Luis

La primavera madrileña se caracteriza por sus frecuentes cambios de humor, a veces alegre con un sol radiante y un rato después su ánimo decaía bajo un gran chaparrón.

Anochecía y acababa de caer la mundial sin previo aviso, Luis –que estaba calado hasta los huesos– intentaba llegar hasta la calle Mayor desde la Plaza de España.

Conocía al dedillo aquellas callejuelas desde niño –se había criado allí mismo– y escogió la ruta más discreta y poco iluminada posible.

Cada veinte pasos volvía su mirada atrás para comprobar que nadie le seguía. Su expresión no dejaba lugar a dudas, estaba realmente atemorizado y era por eso que necesitaba llegar a su destino, a su único lugar seguro en aquella ciudad.

Después de media hora de requiebros por aquellas viejas calles de piedra, siempre alerta, siempre vigilante, por fin se encontraba en la calle Mayor a la altura del número once.

Se situó en la acera de enfrente y esperó unos diez minutos comprobando el discurrir de las personas calle arriba y calle abajo, no quería que nadie pudiese vincularlo con el portal al que quería acceder.

Una vez que tuvo claro que nadie le había seguido y que a los transeúntes su presencia le resultaba indiferente cruzó la calle apresuradamente y pulsó el botón del Atico A. 

Bajó su cabeza encapuchada escondiendo su cara para no ser reconocido a la espera de que le abrieran el portal.

De pronto sonó la voz adormilada de María; ¿quién es? se escuchó.

Luis –sin alzar mucho la voz le contestó– soy yo, tu hermano.

Carlos y Ana llevaban esperando una media hora en la cola del teatro Arlequín, habían decidido ir aquella noche a ver al humorista de moda en Madrid, era de los pocos que habían aguantado el nuevo sistema de censura previa aunque a costa de rebajar el tono del lenguaje utilizado.

Solamente habían conseguido dos entradas después de tres meses al acecho y sus amigos tendrían que esperar una mejor ocasión.

María estaba realmente sorprendida, ¿su hermano en Madrid? ¡pero si vivía en Santiago de Compostela!

Abrió la puerta y allí estaba Luis. Le dio un amoroso abrazo y enseguida se dio cuenta de que estaba empapado. Le hizo pasar y él cerró la puerta tras de si. Estaba a salvo.

En pleno curso académico era muy inusual que su hermano viniera a visitarla a Madrid, había que tener en cuenta que era Catedrático de Historia y ejercía en la Universidad de Santiago de Compostela y esto le suponía faltar a su puesto de trabajo.

María esperaba una explicación urgente porque por la forma en que se había presentado y el nivel de nerviosismo que mostraba, intuía que algo malo estaba pasando.

Además había venido solo –algo insólito– cuando siempre le acompañaba Antonio –su pareja–.

Se sentaron con un café caliente delante y Luis comenzó a explicarle la situación.

El cambio que se estaba experimentando en la Administración –representada por la Guardia Nacional– iba acorralando poco a poco a las minorías de todo tipo y en lo concerniente al colectivo gay, la marea reaccionaria se estaba convirtiendo en un tsunami.

En el imaginario popular se decía que se había reabierto el Hospital de Conxo como centro psiquiátrico y que allí estaban encerrando a algunos destacados activistas del movimiento gay.

Luis por su posición –un catedrático de renombre– estaba constantemente controlado por la Guardia Nacional pero por el momento era intocable.

El pasado fin de semana Luis y sus amigos estaban de camino a sus casas –en la parte alta de la zona vieja de la ciudad– cuando se tropezaron en la Plaza de la Quintana, –para quien no la conozca es una plaza cuadrada con entradas por sus cuatro esquinas, y fácilmente controlable por los guardias–,  con un destacamento de la Guardia Nacional y los insultos y vejaciones de estos desembocaron en un batalla campal.

Hubo varios detenidos y un Guardia malherido.

En medio de la confusión generada Luis consiguió escapar y esperaba que ninguno de los Guardias Nacionales lo hubiese reconocido.

Al día siguiente solicitó unos días libres en su Facultad y salió –con un salvoconducto que siempre tenía al día– hacía Madrid.

Pretendía pasar unos días en casa de su hermana hasta que se calmaran las aguas en Santiago.

María no daba crédito a lo que estaba ocurriendo y sobretodo la rapidez con la que se estaban generando todos estos cambios en el país.

El control de la Guardia Nacional se extendía implacable por todo el territorio nacional y la convivencia se iba haciendo cada día mas difícil y el ambiente mas irrespirable.

La vida sigue

Necesitaban su tiempo, más tiempo uno al lado del otro y dadas las circunstancias y los problemas para desplazarse tenían que exprimir al máximo las horas que le quedaban a aquel domingo.

Habían declinado la invitación de sus amigos para poder pasar este día ellos solos, sin planes definidos, sin ningún lugar que visitar, solamente estar juntos y deambular por la ciudad disfrutando de sus vidas.

Un par de años antes hubiesen estado en algún remoto lugar gozando de alguna experiencia única como volar en parapente, haciendo escalada o montando en globo, sin embargo ahora       –después de todo lo ocurrido– comprendieron que lo único realmente importante, no era lo que hacían, sino hacerlo juntos, unidos.

Por eso el mero hecho de poder pasear tranquilamente cogidos de la mano les parecía algo maravilloso.

Disfrutar de lo simple al lado de la persona que quieres y que te importa.

La noche anterior el Uber hizo solo dos paradas, la primera para dejar a Carmen y Xavi en su casa y la segunda –imprevista– fue en casa de Ana.

Fue una decisión casi espontánea, cuando el coche se paró delante de su casa Ana se volvió hacia Carlos y acercándose a él –evitando que el conductor la escuchase– le susurró al oído; quédate esta noche.

Se despidieron del conductor y entraron en el portal.

Ana vivía en un décimo piso y el ascensor era lento, demasiado lento y para cuando se abrieron las puertas nadie salió de el.

La casualidad –o la fatalidad– puso a la señora Josefa –vecina de Ana– justo en aquel momento delante de la puerta del ascensor con la bolsa de basura en la mano y acertó a gozar del espectáculo que se desplegaba ante sus ojos.

Los rizos pelirrojos de Ana –delicadamente alborotados– caían sobre su cara y  –aún vestidos– los dos estaban enlazados en un abrazo repleto de pasión y sensualidad.

Al ver a su vecina, Ana se recompuso enseguida y visiblemente ruborizada arrastró a Carlos cogiéndolo de la mano al interior de su casa y una vez se hubo cerrado aquella puerta se desbordaron sentimientos, afectos y emociones largamente sofocados en su interior.

A duras penas consiguieron recorrer el largo pasillo hasta llegar a la última habitación al fondo de la casa.

Allí –en esa habitación– se acabaron fundiendo en un largo baile de abrazos, besos y caricias que se prolongaron durante horas.

Si, daba la impresión de que se habían enamorado.

Eran las diez de la mañana, Juan y María esperaban en la nueva chocolatería del Pasadizo de San Ginés para desayunar con Ana y Carlos.

Habían quedado allí para luego acercarse a la Fuente de Neptuno para asistir a una exhibición de Fórmula I en la que estarían –luciendo sus coches y habilidades– el mexicano Checo Pérez y nuestro Fernando Alonso.

Diez y media, sonó el móvil, era Carlos disculpándose por la tardanza. Venían de camino.

Cuando colgó –Juan– esbozó una sonrisa y le comentó a María; parece que estos dos han tenido una noche movidita, me alegro por ellos, la verdad.

Quince minutos después –doblando la esquina– aparecía la nueva pareja cogidos de la mano, sonrientes y evidentemente felices.

Se saludaron y enseguida Ana hizo un aparte con María y le contó algo de lo que había ocurrido anoche.

María le dio un gran abrazo y se alegró al ver a su amiga realmente feliz después de tanto tiempo.

Como buenos amigos que eran los cuatro siguieron charlando y cuando salió a colación doña Josefa y el ascensor se partían de risa al imaginar como a la pobre señora parecían salírsele los ojos de las órbitas.

Los churros y el chocolate no se podían comparar a los de la antigua San Ginés pero era lo que había.

Salieron hacia Neptuno, iban caminando Ana y María delante y los chicos detrás.

Carlos le iba comentando a su amigo que había tenido mucha suerte con Ana y que a medida que la había ido conociendo durante estos dos últimos años se había enamorado sin remedio.

Ya iban tarde y en consecuencia no consiguieron un buen sitio para ver el espectáculo pero se lo pasaron bien de todos modos.

Tenían ante si al último Campeón del mundo de Fórmula I –Alonso– y el subcampeón –Pérez– en dos mil veinticinco fue la primera vez en la historia que los dos primeros clasificados eran hispanoamericanos, un nuevo hito para el deporte español.

Las diez de la noche, Carmen y Xavi entraban –con evidente desgana– en la estación de Atocha, a las diez y media salía el último AVE para Barcelona.

De pronto, tras una columna emergieron –por sorpresa– sus cuatro amigos que venían a despedirse y de paso a acompañar a Carmen a su casa.

Se abrazaron los seis y agradecieron el magnífico fin de semana que habían podido disfrutar todos juntos.

Xavi les adelantó que su traslado estaba bastante avanzado y que pudiera ser que en la próxima visita pudiese quedarse definitivamente lo que supuso una gran noticia para cerrar aquel fin de semana.

En el último momento todos se gritaron ¡que volvamos a vernos!

El cambio

Había pasado ya media hora desde que llegaron a la terraza y pidieron unos refrescos, eso suponía que les quedaba una hora hasta que tuvieran que irse.

El nuevo Ministerio de Industria y Comercio controlaba directamente la política de horarios en los locales públicos y se establecía un máximo de tiempo de estancia para el consumo, una hora y media.

Siguieron comentando los acontecimientos del día y Juan –bajando la voz– comenzó a contarles algo difícil de creer.

Su empresa acaba de recibir un extraño pedido desde el Ministerio del Interior y con un plazo de entrega imposible; un mes.

Pararon todos los proyectos en marcha lo que significó muchas llamadas a clientes explicándoles lo sucedido y provoco muchos enfados y algunas cancelaciones.

El encargo consistía en diseñar una aplicación informática por cada uno de los ministerios existentes –es decir once apps– todas ellas conformadas en tres secciones, una sección con un sistema de acceso público para introducción y registro de datos, otra de acceso restringido a los comandos de control desplegados en cada sector y una tercera de acceso exclusivo a los servicios de tratamiento de datos de Presidencia.

Una locura –comentó Juan– de esta forma el Gobierno tendrá un control absoluto –y en tiempo real– de toda la población.

¿Pero como había llegado el país hasta aquí?

Después de las elecciones de octubre de dos mil veinticuatro se desató una lucha titánica entres los dos cabezas de lista de la derecha y la extrema derecha, pugnando ambos por la Presidencia del país.

Ante la negativa del candidato de la derecha a conformarse con la vicepresidencia y los extremistas amenazando con la repetición de comicios, intervino –una vez más– su vicepresidenta –con la connivencia de su ejecutiva nacional– destituyendo a su jefe y postulándose ella misma como nueva presidenta de su partido.

Ella aceptó los términos de una capitulación que sumiría al país en una grave crisis, sobretodo moral.

De esta forma fue nombrada vicepresidenta en un Gobierno presidido por la extrema derecha. 

Fue así como tomaron el control del país los ultraderechistas.

Se acercaba el límite de tiempo y tenían que cambiar de cafetería si no querían tener un problema con la Guardia Nacional.

