Tres amigos delante de tres cervezas, dos de ellos todavía no entendían como Pedro había conseguido tirar por tierra sus años de relación con Ana.
Juan —que era el que mejor lo conocía— se lo puso claro, había hablado con Ana y —en su opinión— no había vuelta atrás.
Su comportamiento había sido humillante y su inmadurez había acabado con cualquier atisbo de reconciliación.
El había traicionado su confianza y ahora no podía exigir que le perdonara, en todo caso sería una decisión a tomar por ella y —en estos momentos—perdonarlo no se le pasaba por la cabeza.
Pedro intentó una inconsistente defensa, la típica de que había sido sólo un desliz, que se había visto desbordado por aquella compañera de trabajo.
Vamos que sólo le faltó decir que la culpa era de ella por haberlo seducido.
Como un adolescente, que digo adolescente? te has comportado como un niñato —le espetó Juan— los adultos arreglamos estos asuntos dando la cara, hablando y no revolcándonos en las mesas de la oficina.
Carlos —hasta ese momento mudo— intentó aplacar la furia que poseía a Juan por momentos y cambió radicalmente el objetivo de la conversación.
Verás Pedro hasta ahora nos hemos ido arreglando en mi apartamento pero tendrás que ir pensado en buscarte algo más definitivo, por lo que veo la reconciliación es imposible.
Pedro asintió y asumió de golpe la realidad del error cometido.
Pidió perdón a sus amigos y aquello encendió otra vez a Juan. ¿Perdón? ¿A nosotros?
A quien tienes que pedirle perdón es a Ana.
Zanjaron la discusión pero estaba claro que algo se había roto entre aquellos amigos y resultaría muy difícil de recomponer.
No muy lejos de allí tres chicas espectaculares se tomaban también tres cervezas en una terraza disfrutando del sol de primavera en un Madrid repleto de viandantes.
Era la primera vez que las tres, Carmen, María y Ana quedaban para tomar algo y conocerse mejor.
Ana se sintió acogida por sus nuevas amigas y realmente esto era lo que ellas pretendían.
Aunque solamente se trataba de conocerse y disfrutar de la tarde sin mayores preocupaciones, Ana necesitaba hablar, sacar a la luz todo lo mal que lo había pasado, en resumen, desahogarse.
Comenzó a relatarles lo que tuvo que vivir los últimos meses.
Al principio la dominaba una sensación de rabia que incluso hacía que se entrecortara cuando hablaba, pero se fue tranquilizando a medida que iba narrando lo ocurrido; cómo se había enterado, con que desprecio él la miraba cuando la trataba de loca, porqué según Pedro, todo eran imaginaciones suyas.
Pero a medida que pasaba el tiempo él se había vuelto mas despreocupado hasta que un día los pilló infraganti –en plena calle– muy acaramelados.
Se acercó a ellos y conteniendo las ganas de abofetearlo allí mismo solamente acertó a decirle que no volviese a casa, que ella le avisaría cuando podría pasar a por sus cosas.
Se dio la vuelta y se dirigió calle abajo sin saber realmente adonde iba, desorientada, humillada y furiosa, muy furiosa.
No pudo remediar que asomaran las lágrimas y cuando fue consciente de estar fuera de la vista de los “amantes de Teruel” rompió a llorar desconsoladamente y precisamente esto era lo que no quería que viese Pedro.
Se derrumbó por unos momentos pero era algo predecible, el golpe había sido muy duro y de difícil encaje para alguien que estaba realmente enamorada.
Tanto Carmen como María la felicitaron por haber reaccionado con tanta serenidad en un momento tan difícil.
Y acto seguido echaron mano del refranero, “no hay mal que por bien no venga” –dijo María– has perdido de vista a un impresentable y has ganado dos amigas incondicionales y ya veras como la vida es mucho mas bonita de lo que ahora mismo te parece.
Las chicas alzaron sus vasos y soltaron el consabido “por nosotras”.
Para rematar la tarde se les ocurrió organizar una cenita el próximo sábado con baile incluido, sólo María tenía una condición y se la expuso a sus amigas para ver que les parecía, y no era otra que poder llevar a Juan claro.
No hubo ninguna objeción pues al fin y al cabo todos eran amigos.