarse, se despidieron de Xavi –que tenía que irse– y ya un poco más tranquilos María les comentó como se encontraba y que por nada del mundo iba a dejar de trabajar si todo iba bien.
Eran un grupo de amigos realmente unido, celebraron muy alegremente la noticia y comenzaron a hacer cábalas sobre que nombre le vendría bien a aquella criaturita que venía en camino.
Automáticamente todos se autonombraron “tíos” del bebé y ya se veían comprando ropas, juguetes, carritos y todo lo que hiciera falta.
Sábado por la mañana
Unas quinientas personas se manifestaban delante de la sede administrativa de la provincia –antes la Comunidad de Madrid– oponiéndose a la inminente puesta en marcha del sistema de control poblacional por parte del Gobierno central.
Se habían concentrado no hacia más de cinco minutos y la Guardia Nacional ya los tenía rodeados con unos cien efectivos a modo de contención.
Alguien acostumbrado a estas situaciones comprendería de inmediato que los guardias no pretendían dispersarlos, por contra su disposición sobre el terreno parecía más bien destinada a que no saliesen de allí.
Poco a poco se fueron congregando más efectivos de la Guardia Nacional hasta llegar a un total de unos trescientos operativos y una vez en posición el Comandante al mando se dirigió a sus hombres mediante un megáfono desvencijado; la orden fue clara, si hay resistencia al arresto el uso de las armas está autorizado.
Ante esta amenaza los manifestantes –visiblemente nerviosos– abdicaron de su actitud y fueron detenidos sin oposición. Todos pasarían al menos tres días en la cárcel.
Desde el otro lado de la Puerta del Sol Carlos y Ana –que estaban esperando a Carmen– observaban la escena incrédulos, nunca habían visto nada igual, ellos –que estaban acostumbrados a la vida en libertad– no habían conocido los años oscuros del país que parecían llamar a nuestra puerta una vez más.
Por la calle de Alcalá aparecieron tres camiones militares y media docena más de furgones repletos de Guardias.
Los camiones se posicionaron en el centro de la plaza a unos cincuenta metros de los manifestantes.
La Guardia dividió a los civiles en tres grupos homogéneos y dirigió a cada uno de ellos hacia los camiones que estaban a la espera y a empujones fueron hacinados bajo las lonas de color caqui de aquellos infames transportes.
Por fin –asomando por la esquina de la Calle de Preciados– apareció Carmen que cuando vio todo aquel despliegue les preguntó –asombrada– qué era todo aquello.
De camino a casa de María le fueron explicando lo que había ocurrido y se felicitaban porque todo se había resuelto sin un enfrentamiento que podría haber desembocado en una masacre, pero cada vez estaba más claro que aquella escalada de tensión estallaría en el momento menos pensado.
De pronto –fijándose un poco mas en su entorno– se dieron cuenta de que en todas las calles que desembocaban en la plaza se había montado un control, estaban atrapados y ahora para salir de allí deberían ir con precaución.
Se acercaron al control que daba acceso a la Calle Mayor y fueron interceptados por cinco guardias, cuatro de ellos les encañonaban mientras el quinto les solicitaba la documentación.
Felizmente ninguno de ellos se había olvidado el DNI ese día.
Después de unos minutos de comprobaciones, –que parecieron horas– los agentes les dieron acceso a la calle y pudieron respirar aliviados.
Se dirigieron directamente al Museo del Jamón donde tenían reservados unos cuantos menús que recogieron rápidamente, y cinco minutos después estaban llamando a la puerta de María.
Se saludaron efusivamente y entre todos prepararon en el pequeño saloncito una mesita de centro con un par de ensaladas, secreto ibérico, croquetas de espinacas, croquetas de jamón, y calamares, entre otras cosas.
Abrieron un par de botellas de vino y se dispusieron a paladear aquellos manjares.
Desde el ático –y aunque estaban un poco lejos– María y Juan también pudieron observar algo de lo que había pasado pero Carlos se encargó de explicarles con más detalle lo que había ocurrido.
Cada día que pasaba la presencia policial era más intensa e iban consiguiendo que la población se encerrase en sus casas por miedo casi sin darse cuenta de que cedían la calle a un sistema represor incontestable.
Poco a poco se iba ahogando la poca vida social que se desarrollaba en las calles y la ciudad se sumía en un mar de silencio casi perpetuo.