Ya que estaban todos reunidos por primera vez desde hacía meses decidieron irse a comer todos juntos y se encaminaron hacia una pizzeria cercana.

Cruzando Puerta del Sol se fijaron de que forma había cambiado la fisonomía de la ciudad.

Las balconadas de los edificios oficiales lucían –al lado de la bandera de España– unas banderolas con los símbolos del partido en el poder. Algo inaudito si estuviesen viviendo en un sistema democrático al uso.

Por la plaza patrullaban una docena de efectivos de la Guardia Nacional –fuertemente armados– reforzados por otros tantos agentes de la Policía Municipal, algo a todas luces excesivo pero típico del Estado policial en que se iba convirtiendo España mes a mes.

A su izquierda el antiguo edificio que albergaba la Store de Apple permanecía cerrado y con sus ventanas tapiadas. Hacía ya seis meses que la multinacional se había retirado del país dejando en la calle a todos su empleados repartidos por varias ciudades aunque lo que se rumoreaba es que les habían indemnizado muy generosamente y comprometiéndose a volver si la situación política mejoraba.

El bullicio de antaño había desaparecido, no había vendedores ambulantes, ni artistas callejeros amenizando la mañana, ni payasos, ni mimos,… nada, la nada más absoluta.

En poco tiempo el centro de la capital se había convertido en una ciudad de calles grises y silenciosas, con cientos de personas –también silenciosas– que pululaban con indisimulado nerviosismo ante tanto despliegue policial e intentando llegar lo mas rápidamente posible a su destino.

Juan, María y el resto del grupo también pertenecían a esta nueva especie de población atemorizada y siempre atenta a no dar un mal paso ante alguna autoridad de medio pelo.

Camino de la pizzería pasaron por el Pasadizo de San Ginés, donde había estado ubicada la chocolatería mas famosa de la capital que con ciento treinta y dos años de antigüedad había caído en desgracia.

Alguien muy cercano a los nuevos mandatarios pidió algún favor y de pronto el establecimiento comenzó a tener problemas de permisos, autorizaciones y altercados –posiblemente provocados– con intervención directa de la Guardia Nacional y cedió a la presión.

El siete de enero de dos mil veintiséis –quisieron celebrar una ultima navidad con sus clientes– cerraron sus puertas definitivamente.

Tres días después alguien compró el local y abrió la primera chocolatería del nuevo régimen. 

Llegaron por fin a la pizzería elegida y una vez dentro consiguieron respirar con mas tranquilidad.

Allí el reloj volvió a iniciar su cuenta atrás, noventa minutos para comer y marcharse a otro lugar.

Estaban muy cerca del ático de María y Juan y decidieron que el café lo tomarían en su casa y así no tendrían que estar pendientes de las normas de control del nuevo régimen.

Carlos –que trabajaba en el Congreso de los Diputados– no quería alarmar a sus amigos pero se rumoreaba que se estaba preparando una reforma exprés del Código Penal y uno de los artículos que se querían rescatar de la ley de mil novecientos cuarenta y cuatro era el cuatrocientos veintiocho.

El artículo en cuestión legalizaba el uxoricidio, en otras palabras o mejor, el literal del articulado era el siguiente.

“El marido que, sorprendiendo en adulterio a su mujer matare en el acto a los adúlteros o a alguno de ellos, o les causare cualquiera de las lesiones graves, será castigado con la pena de destierro.

Si les produjere lesiones de otra clase, quedará exento de pena.”

Sus amigos no podían creer lo que Carlos acababa de contarles e imaginaban que siendo este un ejemplo, todas las libertades y derechos conseguidos en años anteriores como el matrimonio igualitario, aborto, etc,… correrían la misma suerte.

Eran las nueve de la noche y aunque estaban muy a gusto charlando en casa de sus amigos, tenían que pensar en irse a sus casas.

Tal cual estaban las cosas no querían encontrarse deambulando de noche y tener un encontronazo “casual” con la Guardia Nacional así que llamaron un Uber que compartieron para llegar tranquilos a casa.

El país se había convertido en una ratonera y para sus adentros Carlos –que se enteraba de mas cosas por trabajar en la Carrera de San Jerónimo– no quiso alarmarlos más pero también se estaba proponiendo declarar un período constituyente para derribar la Constitución del setenta y ocho.

Los tiempos estaban cambiando.

Elecciones

Doce de la mañana, primavera de dos mil veintiséis, han pasado dos años en los que nuestro mundo –tal como lo conocíamos– ha dejado de existir.

Como de costumbre –cada sábado– a esa misma hora nuestros amigos se reunían en la terraza del Hotel Europa, a escasos metros del reloj de España.

A estas reuniones solían asistir Carlos, Ana, Carmen, María y Juan pero este sábado –después de tres meses– también había conseguido asistir Xavi.

Hacía ya un año que la movilidad entre ciudades estaba restringida en el país y se necesitaba un salvoconducto expedido por el Ministerio de Gobernación que revisaba exhaustivamente cada solicitud y solamente el quince por ciento conseguía tal privilegio.

Si, han oido bien, el Ministerio de la Gobernación.

El país –en dos mil veintiséis– no se parecía en nada al que conocíamos en dos mil veinticuatro.

Carmen estaba visiblemente contenta, llevaba tres meses a golpe de videoconferencia y además con la caída de la calidad que se había producido en el servicio este último año, los cortes eran constantes y era un suplicio mantener una conversación mínimamente coherente.

Los demás lo tenían un poco más fácil al vivir en la misma ciudad pero tenían que andarse con mucho ojo y no meterse en ningún lío de lo contrario la Guardia Nacional –en su mayoría afiliados del partido en el poder– tenía potestad para detenerte y meterte en un calabozo durante tres días sin ningún trámite previo.

Carlos y Ana no eran oficialmente pareja aún pero estaba claro que se tenían un especial cariño y cada vez que se reunían se les veía mas compenetrados.

María y Juan habían decidido hacía poco tiempo irse a vivir juntos, los alquileres se habían disparado al igual que el combustible, la luz, el agua por no decir nada de la comida.

Así que después de casi dos años tomaron la decisión y él dejó su piso –de alquiler– y se fue a vivir con María en su ático y el ahorro les permitía vivir mas desahogados y disfrutar de mucho más tiempo para ellos.

Xavi estaba dándole vueltas –junto con Carmen– a la posibilidad de trasladarse a vivir a Madrid, pero aun siendo un funcionario, el hecho de ser catalán era un impedimento muy importante en este nuevo orden.

Todo ocurrió –o mejor expresado– todo comenzó en junio de dos mil veinticuatro cuando se dieron a conocer los resultados de las elecciones europeas y sorpresivamente la extrema derecha consiguió colocarse como segunda fuerza continental por detrás de los populares y consiguieron formar un “gobierno” europeo.

La siguiente ficha en caer comenzaba a tambalearse en la península ibérica.

El impacto de los resultados europeos fue demoledor y supuso un retroceso inesperado en la economía, los derechos y las libertades en toda la Comunidad Europea.

En nuestro país como consecuencia del pacto de gobierno en Catalunya, y pese a todos los logros conseguidos, el Gobierno perdió el apoyo de votos cruciales para su supervivencia y hubo de convocar elecciones en octubre de ese mismo año.

Carlos y Juan –activistas de izquierdas en su juventud– en seguida supieron leer lo que estaba sucediendo y colaboraron activamente en la campaña de diversos partidos para intentar resistir el embate de la ultraderecha nacional, que a su vez arrastraba tras de si a la derecha de toda la vida.

Por su parte Xavi en Catalunya hacía lo propio pero resultaba inquietante el empuje y el auge del populismo que se venía gestando en los bajos fondos de nuestra democracia.

Los planteamientos simplistas de ciertos líderes intentando convencer a la población de que los problemas complejos se resuelven con fáciles y sencillas recetas de barra de bar iba calando rápidamente entre la ciudadanía.

Llegado el día de los comicios el resultado fue asombroso, la suma de las derechas arrojaban la infame cantidad de doscientos diputados.

El pueblo había hablado y tocaba acatar el resultado totalmente democrático de las elecciones.

Juan lo tenía claro, tantos años de desunión de la izquierda y una pulsión innata hacia la autodestrucción nos había llevado –finalmente– a entregar el país en bandeja de plata a la peor generación de políticos conservadores que había existido nunca.

María estaba asustada, en el Ayuntamiento ya se hablaba de cambios y recortes, controles exhaustivos de la información y se rumoreaba algo sobre una selección entre el personal para crear un cuerpo de control interno del funcionariado que abarcaría a las comunicaciones, tanto emails, mensajería e incluso las conversaciones telefónicas.

Un segundo nivel –que no se sabía quienes lo formaban– estaban dedicados a hacer de informantes de todo lo que ocurría en las instalaciones.

La administración –en menos de un mes– se transformó en virtuales campos de concentración.

El sistema se expandió como las ondas que provoca una piedra al caer en medio de un río.

Y controles y sistemas de espionaje parecidos se fueron activando en todos los barrios de Madrid afectando directamente a toda la población.

Carmen -siempre rebelde– ya había tenido un par de encontronazos con un par de chivatos que había descubierto en su planta y le costó un par de advertencias de sus superiores y alguna amenaza sobre un hipotético despido.

¿Despedir a una funcionaria? ¿donde se ha visto eso? –preguntó– y la respuesta la dejó sin palabras, porque aquel jefe de servicio le soltó; todo se andará tu danos seis meses mas y ya verás.

Ahí fue cuando realmente se dio cuenta de que aquella gente iba en serio y les esperaban tiempos muy difíciles.

Cervezas

Tres amigos delante de tres cervezas, dos de ellos todavía no entendían como Pedro había conseguido tirar por tierra sus años de relación con Ana.

Juan —que era el que mejor lo conocía— se lo puso claro, había hablado con Ana y —en su opinión— no había vuelta atrás.

Su comportamiento había sido humillante y su inmadurez había acabado con cualquier atisbo de reconciliación.

El había traicionado su confianza y ahora no podía exigir que le perdonara, en todo caso sería una decisión a tomar por ella y —en estos momentos—perdonarlo no se le pasaba por la cabeza.

Pedro intentó una inconsistente defensa, la típica de que había sido sólo un desliz, que se había visto desbordado por aquella compañera de trabajo.

Vamos que sólo le faltó decir que la culpa era de ella por haberlo seducido.

Como un adolescente, que digo adolescente? te has comportado como un niñato —le espetó Juan— los adultos arreglamos estos asuntos dando la cara, hablando y no revolcándonos en las mesas de la oficina.

Carlos —hasta ese momento mudo— intentó aplacar la furia que poseía a Juan por momentos y cambió radicalmente el objetivo de la conversación.

Verás Pedro hasta ahora nos hemos ido arreglando en mi apartamento pero tendrás que ir pensado en buscarte algo más definitivo, por lo que veo la reconciliación es imposible.

Pedro asintió y asumió de golpe la realidad del error cometido.

Pidió perdón a sus amigos y aquello encendió otra vez a Juan. ¿Perdón? ¿A nosotros?

A quien tienes que pedirle perdón es a Ana.

Zanjaron la discusión pero estaba claro que algo se había roto entre aquellos amigos y resultaría muy difícil de recomponer.

No muy lejos de allí tres chicas espectaculares se tomaban también tres cervezas en una terraza disfrutando del sol de primavera en un Madrid repleto de viandantes.

Era la primera vez que las tres, Carmen, María y Ana quedaban para tomar algo y conocerse mejor.

Ana se sintió acogida por sus nuevas amigas y realmente esto era lo que ellas pretendían.

