Vivir para ver

Pantalón vaquero, una camisa con unas finas rayas azul marino sobre un fondo blanco y unos zapatos negros, así se había vestido para la ocasión y por si la noche refrescaba una cazadora de piel.

Se dirigió al centro para recoger a María y salió con tiempo para asegurarse de estar cinco minutos antes de lo acordado.

Se bajó del coche –un viejo Peugeot 208– y se dispuso a esperar en cuanto estiraba las piernas pues al final falló en el cálculo del tiempo y llegó casi veinte minutos antes.

No estaba claro si fue un fallo de cálculo o la desesperación por llegar.

Ella bajó a la hora convenida, radiante y exhibiendo una sonrisa amplia y sincera.

El le abrió la puerta y luego se puso al volante para llegar lo antes posible a su destino.

Nada de restaurantes famosos, mas bien un lugar antiguo, con historia, buena fama e íntimo.

Para ella sería una sorpresa y lo único que sabía es que sería en el Madrid de los Austrias, una zona histórica sin igual en la capital.

Inesperadamente acababa de sonar el timbre de la puerta, Juan abrió los ojos y desconectó de su ensoñación. ¿Quien sería un viernes a esas horas?

Cuando abrió la puerta –las doce de la noche– no se lo podía creer, en el descansillo, apoyado en la barandilla de las escaleras y con muy mala pinta estaba su amigo Pedro evidentemente con unas cuantas copas de mas y el semblante desencajado.

Pedro –ademas de amigo– era administrativo en su misma empresa pero al estar su puesto de trabajo dos plantas por debajo de la suya rara vez conseguían cuadrar para tomar un café en algún descanso.

Su pareja –Ana– era enfermera en una clínica dental también en el centro de Madrid.

Juan se asustó al ver a su amigo en tan mal estado, le hizo pasar y después de acomodarlo como buenamente pudo en el sofá intentó saber qué estaba pasando.

Una vez se hubo sentado frente a su amigo este hundió su cabeza entre sus manos y rompió a llorar desconsoladamente.

Juan estaba desconcertado y veía a su amigo incapaz de articular palabra.

Cinco largos minutos después los sollozos de Pedro fueron dejando paso al silencio mas absoluto y Juan aprovechó para preguntarle que era lo que le había pasado.

Soy un gilipollas y Ana me ha dejado, fue todo lo que acertó a decir y volvió deshacerse en sollozos.

Su amigo había comenzado su relación con Ana hacía –si no recordaba mal– unos siete u ocho años y siempre habían dado la imagen de ser una pareja muy entrañable, cariñosos entre ellos y pendientes el uno del otro incluso cuando salían en grupo.

De esas parejas que uno envidia.

Bien es verdad que –en algún momento del pasado– se había rumoreado entre los amigos que Pedro parecía estar jugando un poco al despiste con alguna compañera del trabajo, pero todos creían que eso era agua pasada.

Aquella noche parecía que se confirmaba que esos “despistes” de Pedro no eran tan del pasado y habrían provocado el cese fulminante de la convivencia y parecía que definitivo a juzgar por el estado en que se encontraba su amigo.

No tenía donde pasar la noche, pues la reacción de Ana había sido tan radical que aparte de dejarle dormir en su sofá iba a tener que dejarle ropa al día siguiente.

Y ahora que caía en la cuenta, mañana por la noche su casa estaría “ocupada” y esto podría acabar siendo un problema según como discurriese su cita con María.

Consiguió acomodar a su amigo en el sofá y en menos de dos minutos ya había caído en un profundo sueño fruto de los nervios y la cogorza que llevaba encima.

Mañana sería otro día y ya tendría tiempo de decirle a Pedro lo estúpido que había sido al perder a una mujer como Ana por una calentura de niñato consentido.

También debería contactar con Carlos para ver si había alguna posibilidad de que al menos ese fin de semana Pedro se pudiese quedar en su casa.

La una de la madrugada y él arropando a un tipo de cuarenta y cinco años pero con un cerebro de diecisiete, vivir para ver.