La buhardilla era –en la práctica– un pequeño duplex. La reforma le había salido a María por un pico pero se veía a la legua que había valido la pena.
En la zona baja un salón-comedor totalmente equipado y subiendo una preciosas escaleras de madera nos encontramos con la zona de descanso en donde destacaba una generosa cama de dos por dos.
En las grandes superficies –suelos y paredes– predominan los colores claros y los grandes ventanales, todo ello en contraposición con unas vigas y columnas de madera que le imprimían un cierto carácter rústico en pleno centro de la ciudad.
Diversos estantes repartidos por toda la estancia repletos de libros y en donde descansaban aquí y allá bonitos detalles decorativos entre los que destacaba un precioso bonsái al cual María le dedicaba mucho de su tiempo libre.
En aquel pequeño arbolito había enterradas muchas horas de amarguras, frustraciones pero también –como no– algunas alegrías.
En la pared –al otro lado de la cama– se situaba un gran espejo de cuerpo entero muy útil para cuando había que cuidar hasta el último detalle.
Estaba ya casi lista, un último repaso a su rubia melena y solo quedaría esperar a que apareciese su amigo.
De pronto se dio cuenta que su móvil estaba vibrando, alguien la estaba llamando.
La noche había sido larga –muy larga– acomodar a Pedro en el sofá solamente le permitió un respiro de un par de horas hasta que se despertó y comenzó a vocear sin darse cuenta de donde estaba pero poco a poco la realidad de lo ocurrido volvió a su cabeza y le hizo callarse.
Por la mañana llamó a su amigo Carlos y arregló el asunto del hospedaje de fin de semana, poco después salieron a desayunar en los alrededores de su casa y luego acompañó a Pedro puesto que él no recordaba exactamente como llegar a casa de Carlos.
Al llegar le explicó a su común amigo –muy sucintamente– lo que había ocurrido y le pidió que le ayudase en todo lo posible dado lo delicado del momento.
Se despidió con ligereza y salió rápidamente hacia su casa –Carlos no vivía precisamente cerca– y al llegar tocaba arreglar el desaguisado producido por la noche tan ajetreada que habían pasado.
Una vez que acabó con la limpieza y consiguió poner todo en orden se metió en el baño y comenzó con su propia puesta al día, se estaba quedando sin tiempo y no podía permitirse llegar tarde.
Se enfundó sus vaqueros, se ajustó su camisa de rayas azules, un poco de perfume y a la calle.
Cuando llegó a su coche se dio cuenta de que con las prisas, había aparcado en una zona no permitida y recogió –resignado– el papelito que algún gentil guardia urbano había dejado en su parabrisas.
Llamó a María para que supiera que ya estaba allí, esperándola.
Cuando la vio aparecer no se podía creer la suerte que tenía y se dijo a si mismo que esperaba no meter la pata esa noche.
Caballerosamente le abrió la puerta del coche, pero antes de que entrara se dieron un jugoso abrazo, premonitorio de una noche para recordar.
Llegaron al restaurante elegido para la ocasión, Juan dio su nombre y los llevaron a la mesa que tenían reservada, apartada, al fondo del establecimiento, íntima y dulcemente iluminada con una tenue luz que desprendía una lámpara de esas llenas de cristales de colores.
El separó su silla y ella agradeció el gesto, no estaba acostumbrada a esos detalles pero se sentían de maravilla.
Una vez sentados a la mesa la conversación se hizo fluida y sumamente agradable.
Eran –aunque no lo supieran todavía– como dos extraños concediéndose deseos, como dos enamorados conociéndose paso a paso, confidencia por confidencia.
Hablaron de su infancia, los colegios que habitaron y los institutos donde aprendieron a hacer pellas en innumerables ocasiones.
Iban por primero de la ESO cuando apareció una camarera que muy amablemente les preguntó si ya sabían lo que iban a cenar.
Se quedaron de piedra, estaban tan a gusto enfrascados en su charla que ni siquiera habían abierto el menú, así que pidieron disculpas a la camarera y después de unas risas nerviosas de complicidad se escondieron cada uno tras su menú… veinte segundos, no pudieron resistirse y siguieron –casi sin darse cuenta– contándose anécdotas de su infancia y juventud.
La cita estaba resultando muy bien, en poco menos de veinte minutos no podían apartar la vista el uno del otro y a los dos les estaba resultando una velada inolvidable.
La camarera apareció una segunda vez y –ahora si– se sintieron un poco avergonzados y eligieron rápidamente para cumplimentar el trámite y poder seguir cuanto antes con la charla que tenían entre manos.
Decidieron compartir un pulpo a la gallega, unas gambas al ajillo y una merluza en salsa verde, nada muy contundente ni pesado.
Pidieron una copa de vino blanco, seco, cada uno y se dispusieron a brindar, un brindis de lo mas lógico: por nosotros.
A medida que discurrían los minutos la complicidad entre los dos iba en aumento.
Hablaron de sus miedos, de sus frustraciones, de sus anhelos y poco a poco se iban creyendo que estaban donde siempre habían querido estar y con quien querían estar.
María estaba encantada y –cosa que no esperaba– estaba deseando acabar con aquella cena y dar un paso adelante.
Juan –aunque lo disimulaba muy bien– era un manojo de nervios intermitente.
Estaban consumiendo los últimos bocados cuando fueron conscientes de que el musical que querían ir a ver tendría que quedar para otro momento, habían pasado tres horas y pareciera que acabasen de llegar al restaurante.
Por nada del mundo Juan iba a permitir que ella pagase la cuenta y la convenció diciéndole que la próxima ya le tocaría a ella –algo que tampoco iba a permitir–.
Cuando salieron del restaurante eran ya pasadas las doce y decidieron acercarse al centro para tomar una copa en uno de los locales de moda.
Casualmente encontraron muy pronto un lugar para aparcar y también casualmente muy cerca del ático de Maria.
Si Juan lo hubiese planeado no le habría salido mejor.
Cuando bajaron del coche se miraron, se sonrieron con complicidad y decidieron –sin decir palabra– prescindir de la copa y el baile, y correr al lugar mas cercano donde pudieran liberar sus ganas contenidas durante toda la cena.
Subieron las escaleras hasta el ático en un abrir y cerrar de ojos, abrieron la puerta y,…