Aunque solamente se trataba de conocerse y disfrutar de la tarde sin mayores preocupaciones, Ana necesitaba hablar, sacar a la luz todo lo mal que lo había pasado, en resumen, desahogarse.

Comenzó a relatarles lo que tuvo que vivir los últimos meses.

Al principio la dominaba una sensación de rabia que incluso hacía que se entrecortara cuando hablaba, pero se fue tranquilizando a medida que iba narrando lo ocurrido; cómo se había enterado, con que desprecio él la miraba cuando la trataba de loca, porqué según Pedro, todo eran imaginaciones suyas.

Pero a medida que pasaba el tiempo él se había vuelto mas despreocupado hasta que un día los pilló infraganti –en plena calle– muy acaramelados.

Se acercó a ellos y conteniendo las ganas de abofetearlo allí mismo solamente acertó a decirle que no volviese a casa, que ella le avisaría cuando podría pasar a por sus cosas.

Se dio la vuelta y se dirigió calle abajo sin saber realmente adonde iba, desorientada, humillada y furiosa, muy furiosa.

No pudo remediar que asomaran las lágrimas y cuando fue consciente de estar fuera de la vista de los “amantes de Teruel” rompió a llorar desconsoladamente y precisamente esto era lo que no quería que viese Pedro.

Se derrumbó por unos momentos pero era algo predecible, el golpe había sido muy duro y de difícil encaje para alguien que estaba realmente enamorada.

Tanto Carmen como María la felicitaron por haber reaccionado con tanta serenidad en un momento tan difícil.

Y acto seguido echaron mano del refranero, “no hay mal que por bien no venga” –dijo María– has perdido de vista a un impresentable y has ganado dos amigas incondicionales y ya veras como la vida es mucho mas bonita de lo que ahora mismo te parece.

Las chicas alzaron sus vasos y soltaron el consabido “por nosotras”.

Para rematar la tarde se les ocurrió organizar una cenita el próximo sábado con baile incluido, sólo María tenía una condición y se la expuso a sus amigas para ver que les parecía, y no era otra que poder llevar a Juan claro.

No hubo ninguna objeción pues al fin y al cabo todos eran amigos.

Compras

Cinco y media de la tarde, María y Carmen habían quedado para pasar la tarde juntas y decidieron verse en unos grandes almacenes en plena Gran Vía.

Tenían mucho que contarse e iban a necesitar varias horas para ello.

Las escaleras mecánicas estaban atiborradas de gente y decidieron subir hasta la segunda planta –ropa de mujer– por el ascensor del fondo.

Se abrieron las puertas y se dirigieron directamente a la zona de las rebajas y allí comenzaron buscando unos pantalones para María.

Carmen fue la primera en abrir fuego y se dispuso a dar cuenta a su amiga del resultado de su escapada a Barcelona.

Aquel fin de semana le había sentado de maravilla, además la forma de plantearlo –como una aventura sorpresiva– le había dado un realce inesperado.

Xavi se había quedado impactado cuando recibió su llamada para quedar a tomar un café en Plaza Catalunya, y –como le confesó después– se había alegrado mucho por la cita.

María estaba interesada realmente en como era Xavi, dejando de lado lo que pudiese haber ocurrido.

Fue entonces cuando su amiga le hizo una pequeña descripción de lo que había percibido de él durante esos días.

Carmen se había encontrado con una persona inteligente y con un gran sentido del humor que le demostró la primera noche participando en el karaoke de los chinos.

La mañana del sábado se levantó y Xavi le tenía preparado un desayuno espectacular, habían pasado la noche en su ático y ahora tocaba reponer fuerzas.

Aquel chico sabía cocinar y unas horas antes también le había demostrado que derrochaba pasión y romanticismo.

Un año antes ya le había demostrado ser una persona generosa y –lo mas importante– conseguía inspirarle confianza.

María estaba realmente impresionada por la descripción que le estaba haciendo su amiga y contenta porque la veía ilusionada.

Le deseó mucha suerte y le recordó que en un mes –o dos– tendrían que cenar todos juntos para conocer a tan maravilloso espécimen.

María por su parte le confirmó que todo iba muy bien con Juan y que ella estaba también muy ilusionada con lo que estaban viviendo.

No conseguían encontrar un pantalón que le quedase como ella quería y cada vez veía mas cerca la opción de pasarse a la ropa de temporada –mas cara– donde seguro encontraría algo que le gustase.

Cansadas de ir de aquí para allá se acercaron a una de las cafeterías para descansar un poco y tomarse un café con alguna pasta o algo parecido.

Ya sentadas y con mas sosiego María le comentó lo que le había ocurrido a la amiga de Juan –una tal Ana– y con la forma de ser de Carmen fue ella misma la que le dijo que Juan tenía que presentársela para salir juntas y –al menos– estar ahí por si necesitaba ayuda o apoyo.

Se levantaron y una vez pagada la consumición se volvieron a sumergir en un mar de jerséis, chaquetas y pantalones de todos los colores.

Iban caminando por el pasillo de los abrigos cuando a Carmen le sonó el móvil, al ver la pantalla levantó la cabeza y le dijo; Xavi, y María vio como sonreía y se le iluminaba el rostro al decirlo; su amiga estaba –definitivamente– enamorada.

Se apartó para hablar con él y María veía como gesticulaba con su mano libre y se reía con ganas así que la dejó con su conversación y siguió a la caza y captura de alguna prenda con la que sorprender a su chico en su próxima cita.

Media hora mas tarde volvió su amiga y le enseñó un top –mejor dicho una media docena– que se iba a probar así que se fueron a la zona del fondo donde se encontraban los probadores.

Tuvieron que ponerse a la cola y aun tardaron quince minutos en conseguir uno vacío.

En cuanto ella se probaba Carmen le iba dando cuenta de la conversación que acababa de mantener con Xavi.

Quería verla pronto pero no consiguieron cerrar una cita para antes de quince días, era difícil hacerlo antes a no ser que ella se desplazase el próximo fin de semana y se adhiriera a un grupo con el que Xavi hacía escalada y cuya actividad estaba programada desde hacía bastante tiempo.

La respuesta fue que de escalada nada al menos por ahora, ya que no tenía experiencia alguna y la verdad que le daba miedo.

Así que habrían de esperar quince días y hasta ese momento tendrían que contentarse con el teléfono y las videoconferencias –bendita tecnología–.

María salió de allí con tres top, dos pantalones y una blusa, porque llegó la hora de cierre que si no ella hubiese seguido.

Ya en la calle se despidieron porque tenían que seguir direcciones opuestas para volver a sus casas.

Al día siguiente se verían otra vez obligatoriamente a las siete de la mañana fichando a la puerta de las oficinas del Ayuntamiento.

María llamó a su chico y así el camino se le hizo mucho mas ameno.

Amistad

Sentado en el sofá de su casa —con un Baileys con hielo en su mano— Juan repasaba lo ocurrido aquellas semanas de locos que habían comenzado con un encuentro fortuito en plena calle de Postas.

El destino? La fortuna? El azar? O una mezcla de todo esto.

La deriva que había tomado su vida hasta ese momento se iba acercando peligrosamente a un “estar sin ser”, a una persona sin nadie con quien compartir o en quien confiar.

Aunque estaba acostumbrado a vivir solo y disfrutaba de su soledad, no podía negar que compartir parte de su vida con alguien como María le había sentado muy bien, sobretodo a su alma.

Los largos paseos, sus charlas interminables cada vez que salían a cenar, poder contemplarla cuando caminaba por la calle, solamente con eso era ya feliz.

Disponían de algunas tardes sueltas entre semana para verse y —aunque no todos— los fines de semana les resultaban suficientemente intensos como para compensar todos los días en los que no podían verse.

Esta tarde no podría ver a María, había quedado con Ana cuando saliese de la clínica.

Había retrasado este encuentro intentando que las aguas estuviesen más tranquilas pasados unos días.

Acabó su copa, se dio una ducha y se vistió para salir al encuentro de Ana en una tarde exquisitamente primaveral.

Ni una brizna de aire, una temperatura ideal —ni mucho calor, ni mucho frío—, el cielo de un azul deslumbrante y un entorno inmejorable, la Plaza del Conde del Valle de Súchil.

Había quedado allí en un banco del parque —hacia el sur— para escuchar lo que Ana quería decirle.

Imaginaba que en un primer momento escucharía muchos reproches hacia su amigo Pedro, pero a medida que transcurriera la conversación intentaría —como amigo de ambos— que al menos pudiesen verse para decidir que hacer.

Levantó la vista del móvil y allí estaba Ana acercándose a él, se levanto y fue a su encuentro, se dieron un abrazo y un par de besos en las mejillas y se sentaron en aquel banco verde, –repintado hasta la saciedad– donde se iba a dirimir, en parte, el futuro de una pareja.

Ana estaba visiblemente nerviosa y por momentos pareciera estar sufriendo un ataque de ansiedad.

Comenzó –entrecortadamente– a relatarle a Juan una serie de comportamientos de Pedro que –a la postre– una vez que falló su lealtad y dejó de respetarla como mujer, provocó que ella perdiera su confianza en él.

Había arrastrado todo este dolor –silenciosamente– desde hacía varios años, pero el ser tan permisiva solo había contribuido a que el problema fuera “in crescendo” hasta llegar a un punto en el que todo había estallado en mil pedazos.

No se veía con fuerzas, ni ganas para seguir adelante, –emocionalmente exhausta– solamente deseaba comenzar una nueva vida lejos de todo lo que significaba aquel “miserable”.

Pero no quería perder a sus amigos y por eso le había llamado, en aquel momento necesitaba mas que nunca tener cerca a los que ella consideraba como su familia.

Estaba claro que aquello tenía poca vuelta atrás y Juan no podía comprender como su amigo había arriesgado una vida casi perfecta por un par de revolcones de veinte minutos.

Ana era una pelirroja espectacular, divertida, cariñosa y leal y por lo que había visto hasta ahora, su amigo –como bien lo había descrito Ana– era un miserable.

Intentó algunas palabras de consuelo pero era difícil, sólo se le ocurrió que tendrían entre todos que cuidar a su amiga en estos momentos y aprovechó para hablarle de María, de Carmen y de como su vida estaba cambiando.

Le comentó que tenían que quedar una tarde con las chicas para animarse, nada de quedarse encerrada en casa.

Se habían entretenido bastante y se ofreció a acompañarla a la estación de metro mas cercana –Bilbao–, ya había oscurecido y ella le agradeció el gesto.

Una vez la hubo despedido se dirigió hacia su casa dando un largo paseo y aprovechó ese momento para llamar a María, no se habían visto ese día y la echaba de menos.

La llamada fue atendida casi de inmediato, pareciera que la estaba esperando, y después de decirle cuanto la había extrañado durante todo el día, comenzó a contarle parte de la conversación con Ana y como había visto la necesidad de apoyarla en este momento tan difícil para ella.

María estaba encantada de poder contar con una nueva amiga y ya comenzó a ajustar su agenda para preparar una merienda de chicas.

Adrenalina

En su mano izquierda una copa de vino blanco, mientras que su mano derecha repiqueteaba sobre la mesa y se acompasaba con su rodilla que no paraba de subir y bajar a una velocidad de vértigo.

Eran las seis de la tarde de un viernes que se repartía a partes iguales las etiquetas de primaveral y otoñal.

El sol no calentaba lo suficiente como para hacer olvidar aquella brisa fría —helada diría yo— que la atravesaba desde hacía ya unos quince minutos.

Acompañando aquella copa el camarero le había traído unos manises y unas papas fritas.

A su espalda podía leerse —en un inmenso letrero— Café Zúrich, había quedado allí con Xavi que se estaba retrasando y entre eso y la ventisca se estaba poniendo de los nervios.

De pronto notó una mano sobre su hombro derecho que no la dejaba girarse y estuvo a punto de exhalar un grito pero rápidamente Xavi se colocó delante de ella y casi hincando su rodilla derecha en el suelo le pidió perdón por el retraso.

Ella sonrió al verlo allí a sus pies y se le pasó el frío, se levantó, le dio un abrazo de bienvenida y antes de nada cogió su copa y se dirigió al interior del local.

Había pasado un año de su primer encuentro aquella noche en las Ramblas y ahora tocaba ver si podían dar algún otro paso.

Cuando sintió su mano sobre su hombro, su interior le dijo que no se equivocaba con este viaje.

Charlaron durante un buen rato de banalidades, de aquellas cosas sin importancia pero importantes porque cumplen una función vital para llegar a conocerse y a confiar.

Xavi le confesó que tras aquel breve encuentro había deseado volver a verla pero que –como nos pasa a todos– el día a día, el trabajo, los compromisos y también –porqué no admitirlo– la distancia les había hecho perder un año.

Carmen asintió y se sinceró con él en los mismos términos, pero ahora ella estaba allí, había dado un paso importante –desde su punto de vista– y entonces le preguntó directamente –a bocajarro– si creía que podían intentar establecer –aunque con el handicap de la distancia– una relación.

Los dos se miraron a los ojos y en una décima de segundo supieron –sin decirlo– que iban a meterse en un lío a lomos del AVE entre las dos ciudades.

Se hacía tarde y cambiaron de sitio, buscaron un restaurante en los alrededores y se fueron a cenar.

Sabían de antemano que no iba a resultar fácil llevar aquella relación adelante pero –al mismo tiempo– se veían capaces y estaban determinados a conseguirlo.

Se divirtieron de lo lindo durante la cena, casualmente habían entrado en un local cuyo mayor atractivo los viernes era,… el karaoke.

Cuando estaban con las copas un par de empleados del local comenzaron con las pruebas de sonido y anunciaron por megafonía que en diez minutos comenzaría el show.

Decidieron quedarse, les estaba gustando el ambiente y sabían que se iban a divertir.

Puntualmente diez minutos después comenzó el espectáculo, y no podían creerse lo que estaban viendo.

De repente vieron sobre el escenario cinco chinos –o a lo mejor eran japoneses– todos en fila para actuar y cuando sonaron las primeras notas de “Clavelitos” no podían parar de reírse, aunque tenían que reconocer que el cantante no lo hacía del todo mal, siempre que no nos fijásemos mucho en el acento de su voz, o como arrastraba las sílabas.

Pasaron la siguiente media hora entre carcajadas, canciones desafinadas y mucho humor.

Carmen –que se lo estaba pasando en grande– retó a Xavi a salir al escenario y aunque este intentó esquivar la escena,… no lo consiguió.

Le dio un beso como si se tratase de ir al frente y se encontró de repente subido al escenario haciendo cola detrás de otro chino que aún andaba por allí.

Desde allí le gritó a Carmen, “esto sí es una prueba de amor”.

Escogió su canción y se la dedicó, quería –además de divertirse– enviarle un mensaje a aquella chica tan valiente que estaba sentada allí observándolo.

Ella no lo sabía –aún no se conocían mucho– pero Xavi había tenido varios escarceos con el mundo de la música y se defendía muy bien con el micrófono.

Juan Luis Guerra fue su elección.

Juventud y madurez

Se lo había comprado por mil ochocientos euros, no era un coche viejo, mas bien vintage.

Juan lo compró de quinta o sexta mano –eso explicaba el precio– y su primer dueño se sentó en el por primera vez en dos mil trece.

De cualquier manera y aun lleno de achaques aquel Peugeot seguía siendo su fiel compañero de mil batallas.

Se cogió un par de horas para salir más temprano y pasó a las tres a recoger a María.

Querían aprovechar al máximo el fin de semana, además lo que se había planeado como un par de días en la sierra cerca de Madrid se convirtió en un viaje un poco mas largo.

Un amigo le comentó sobre un pueblecito muy tranquilo lleno de viejecitos encantadores y con regusto a tradición, muy cerca de Avila capital, Riofrío –que así se llama este pueblo– data del siglo XIX y hoy en día no alcanza los doscientos habitantes en su censo.

Estaban buscando tranquilidad para compartirse y eso lo iban a encontrar aquí seguro.

Nuestro pequeño Peugeot –verdaderamente renqueante– consiguió llevarles hasta aquel pueblecito de cuento de hadas en unas dos horas.

Llegaron sobre las cinco de la tarde y buscaron su alojamiento, cuando dieron con el no se lo podían creer, una casita completa para ellos solos en una esquina del pueblecito.

La casa era impresionante, de piedra, y rezumaba antigüedad por todas partes.

Acababan de reconstruirla para dedicarla al alquiler vacacional, actividad que estaba revitalizando la economía del municipio.

Cuando se hubieron acomodado salieron a dar un paseo por el pueblo.

Estaban viviendo –los dos– una segunda oportunidad, no habían hablado de ello porque era pasado y no querían dejarse influir por sus vidas pasadas, pero el tiempo de compartir esos recuerdos llegaría en algún momento.

Paseando por el pueblo llegaron en poco mas de diez minutos a la plaza mayor y allí en una taberna estaban reunidos algunos de los hombres del pueblo, un pueblo quizá destinado a la desaparición dada su alta edad media.

Se sentaron en una pequeña mesa, pidieron unos refrescos y una tortilla de patatas.

De fondo sonaba una musica acorde con la edad del auditorio de la mesa de al lado, aunque la conocían no acertaban a identificar a los cantantes y realmente les daba un poco de apuro preguntar.

Pero María no pudo contener su curiosidad y dirigiéndose a los vecinos de la mesa les preguntó quién estaba cantando.

El pibe de la mesa –no menos de 80 años– se volvió hacia ellos y sonriendo les dio la solución; Palito Ortega y Marisol y están cantando “Corazón Contento”.

María le dio las gracias y recordó –ahora si– cuando en su niñez se escuchaba esa canción en su casa.

Se preguntaron –en voz alta y al unísono– ¿y ahora que?

Juan cogió su mano y en un susurro casi imperceptible le dijo: te amo.

Ella apretó su mano y acercándose aún más le besó y en un murmullo –con su boca rozando su oído derecho– le dijo: yo te adoro.

Y ahí mismo los dos se percataron de que en “ese momento” eran felices.

El sol ya no lucía y se había encendido el alumbrado del pueblo, así que acabaron su merienda y se encaminaron hacía la casa.

Esta vez el paseo no fue tan contemplativo y llegaron a la casa en cinco minutos.

Al cruzar el umbral comenzaron a despojarse de sus ropas y a trompicones consiguieron llegar a la alcoba.

Se vencieron a la sensualidad del momento y bajo los rayos de la luna llena se acomodaron en aquella cama inmensa.

Sus cuerpos desnudos –suavemente iluminados por la luna– yacían totalmente enlazados. María le pidió que le hiciera un masaje en sus maltrechos pies.

Se arrodilló ante ella, acariciando sus pequeños dedos e hizo acopio de toda su ternura y sensibilidad para sustituir su inexperiencia dando masajes.

A medida que Juan iba apretando los puntos clave de aquellos pies, María iba encontrándose cada vez mas vulnerable a cualquier caricia, roce o mimo que él le dedicada.

Poco a poco fue ampliando el radio de sus masajes, de los pies pasó a sus tobillos, de allí a sus muslos y dejándose arrebatar por la pasión acabaron gozando de una noche difícilmente descriptible.

El sol estaba alto y sus rayos entraban por la ventana entreabierta.

La casa estaba un tanto aislada, lo cual era una suerte pues de estar en una calle normal los vecinos podrían disfrutar de una escena digna –ciertamente– de ser inmortalizada en un óleo para la posteridad.

Los dos estaban unidos en un dormido abrazo apenas enturbiado por unos centímetros del edredón de aquella cama.

Poco a poco se desperezaron y se dieron los buenos días de la única forma posible.

Se dieron una ducha rápida y se dirigieron al pueblo para desayunar algo rápido y pasear por el valle que acogía a aquel pueblo en su regazo.

Salieron del pueblo y comenzaron una ruta a la orilla del río Mayor disfrutando del paisaje, la frescura del ambiente y aquel aire tan limpio al cual no estaban acostumbrados viviendo en Madrid.

Juan jugueteaba con sus dedos entrelazados con los de ella cuando le confesó que aquella semana le había devuelto las ganas de vivir y que muchas veces sentía unas ganas irrefrenables de abrazarla solamente para cerciorarse de que todo aquello era real.

Ella lo miró y para demostrarle que si, que todo aquello era real, lo atrapó entre sus brazos y lo besó, y lo besó como solamente besa una mujer enamorada.

Encontraron un pequeño claro y decidieron tumbarse un rato en la hierba y recrearse con las vistas de aquel recodo del río al pie de la sierra.

El día acompañaba, un sol radiante, escasas nubes y ni pizca de viento, se daban todas las circunstancias para recrearse en un día romántico a la antigua.

Los dos estaban disfrutando de aquel fin de semana como hacía tiempo que no lo conseguían y a cada paso que daban se iban encontrando mas y mas unidos.

Se entendían muy bien y lo que ella aportaba de vitalidad y juventud a la pareja él lo compensaba con madurez y lealtad.

El fin de semana estaba siendo un cúmulo de sentimientos y una ocasión para ir descubriendo los pequeños detalles que los hacían únicos.

Ninguno de los dos quería que aquel fin de semana terminase pero hubieron de resignarse y comenzar a idear ya otras experiencias que compartir.

Debes ser audaz

La semana enfilaba la recta final, a golpe de jueves ya se vislumbraba el cercano horizonte del fin de semana.

Faltaban menos de veinticuatro horas, a las siete de la mañana del día siguiente estaría sentada en el AVE camino de Barcelona.

Había decidido salir temprano y aprovechar la mañana para darse un paseo por las Ramblas, ver algo de ropa y hacer el check-in del apartamento que había alquilado en el Barrio Gótico para el fin de semana.

Desde el lunes no había conseguido volver a ver a su amiga y aunque la había llamado en varias ocasiones, solamente hoy fue cuando consiguió localizarla.

Quedaron para comer en Arrabal –en la Plaza Mayor– a las dos de la tarde y Juan se les uniría para acompañarlas en el café y aprovecharía para conocerlo.

Pidió una caña en cuanto esperaba por María y llegó ella antes que la bebida, se alegraron de poder quedar y María comenzó a hablar sin parar, las palabras le salían a borbotones explicándole a Carmen como habían discurrido los últimos días al lado de Juan.

Todo lo que le contaba María no hacía mas que excitar la curiosidad de Carmen y la hacía desear que llegara el momento en que apareciera Juan para conocer a aquel hombre que había robado el corazón de su amiga.

El plan del fin de semana en la sierra le parecía fantástico y las dos riéndose alborotadamente gritaron al unísono; parece que Madrid se va a quedar vacío este finde!!!

Siguieron confidencia tras confidencia y por su parte Carmen le explicó a su amiga los pormenores de su escapada a Barcelona y que la había planteado como una sorpresa sin avisar a Xavi, quería hacerlo de una forma especial.

María intentó hacerle ver lo arriesgado de la apuesta pero ella quería ese plus de adrenalina y observar directamente la reacción de su posible pretendiente.

Los solomillos –poco hechos– que habían pedido estaban exquisitos y ya habían caído. Estaban acabando con el postre cuando vieron entrar a alguien pero al contraluz no conseguían discernir quien era hasta que se fue acercando y si, Juan había llegado.

Carmen se dijo así misma que su amiga había acertado –al menos a primera vista– derrochaba empatía, respeto y autenticidad.

Cuando llegó saludó a María muy afectuosamente y a ella con un respeto exquisito.

Se sentaron los tres y pidieron los cafés y unas copas, la tarde se barruntaba larga.

A Juan le gustó la idea de Carmen de presentarse en Barcelona sin previo aviso, le parecía una manera audaz de afrontar la situación.

Estas dos chicas eran muy audaces y decididas, le gustaban.

Pusieron en marcha el temporizador y se conjuraron para estar en un mes, los cuatro cenando juntos en,… cualquier lugar de la península, les daba igual.

En un momento que Juan se excusó para ir al servicio, Carmen aprovechó para confesarle a su amiga que le encantaba este chico para ella –no creía que la diferencia de edad fuese algo de lo que preocuparse– y la impresión que le daba es que estaba coladito por ella pues se había fijado en como la miraba y como parecía quedarse embelesado cuando ella hablaba.

Cuando volvió Juan le preguntaron por su trabajo, como era aquello de la programación y la informática.

El estuvo un rato explicándose hasta que se dio cuenta de que no estaban entendiendo ni papa de lo que decía al ver sus caras de incomprensión y cerró el asunto con una explicación muy sencilla; programo apps.

Con este primer encuentro comenzaba una etapa que también es muy importante para que una pareja pueda crecer sin aislarse del resto de la gente y es la de mezclar los mundos que cada uno de los dos aporta a esa relación.

Es una forma de enriquecerse mutuamente y ampliar sus círculos personales.

Se despidieron de Carmen y se acercaron al FNAC, en concreto porque María –una fan impenitente de los libros de papel– quería comprarse una nueva edición de El Lobo Estepario de Hermann Hesse, pues aunque ya lo había leído esta última edición venía con una serie de comentarios al margen, algo así como una versión extendida del autor.

Caminando hacia su destino se entrelazaban tan armoniosamente que parecieran una sola persona.

Encontraron el libro y aunque era –relativamente– temprano se encaminaron hacia la ya famosa buhardilla de la calle Mayor para pasar un buen rato y aunque Juan ya había comprado alguna ropa, insistió en que esta noche tenía que ir a dormir a su casa, la cual no había pisado desde el lunes.

María le prometió que se lo pensaría y dentro de un par de horas le daría respuesta.

Atardecer

Eran las cinco menos diez y allí estaba en la Calle Mayor a la altura del numero once, a medio camino entre Sol y la Plaza Mayor y a un suspiro de la Casa del Jamón.

Buscó en la placa del videoportero el ático A y pulsó el botón correspondiente con decisión. En menos de diez segundos escuchó aquella bonita y aterciopelada voz, se identificó y la puerta se abrió mágicamente.

Aunque no era amigo de los ascensores, esta vez eran cinco pisos y prefirió subir metido en aquella caja de metal que siempre le daba la impresión de que podría fallar y dejarlo allí un buen rato.

Llegó sin problema alguno y cuando iba a llamar a la puerta observó que ya estaba abierta esperando que el la traspasara.

Dentro le esperaba María que lo recibió con uno de esos jugosos abrazos que comenzaban a hacerse tradicionales.

La encontró,… hermosa –no encontraba otra palabra– y al mismo tiempo halagado al poder disfrutar de su compañía.

Estaba ya preparada para salir, esta vez había dejado de lado los pantalones y lucía un vestido que se acercaba a su rodilla sin llegar a ella, con un regusto vintage, muy al estilo años sesenta y de un color rosa palo que a Juan le pareció que encajaba perfectamente en aquel cuerpo que el comenzaba a conocer.

Salieron al descansillo, cerraron la puerta tras de si y penetraron en la caja metálica cogidos de la mano dispuestos a disfrutar del paseo vespertino.

Al llegar a la calle y estando tan cerca decidieron intentar un segundo asalto a San Ginés –la chocolatería– como si quisieran sellar algo que había nacido en aquel lugar, pero esta vez fue imposible pues estaba hasta arriba de gente y había cola para entrar.

Enfilaron hacia Sol y poco después estaban disfrutando de la tarde en la terraza del Hotel Europa frente al reloj más famoso del país.

La caída del sol y sus últimos rayos del día bañaban de un tono rojizo las paredes de aquellos vetustos edificios.

El atardecer era un momento mágico perfecto para albergar confidencias, conjuras o traiciones.

Se habían sentado de frente a la plaza, al mismo lado de la mesa con sendas copas de vino, lo que les permitía –apoyados el uno en el otro– disfrutar observando como discurría la vida frente a ellos.

Un par de niños –hermanos indiscutiblemente– se peleaban por un mismo juguete, dos abuelos –cogidos del brazo– paseaban charlando animadamente como seguro que habían hecho durante los últimos cincuenta años a juzgar por las edades que aparentaban. Una pareja de policías hacía su ronda habitual intentando controlar cualquier detalle sospechoso que delatara a algún posible carterista.

Y ellos, sentados allí, disfrutaban del espectáculo en silencio pero acompañándose.

Después de un ramillete de besos furtivos hablaron de lo absurdo que fue dejar pasar tanto tiempo sin atreverse a dar el paso creyendo ambos que al otro lado no se compartía el mismo interés. Como vulgarmente se dice, el uno por el otro y la casa sin barrer.

Acordaron –sobre todo– ser sinceros, tanto el uno con el otro, como -y quizá mas importante– consigo mismos.

Hablaron mucho de sus gustos, se contaron trozos de películas, de libros, se rieron de chistes malos y poco a poco se iban conociendo, acostumbrándose a ser dos y descubriéndose.

Trazaron ya algún plan juntos, concretamente una pequeña escapada a la sierra el siguiente fin de semana, lo necesitaban para pasar algún tiempo juntos y la época –en plena primavera– era la ideal.

No querían por el momento ir mas allá, no querían correr para evitar el riesgo de algún tropiezo inesperado.

Estos primeros días se verían un rato por la tardes pues los horarios –sobre todo los de Juan– no ayudaban mucho.

Pidieron la cuenta y paseando por la calle del Carmen llegaron hasta la Plaza de Callao, que a esas horas estaba repleta de gente bulliciosa que iba de un lado a otro corriendo, paseando o simplemente observaban las carteleras para decidir que película ver esa noche.

Bajaron Gran Vía y después comenzaron a callejear ya en dirección al ático de María.

Por aquellas callejuelas –apenas iluminadas– iban deliberadamente lentos y a cada tanto, en las zonas mas discretas de cada calle se fundían en un mar de abrazos y besos.

Un recorrido de menos de quince minutos a ellos se le convirtieron en cuarenta y cinco pero lo hubiesen hecho gustosamente un poco mas largo.

Cuando llegaron delante del numero once de la calle Mayor Juan se dispuso a despedirse pero María agarró su mano con firmeza y lo arrastró al interior del portal.

Aquella noche Juan no pisaría su casa.

Lunes radiante

Este lunes era un día muy especial para Juan y aunque de natural tímido le gustaba compartir con algún amigo lo que él consideraba un buen momento, una buena noticia o algo que le había hecho tremendamente feliz.

Enfrascado en la rutina diaria frente a sus dos pantallas de treinta y dos pulgadas conectadas a un macbook de última generación le bailaban los números.

Este lunes le hubiese venido bien tener un par de cerebros para gestionar tanta multitarea, se le hacía imposible trabajar en piloto automático y al mismo tiempo rememorar lo ocurrido durante el fin de semana.

Decidió darse un salto a la cafetería y tomarse un café –eran las once de la mañana y no había desayunado– pero tendría que hacerlo él solo.

No podía avisar a Pedro pues dada la situación por la que atravesaba sería muy cruel compartir con él lo bien –aparentemente– que pintaba su vida a raíz de los últimos acontecimientos.

De esta forma sentado –solo– en su mesa de siempre, en su cafetería de siempre, comenzó a repasar mentalmente todo lo que le había sucedido durante la última semana y cómo todo esto estaba a punto de cambiar el rumbo de su vida.

Desde aquel lejano viernes noche –aunque sólo hubiese pasado una semana– en que se encontró mas solo de lo habitual, podría decir incluso que se sintió a si mismo como un ser solitario –que es peor que estar solo– hasta el momento actual, se habían dado una serie de circunstancias por las que él no estaba acostumbrado a transitar.

Aquel providencial encuentro en la Calle de Postas reavivó sentimientos atesorados y no expresados durante años, y pareciera que el destino, el karma, las estrellas o a saber quien, se habían conjurado para provocarlo.

Después de varios años de calculada amistad, respeto, alguna que otra confidencia –y al menos por su parte resguardando sus sentimientos– todo se había precipitado en las dos horas que pasaron delante de aquel chocolate con churros en San Ginés.

También tenía claro que si María no hubiese dado aquel primer paso, aquella velada invitación, él quizá nunca se hubiera atrevido debido al temor al rechazo que siempre le atenazaba, dado que a menudo le embargaba la sensación de no estar a la altura.

Después de pasar toda la semana en vilo, quizá temiendo que algún imprevisto provocase la anulación de la deseada cita, tuvo que lidiar con el contratiempo de lo ocurrido con Pedro –a propósito, Ana lo había llamado por la mañana temprano, quería verlo– y aunque provisionalmente estaba solucionado, no podía perder de vista que esa solución era precisamente eso, provisional.

Le gustaba y disfrutaba reviviendo mentalmente aquella cena íntima en aquel rincón tenuemente iluminado y aquel ambiente musical donde predominaban el blues y el jazz, tan sensualmente idóneos para algunos momentos.

Esos momentos –vividos con tanta intensidad– son de los que se impregnan en tu alma y no se olvidan por más tiempo que pase, son ese tipo de experiencia te acompaña para siempre.

Juan era un romántico impenitente y le gustaba ser así, vivir el amor con intensidad, escuchar, agradecer, tener presente a la persona que amas, compartir –como se dice ahora– tiempo de calidad, en resumen disfrutarse mutuamente y sentir que pase lo que pase la otra persona está ahí y no para solucionarte la vida, solamente para acompañarte y en muchas ocasiones para sentarse a tu lado en silencio y comprenderte.

Juan –en contra de lo que muchas personas le decían– pensaba que el amor no debilita, pensaba que el amor te hace más fuerte, siempre, incluso si te equivocas.

Muchas veces sus amigos le habían oído decir que “sin amar existes pero no vives” y aunque sabía que la mayoría no compartía su idea no era algo que le preocupase lo mas mínimo.

En aquella buhardilla –con Madrid a sus pies– se había sentido enormemente feliz, y había recuperado sentimientos que hacía mucho tiempo que se le habían hurtado.

Aunque era consciente que todo era muy explosivo y reciente y que habría que rebajar el soufflé en algún momento, se dijo a si mismo “carpe diem” disfruta el momento.

Lo que ocurrió aquella noche en el ático de María le había calado tan hondo que llegaba a sentirse indefenso ante la avalancha de sentimientos que le atravesaban.

Habían quedado a las cinco de la tarde para tomarse un café, dar un paseo –sólo un paseo– y seguir conociéndose poco a poco.

Madre mía –se dijo– las doce y media, hora y media para un café!!

Salió a escape hacia su oficina y esta vez subió las escaleras de dos en dos y rezando para no tropezarse con su jefe por el camino.

Has amado alguna vez a una mujer?

Una semilla

Después de la conversación que tuvieron en el Parque del Retiro se lo había pensado y repensado, le había dado todas las vueltas posibles y analizado la situación desde todos los ángulos que se le podían ocurrir.

Solo le faltaba hacer el típico juego de las pelis americanas de la lista de los pros y la de los contras pero no la necesitaba, realmente Carmen siempre –en su fuero interno– sabía lo que tenía que hacer y la “flaca” se lo había recordado sin ambages.

En ocasiones conocemos a alguien que –de entrada– no caemos en la cuenta de que pueda encajar con nosotros y ahí se mantiene durante semanas, meses o años, hasta que cambian las circunstancias, ves lo que no acertabas a ver o simplemente aceptas que algo ha hecho click en tu interior y te asalta la duda, y ¿porqué no? te preguntas.

Y sin saber cómo, te encuentras fantaseando con pasear bajo la lluvia cogidos de la mano en París o viajar al pueblo de al lado para simplemente acurrucarse al calor de una chimenea y ser feliz.

Ser feliz, el objetivo de todos nosotros.

Con alguien a nuestro lado, o en la distancia, todo es posible si hay una buena sintonía.

Carmen ya tenía el viaje a punto para el próximo fin de semana, solicitó un día de “asuntos propios” y el viernes bien temprano salía para Barcelona a la aventura –su gran aventura–.

Delante de aquella taza de café –aunque contenta con su decisión– la consumían los nervios y además su amiga no acababa de llegar y no podía soportar mas la intriga sobre lo ocurrido el fin de semana.

Había estado llamando a María durante todo el domingo –si, todo el domingo– y saltaba una y otra vez el maldito buzón de voz, algo inaudito.

Ensimismada en sus cosas y removiendo aquel maltrecho café sintió sobre su hombro una cálida mano que reconoció a la perfección.

Se levantó como un resorte y abrazó con ganas –muchas ganas– a su amiga.

Después de contarle –en versión super resumida– sus batallas consigo misma y la decisión final que había tomado, le agradeció ese empujoncito que le dio en el Retiro.

María –sabiendo de la intriga de su amiga– decidió imprimir un poco de suspense al asunto y se limitó a pedir su café y como si nada hubiese pasado le preguntó –intentando contener la sonrisa– ¿aparte de todo eso, que has hecho este fin de semana?

Carmen –falsamente indignada– ¿cómo que he hecho el fin de semana? ¿que has hecho tu? Recuerda que te dije que me lo tenias que contar todo con pelos y señales.

Y hoy es lunes así que desembucha.

Cuando llegó no se había fijado mucho pero ahora que la tenía delante se dio cuenta de que María estaba –no sabia como expresarlo– quizá la palabra podría ser “radiante”, se la veía feliz.

Así que intuía que aquello había funcionado y se moría de ganas de saberlo a ciencia cierta.

Una vez se hubo cerrado, tras de ellos, la puerta del ático se fundieron en un largo abrazo, intenso, fuerte, acogedor y se sintieron en completa armonía.

La primera parada fue directamente en el sofá -no consiguieron ir mas allá–, se miraron a los ojos, las emociones se dispararon y se dieron un gran beso dulce, tierno, delicado y a ese siguieron muchos mas, entrelazaron sus manos y fueron desgranando caricias por rincones de sus cuerpos que no habían sido visitados hacía ya mucho tiempo.

Después de este primer embate –en el que se les había ido casi una hora– y prácticamente sin pronunciar palabra se dispusieron a subir la escalera de acceso a la parte alta.

Allí les esperaba una cama de dos por dos que iba a ser testigo mudo de lo que estaba a punto de ocurrir.

A las seis de la mañana María abrió los ojos y sintió que unos brazos la rodeaban y otro cuerpo se aferraba al suyo e inopinadamente esto le transmitía paz y tranquilidad. ¿Sería esto la tan cacareada felicidad?

Se dijo que no era momento para filosofías y dándose la vuelta comenzó a acariciar aquella cara que estaba a poco mas de diez centímetros de la suya y fue testigo de como –aun dormido– Juan esbozaba una sonrisa.

Media hora mas tarde se habían quedado dormidos otra vez.

A las nueve de la mañana un rayo de sol que se colaba por la rendija del store se posaba justo en la cara de Juan y finalmente –como si de una tortura china se tratara– consiguió despertarlo.

Se incorporó sigilosamente y observando a María se sintió el hombre más afortunado sobre la faz de la tierra, y fue descubriendo pequeños recovecos de su cuerpo que le iban enamorando, todo ello acariciándola sin apenas rozarla para no despertarla de sus sueños, que a juzgar por la expresión dulce y serena de su rostro, debían de ser muy hermosos.

Acabó por levantarse y rebuscó algo que ponerse entre todo lo que se había “caído” la noche anterior cuando llegaron a la parte alta del ático.

Bajó a la cocina y –siempre con cuidado de no hacer ningún ruido– abrió un par de cajones y muebles y consiguió encontrar rápidamente el café, la leche –semidesnatada– el azúcar, pan de molde, mermelada y todo lo necesario para preparar un suculento desayuno para recuperar fuerzas.

Cuando tuvo todo preparado se dispuso a acomodarlo en una bonita bandeja que había encontrado.

Solamente echó en falta una flor para ser un desayuno perfecto –una rosa roja hubiera quedado inmejorable– pero no había ninguna a mano y hubo de conformarse.

Se acercó a la cama, depositó en un extremo la bandeja y se dispuso a despertar a María con suavidad.

Lo consiguió después de unos minutos acariciándola y observando como cada vez que apenas rozaba su piel esta se erizaba.

Cuando ella se incorporó se abrazaron una vez mas y los dos desearon –mirándose a los ojos– que aquel domingo fuese eterno.

Desayunaron plácidamente recostados y mas allá de planear absolutamente nada se dedicaron a disfrutar del momento, de ese momento tan bonito que habían construido entre los dos y que nunca olvidarían.

Juan no podía creer todo lo que estaba viviendo desde anoche y sentía que se avecinaban bonitos momentos junto a María.

El resto del día discurrió –en parte– por los mismos derroteros que toda la noche. A eso de las ocho de la tarde se aventuraron por la Calle de Postas –la misma donde casualmente se habían reencontrado– y compartiendo una mesita en una de sus terrazas para picar algo se contaban historias de sus vidas pasadas, anécdotas, tristezas y alegrías y de esa forma seguían conociéndose y reafirmando paso a paso lo que había surgido una semana antes como pura casualidad.

La novedad –para un buen observador– es que a diferencia de la noche anterior ahora hablaban con sus manos entrelazadas sobre la mesa.

Y eso es todo lo que te voy a contar –le dijo María a su amiga Carmen– estoy ahora mismo feliz querida amiga y espero poder mantener esta sensación por mucho tiempo.

Carmen estaba asombrada, esta no era su María!! sonrió. Se abrazó a su amiga y le susurró al oido; estoy muy feliz por ti.

Y María aprovechó para retarla.

Dentro de un mes nos vamos a Barcelona a cenar con Xavi.

El ático

La buhardilla era –en la práctica– un pequeño duplex. La reforma le había salido a María por un pico pero se veía a la legua que había valido la pena.

En la zona baja un salón-comedor totalmente equipado y subiendo una preciosas escaleras de madera nos encontramos con la zona de descanso en donde destacaba una generosa cama de dos por dos.

En las grandes superficies –suelos y paredes– predominan los colores claros y los grandes ventanales, todo ello en contraposición con unas vigas y columnas de madera que le imprimían un cierto carácter rústico en pleno centro de la ciudad.

Diversos estantes repartidos por toda la estancia repletos de libros y en donde descansaban aquí y allá bonitos detalles decorativos entre los que destacaba un precioso bonsái al cual María le dedicaba mucho de su tiempo libre.

En aquel pequeño arbolito había enterradas muchas horas de amarguras, frustraciones pero también –como no– algunas alegrías.

En la pared –al otro lado de la cama– se situaba un gran espejo de cuerpo entero muy útil para cuando había que cuidar hasta el último detalle.

Estaba ya casi lista, un último repaso a su rubia melena y solo quedaría esperar a que apareciese su amigo.

De pronto se dio cuenta que su móvil estaba vibrando, alguien la estaba llamando.

La noche había sido larga –muy larga– acomodar a Pedro en el sofá solamente le permitió un respiro de un par de horas hasta que se despertó y comenzó a vocear sin darse cuenta de donde estaba pero poco a poco la realidad de lo ocurrido volvió a su cabeza y le hizo callarse.

Por la mañana llamó a su amigo Carlos y arregló el asunto del hospedaje de fin de semana, poco después salieron a desayunar en los alrededores de su casa y luego acompañó a Pedro puesto que él no recordaba exactamente como llegar a casa de Carlos.

Al llegar le explicó a su común amigo –muy sucintamente– lo que había ocurrido y le pidió que le ayudase en todo lo posible dado lo delicado del momento.

Se despidió con ligereza y salió rápidamente hacia su casa –Carlos no vivía precisamente cerca– y al llegar tocaba arreglar el desaguisado producido por la noche tan ajetreada que habían pasado.

Una vez que acabó con la limpieza y consiguió poner todo en orden se metió en el baño y comenzó con su propia puesta al día, se estaba quedando sin tiempo y no podía permitirse llegar tarde.

Se enfundó sus vaqueros, se ajustó su camisa de rayas azules, un poco de perfume y a la calle.

Cuando llegó a su coche se dio cuenta de que con las prisas, había aparcado en una zona no permitida y recogió –resignado– el papelito que algún gentil guardia urbano había dejado en su parabrisas.

Llamó a María para que supiera que ya estaba allí, esperándola.

Cuando la vio aparecer no se podía creer la suerte que tenía y se dijo a si mismo que esperaba no meter la pata esa noche.

Caballerosamente le abrió la puerta del coche, pero antes de que entrara se dieron un jugoso abrazo, premonitorio de una noche para recordar.

Llegaron al restaurante elegido para la ocasión, Juan dio su nombre y los llevaron a la mesa que tenían reservada, apartada, al fondo del establecimiento, íntima y dulcemente iluminada con una tenue luz que desprendía una lámpara de esas llenas de cristales de colores.

El separó su silla y ella agradeció el gesto, no estaba acostumbrada a esos detalles pero se sentían de maravilla.

Una vez sentados a la mesa la conversación se hizo fluida y sumamente agradable.

Eran –aunque no lo supieran todavía– como dos extraños concediéndose deseos, como dos enamorados conociéndose paso a paso, confidencia por confidencia.

Hablaron de su infancia, los colegios que habitaron y los institutos donde aprendieron a hacer pellas en innumerables ocasiones.

Iban por primero de la ESO cuando apareció una camarera que muy amablemente les preguntó si ya sabían lo que iban a cenar.

Se quedaron de piedra, estaban tan a gusto enfrascados en su charla que ni siquiera habían abierto el menú, así que pidieron disculpas a la camarera y después de unas risas nerviosas de complicidad se escondieron cada uno tras su menú… veinte segundos, no pudieron resistirse y siguieron –casi sin darse cuenta– contándose anécdotas de su infancia y juventud.

La cita estaba resultando muy bien, en poco menos de veinte minutos no podían apartar la vista el uno del otro y a los dos les estaba resultando una velada inolvidable.

La camarera apareció una segunda vez y –ahora si– se sintieron un poco avergonzados y eligieron rápidamente para cumplimentar el trámite y poder seguir cuanto antes con la charla que tenían entre manos.

Decidieron compartir un pulpo a la gallega, unas gambas al ajillo y una merluza en salsa verde, nada muy contundente ni pesado.

Pidieron una copa de vino blanco, seco, cada uno y se dispusieron a brindar, un brindis de lo mas lógico: por nosotros.

A medida que discurrían los minutos la complicidad entre los dos iba en aumento.

Hablaron de sus miedos, de sus frustraciones, de sus anhelos y poco a poco se iban creyendo que estaban donde siempre habían querido estar y con quien querían estar.

María estaba encantada y –cosa que no esperaba– estaba deseando acabar con aquella cena y dar un paso adelante.

Juan –aunque lo disimulaba muy bien– era un manojo de nervios intermitente.

Estaban consumiendo los últimos bocados cuando fueron conscientes de que el musical que querían ir a ver tendría que quedar para otro momento, habían pasado tres horas y pareciera que acabasen de llegar al restaurante.

Por nada del mundo Juan iba a permitir que ella pagase la cuenta y la convenció diciéndole que la próxima ya le tocaría a ella –algo que tampoco iba a permitir–.

Cuando salieron del restaurante eran ya pasadas las doce y decidieron acercarse al centro para tomar una copa en uno de los locales de moda.

Casualmente encontraron muy pronto un lugar para aparcar y también casualmente muy cerca del ático de Maria.

Si Juan lo hubiese planeado no le habría salido mejor.

Cuando bajaron del coche se miraron, se sonrieron con complicidad y decidieron –sin decir palabra– prescindir de la copa y el baile, y correr al lugar mas cercano donde pudieran liberar sus ganas contenidas durante toda la cena.

Subieron las escaleras hasta el ático en un abrir y cerrar de ojos, abrieron la puerta y,…

Vivir para ver

Pantalón vaquero, una camisa con unas finas rayas azul marino sobre un fondo blanco y unos zapatos negros, así se había vestido para la ocasión y por si la noche refrescaba una cazadora de piel.

Se dirigió al centro para recoger a María y salió con tiempo para asegurarse de estar cinco minutos antes de lo acordado.

Se bajó del coche –un viejo Peugeot 208– y se dispuso a esperar en cuanto estiraba las piernas pues al final falló en el cálculo del tiempo y llegó casi veinte minutos antes.

No estaba claro si fue un fallo de cálculo o la desesperación por llegar.

Ella bajó a la hora convenida, radiante y exhibiendo una sonrisa amplia y sincera.

El le abrió la puerta y luego se puso al volante para llegar lo antes posible a su destino.

Nada de restaurantes famosos, mas bien un lugar antiguo, con historia, buena fama e íntimo.

Para ella sería una sorpresa y lo único que sabía es que sería en el Madrid de los Austrias, una zona histórica sin igual en la capital.

Inesperadamente acababa de sonar el timbre de la puerta, Juan abrió los ojos y desconectó de su ensoñación. ¿Quien sería un viernes a esas horas?

Cuando abrió la puerta –las doce de la noche– no se lo podía creer, en el descansillo, apoyado en la barandilla de las escaleras y con muy mala pinta estaba su amigo Pedro evidentemente con unas cuantas copas de mas y el semblante desencajado.

Pedro –ademas de amigo– era administrativo en su misma empresa pero al estar su puesto de trabajo dos plantas por debajo de la suya rara vez conseguían cuadrar para tomar un café en algún descanso.

Su pareja –Ana– era enfermera en una clínica dental también en el centro de Madrid.

Juan se asustó al ver a su amigo en tan mal estado, le hizo pasar y después de acomodarlo como buenamente pudo en el sofá intentó saber qué estaba pasando.

Una vez se hubo sentado frente a su amigo este hundió su cabeza entre sus manos y rompió a llorar desconsoladamente.

Juan estaba desconcertado y veía a su amigo incapaz de articular palabra.

Cinco largos minutos después los sollozos de Pedro fueron dejando paso al silencio mas absoluto y Juan aprovechó para preguntarle que era lo que le había pasado.

Soy un gilipollas y Ana me ha dejado, fue todo lo que acertó a decir y volvió deshacerse en sollozos.

Su amigo había comenzado su relación con Ana hacía –si no recordaba mal– unos siete u ocho años y siempre habían dado la imagen de ser una pareja muy entrañable, cariñosos entre ellos y pendientes el uno del otro incluso cuando salían en grupo.

De esas parejas que uno envidia.

Bien es verdad que –en algún momento del pasado– se había rumoreado entre los amigos que Pedro parecía estar jugando un poco al despiste con alguna compañera del trabajo, pero todos creían que eso era agua pasada.

Aquella noche parecía que se confirmaba que esos “despistes” de Pedro no eran tan del pasado y habrían provocado el cese fulminante de la convivencia y parecía que definitivo a juzgar por el estado en que se encontraba su amigo.

No tenía donde pasar la noche, pues la reacción de Ana había sido tan radical que aparte de dejarle dormir en su sofá iba a tener que dejarle ropa al día siguiente.

Y ahora que caía en la cuenta, mañana por la noche su casa estaría “ocupada” y esto podría acabar siendo un problema según como discurriese su cita con María.

Consiguió acomodar a su amigo en el sofá y en menos de dos minutos ya había caído en un profundo sueño fruto de los nervios y la cogorza que llevaba encima.

Mañana sería otro día y ya tendría tiempo de decirle a Pedro lo estúpido que había sido al perder a una mujer como Ana por una calentura de niñato consentido.

También debería contactar con Carlos para ver si había alguna posibilidad de que al menos ese fin de semana Pedro se pudiese quedar en su casa.

La una de la madrugada y él arropando a un tipo de cuarenta y cinco años pero con un cerebro de diecisiete, vivir para ver.

Arriésgate

Sentada en un banco del Retiro —observando como navegaban pausadamente algunas parejas— Carmen no pudo reprimir un suspiro que transmitía resignación.

Vivía a escasos quince minutos del parque y nunca había tenido la oportunidad de navegar ese pequeño lago con alguien a su lado.

Aunque su vida discurría plácidamente entre su trabajo, los quehaceres de alguien que vive sola y sus aficiones, estaba cayendo en una rutina perniciosa.

Después de la charla que mantuvo con su amiga María, le embargó una sensación de fracaso vital impropio de su carácter.

Como si la ayuda y motivación que intentara transmitirle a ella se la hubiera hurtado a si misma.

Dicho de otra manera, se había visto retratada en su amiga y quizá por eso mismo supo lo que realmente le ocurría a María.

Un año antes —en una pequeña escapada a Barcelona— se encontraba disfrutando de una copa nocturna y solitaria en una de las múltiples terrazas de Las Ramblas, cuando de pronto la tranquilidad de aquel momento se vio enturbiada por un dicharachero grupo que se acomodó en unas cuantas mesas a escasos metros de ella.

Al verla sola la invitaron a unirse a ellos y ella aceptó encantada pues de eso se trataba este viaje, de conocer gente nueva.

De aquella casualidad nació una amistad que se mantenía ahí, en la distancia.

A él, Xavi —catalán de pura cepa— se le veía encantado a su lado y pronto entre sus amigos comenzaron las típicas bromas del emparejamiento fortuito y que suerte y todo esto.

En el transcurso de la velada Xavi le contó que era profesor de matemáticas en un instituto del centro y que después de cinco años de un duro trabajo de preparación había conseguido su plaza fija.

Ahora ya con la estabilidad económica de la que disfrutaba había decidido comprarse un ático y estaba ultimando en esos días el papeleo.

Parecía una buena persona –de esas que ya van quedando pocas– educado, atento y muy detallista con ella.

Carmen le miraba y en su interior lo único que acertaba a pensar era que porqué no viviría el tal Xavi en Madrid.

No volvieron a verse, se despidieron y cada uno siguió su camino.

Ella al día siguiente ya se volvía para Madrid, pero mantuvieron el contacto vía email y sobretodo whatsapp, porque en estos tiempos las llamadas telefónicas, esas en que se pueden definir los matices de lo que estas contando y se siente al interlocutor realmente mas cercano, esas estaban en desuso.

Lo mas impersonal de las comunicaciones nos estaba ganando la partida.

Ahora allí sentada mirando los barquillos navegar sentía que María iba a tener mas suerte que ella –cosa que no le molestaba en absoluto– pues su situación si decidía darle un empujón de verdad tendría que pasar irremediablemente por establecer una relación a distancia con Xavi.

Pensando en todo esto se le escapó una sonrisa que gradualmente se fue acrecentando hasta acabar en una sonora carcajada. ¿Que estaba diciendo? Si ni siquiera habían llegado a darse un beso.

Ya llevaba sentada allí una media hora y su amiga se retrasaba, lo cual no era habitual en ella.

Al fin divisó a lo lejos la delgada silueta de María –la flaca– a la que consideraba su hermana menor aunque realmente solo le llevaba unos tres meses de diferencia.

Pero le gustaba esa “sensación” de hermana mayor, –como buena Cancer le afloraba su vena protectora– y su amiga lo aceptaba de buen grado.

María le pidió disculpas por el retraso y después de darse un abrazo se dispusieron a dar un corto paseo por el parque.

Esta vez fue Carmen la que pidió consejo a su “hermana pequeña” sobre la débil relación que mantenía con Xavi, como podría enfocarlo para reforzar ese vínculo y que opinaba ella.

María se lo resumió todo en una sola frase; arriésgate y ya verás que en un par de meses estamos cenando los cuatro juntos en Barcelona.

A María se la veía realmente animada y deseando que acabase esta maldita semana laboral para desembarcar en ese fin de semana que se entreveía tan prometedor.

El resto del paseo discurrió con una de las típicas conversaciones que se tienen antes de una cita, es decir, y ¿que vestido me pongo? o ¿te parece mejor algo mas informal?

Los nervios estaban a flor de piel, pero si lo que nos pone nerviosos es una cuestión amorosa, el romanticismo o la belleza, bienvenidos sean esos nervios.

Las dos amigas enfrascadas en su animada charla habían salido del Parque del Retiro y se encontraban ya en las inmediaciones de Puerta del Sol.

Eran las ocho y media de la tarde y decidieron sin pensárselo mucho entrar en La Casa del Jamón, pues la caminata les había abierto el apetito.

Finalmente ya estaba decidido, sería un vestuario informal un buen vaquero ajustado, blusa blanca holgada y solo quedaba la duda de los zapatos si serían negros o blancos, lo que si estaba claro es que tendrían un taconazo de infarto.

Jueves

Jueves.

La semana avanzaba inexorable y aquella anciana necesitaba dar por concluidos los trámites para acceder a una ayuda del municipio.

Cuando llegó su turno se dirigió hacia el mostrador que le indicaron, donde una chica menuda la recibió con una gran sonrisa.

Era la tercera vez que aquella pobre mujer tenía que acudir para entregar más documentos —pareciera que cada vez que iba se les ocurría algo nuevo que pedir— pero esta vez no iba a ser como las dos anteriores.

Por lo de pronto se dirigía hacia la chica blandiendo su colorido bastón a modo de infructuosa amenaza.

Tal era su indignación y el ímpetu por llegar cuanto antes que trastabilló y precisamente aquella menuda funcionaria de afectuosa sonrisa consiguió llegar a tiempo de sostenerla y a fe que salvo a la anciana de una rotura de cadera inminente.

La ayudó a sentarse y le preguntó como se sentía y la mujer no pudo menos que cambiar de actitud y agradeciendo la ayuda le regaló también ella una sonrisa a la muchacha –se la había ganado–.

Una vez evitada la posible tragedia María preguntó a Petra –que así se llamaba la señora– en que podía ayudarla.

A aquellas alturas de la semana –jueves ya– el trabajo de atención al público –un público no muy educado ni considerado– estaba a punto de sobrepasar la paciencia de María.

A la rutina de su trabajo –que llevaba desempeñando hacía mas de tres años– se sumaba un nerviosismo extra que no lograba identificar.

O mas bien no quería darse por aludida, pues sabía muy bien a que se debía ese estado emocional y no, no estaba en “esos días” valiente tontería.

Lo que la estaba desestabilizando no era otra cosa que el miedo. Miedo a sus propias emociones, a sus propios sentimientos, a dejarse llevar y equivocarse, una vez mas.

Hasta ese momento, y desde el domingo anterior –si cuatro días, noventa y seis horas– sus manos habían andado y desandado el camino hacia su móvil en innumerables ocasiones.

Sus miedos la acercaban a aquel infernal aparato susurrándole que debía enviar un mensaje escusándose y anulando la cita?

Pero inmediatamente su otro yo –ese que la había hecho cometer ciertos errores en el pasado, es cierto– anulaba la orden y volvía a depositar aquel aparato en su lugar de descanso.

Consiguió –entre un desasosiego y otro– despachar a la anciana y por fin solucionar definitivamente su problema.

Aquella mujer se deshizo en muestras de gratitud hacia aquella menuda funcionaria que seguía sonriéndole y a su vez deseando que desapareciera de su vista.

Eran las diez de la mañana y automáticamente se levantó de su mesa, salió de su despacho y cerrando la puerta tras de si se fue a buscar a una de las pocas amigas que tenía allí dentro.

Carmen –que así se llamaba su amiga– al verla venir procedió de la misma manera y –sin decir palabra– las dos enfilaron escaleras abajo el camino de la cafetería mas cercana, para disfrutar de un momento de asueto.

Una vez acomodadas en “su” mesa de todos los días –la del rinconcito– desde donde disfrutaban de la vista del parque cercano y una generosa porción de cielo, lo cual se agradecía después de estar toda la mañana en unos despachos ínfimos, sin ventanas y mal ventilados, Carmen disparó primero.

Carmen conocía a María desde que tenía memoria, se habían criado juntas, habían compartido pupitre muchos años en el colegio y realmente solo se separaron al llegar a la Universidad.Pero nunca perdieron el contacto y cualquiera podría decir que eran mas que amigas, hermanas.

Y precisamente por esa relación tan estrecha que mantenían Carmen se había dado cuenta que algo no iba bien esa semana y viendo que María no soltaba prenda pasó directamente al interrogatorio.

Vamos a ver flaca, ¿a ti que te pasa esta semana que estas y no estas?

Ante un misil tan directo e inesperado María –la flaca– se apuntó a la reacción de todo el mundo; nada Carmen, a mi no me pasa nada, tómate el café que se te enfría.

Pero Carmen –enérgica y muy resuelta ella– no se iba a conformar con esa manera tan burda de intentar despejar el asunto e insistió.

Mira, de aquí no salimos hasta que me aclares que te ocurre, me tienes preocupada y no creo que yo me merezca que me tengas en vilo –chantaje emocional de libro–.

Y funcionó pues llegados a este punto María se convirtió en un torrente de palabras, emociones y lágrimas imparables.

¿Recuerdas a Juan? el informático, –balbuceó entre sollozos– pues creo que he cometido un error.

Nos encontramos el domingo y nos fuimos a San Ginés a desayunar y la verdad que lo pasamos bien y –al menos yo– me encontré muy a gusto y entonces me deje llevar y le propuse salir este próximo sábado a cenar.

Se lo propuse yo a él, tomé la iniciativa y después dándole vueltas no se si he obrado bien, ¿tendría que haber esperado que fuese el quien se lanzase? No se, estoy confusa y por momentos me asalta la idea de anularlo todo.

¿Y ya está? le espetó Carmen, ¿eso es todo?

Pues si, no hay nada mas que eso que te he contado.

Carmen no salía de su asombro, aquella no era su “flaca”, su amiga resuelta y atrevida en todo lo que se proponían.

Pero vamos a ver, en que siglo vives, a ti Juan te cae bien y quieres conocerlo mejor y cual es el problema, ¿que tu has tomado la iniciativa?, no me seas antigua.

Tu no eres así, quítate de encima esos miedos y te recordaré una palabra que tu me has enseñado a pronunciar muchas veces: arriésgate, si sale bien, magnifico y si no sale adelante no será ninguna catástrofe.

Sois amigos y adultos, bueno el te lleva unos cuantos años pero eso hoy en día no es un handicap.

Ya sois mayorcitos y tenéis la vida bien encarrilada económicamente así que si os queréis dar una oportunidad ¿donde está el problema?

De todas formas, solo es una primera cita, ya habrá tiempo de preocuparse.

Conociéndolo te aseguro que él está mas nervioso que tu y –si me permites que te lo diga– ese nerviosismo tuyo, para mi, es una señal de que todo puede ir bien, porque quiere decir que te importa y te preocupa lo que pueda ocurrir.

Y sécate ya esas lágrimas y controla esos miedos.

Lo has hecho todo bien y ahora solo te queda esperar al sábado y disfrutarlo, sin obsesiones, sin miedos y verás que todo saldrá bien.

Como se dice ahora, déjate fluir y,… el lunes me cuentas todo con pelos y señales.

Madre mía las doce de la mañana, vámonos que no llegamos ni a fichar!!!

Martes

Martes.

Si, todavía era martes. A Juan nunca se le había hecho tan larga una semana.

Es más, era martes pero todavía eran las nueve de la mañana, así que aún quedaba todo el día por delante, una tragedia.

Desde el momento en que María se había despedido de el en Puerta del Sol con aquel “que volvamos a vernos” a Juan —tan vulnerable al enamoramiento— se le había disparado la imaginación.

Pero si fue María la que tomó la iniciativa porqué entonces tendría que estar nervioso y con ese desasosiego que no le dejaba vivir.

Mil cábalas se habían construido dentro de esa cabecita desde el domingo y quedaban muchos días hasta la ¿cita? que habían acordado.

Tenía que serenarse, si, era martes nueve de la mañana y estaba inmerso en el desarrollo de un nuevo software para su empresa y si seguía dejando su mente en libertad peligraba el resultado de muchos meses de picar código delante de una pantalla de ordenador.

La jornada laboral se extendía hasta las cinco de la tarde con media hora para un tentempié y algunos descansos para despejar la mente y relajar la espalda.

Y al menos hasta esa hora debía estar concentrado.

Media hora después se rindió a la evidencia de que mantener un nivel de concentración adecuado a su trabajo era misión imposible ese día.

Juan decidió tomarse un pequeño descanso y bajó a la cafetería.

Pidió el café de siempre, se lo llevó a su mesa y allí entre sorbo y sorbo dio rienda suelta a sus pensamientos.

Recordó la primera vez que coincidió con su amiga, fue algo fortuito, navidad, cenas de empresa y una casualidad o —quien sabe— el destino.

El caso es que los dos estaban en la pista de baile de la Discoteca Teatro Barceló —el antiguo Pachá— moviéndose con evidente desgana y se tropezaron con tal contundencia que no les quedó otra que agarrarse el uno al otro para no acabar en el suelo.

Se dieron cuenta al instante de que —aún sin conocerse de nada— habían establecido una conexión inesperada.

Copa tras copa acomodados en la barra fueron desgranando sus vidas de esa forma sincera y sin tapujos como siempre se le cuentan las cosas a un desconocido que pareciera que conoces de toda la vida.

Fue así como Juan supo que aquella chica menuda y de ojos de miel, venia de una familia acomodada que debido a algunas circunstancias del pasado y alguna inversión fallida pasaba por momentos económicamente delicados.

El intentó –sin éxito– dar una imagen de hombre resuelto y claro esto es difícil cuando tu timidez asoma por todos los poros de tu piel.

Se intercambiaron sus números de móvil, direcciones y volvieron a verse un par de veces más.

Dios mío las diez y media de la mañana y el aun con el café.

Salió disparado escaleras arriba –nunca utilizaba el ascensor– y llegó a su cubículo agitado y mucho mas nervioso que cuando había bajado para relajarse ante un café.

Respiró profundo y decidió expulsar todo pensamiento ajeno a su trabajo por el resto de la jornada.

Pero un último pensamiento le asaltó repentinamente.

Tenía miedo de perder lo que nunca había tenido.

Sea como fuere era martes y tendría que relajarse si realmente quería llegar al sábado sin sufrir un ataque al corazón.

Antes de sumergirse definitivamente en su tarea se preguntaba como estaría llevando su amiga esos días de espera, que para el resultaban tan frustrantes.

Una bonita casualidad

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se encontraron y casualmente un precioso domingo de primavera paseando por la calle de Postas camino de la Plaza Mayor volvieron a verse.

Curiosamente era primavera otra vez así que su anterior encuentro había sido hacía ya casi un año.

Es lo que suele ocurrir cuando nos sumergimos en nuestro trabajo y nos encadenamos a una perversa rutina productiva que nos aísla un poco más cada día.

La sorpresa era tal y había pasado tanto tiempo que Juan no sabía muy bien si abrazar a María, darle un apretón de manos o simplemente decirle un escueto “hola, cómo estás”.

Finalmente se decidió por lo que creyó mas personal y afectuoso, la rodeó con sus brazos y se fundieron en un largo abrazo cómplice, uno de esos abrazos que te recargan el alma.

En medio de la calle y ajenos a las miradas de los transeúntes mas cercanos disfrutaron de aquel bonito momento celebrando su reencuentro.

Y siguieron así –abrazados– un tiempo que pareció eterno, y sin decirse nada pareciera que se lo decían todo.

Cuando por fin lograron desprenderse y –aún en la corta distancia– consiguieron mirarse a los ojos, los dos parecían a punto de echarse a llorar.

Solamente había pasado un año pero había mucho de lo que hablar, mucho de lo que arrepentirse y quizá también abrir sus corazones y admitir que habían perdido por el camino alguna oportunidad de compartir –de compartirse–, aunque quizá aun estaban a tiempo.

Fue Juan el primero en reaccionar. No estaban muy lejos del mejor y mas famoso lugar de Madrid para desayunarse unos buenos churros, la Chocolatería San Ginés, y siendo esto así no dudó en proponerle a María pasar un buen rato juntos delante de una humeante taza de chocolate con sus inseparables churros, y así podrían ponerse al día.

Ella –que también estaba de paseo sin un rumbo definido– aceptó de buen grado la proposición y desandando una parte del camino se dirigieron hacia el famoso callejón en el que siempre pululan una gran cantidad de transeúntes y clientes del establecimiento.

Tuvieron mucha suerte, pareciera que los astros se habían alineado para ellos aquella mañana y no tuvieron que esperar mucho tiempo para acomodarse en una mesa en la misma callejuela, en un rincón, entre sol y sombra, muy acogedor e íntimo aún estando en plena calle.

Se conocían desde hacía varios años aunque el hecho de vivir realmente alejados y el típico ritmo de la vida diaria, propiciaban que fuese difícil verse mas a menudo. Nada que no pudiese cambiar si así lo desearan.

Llegaron, por fin, dos tazas humeantes con su platillo repleto de churros y se dispusieron a disfrutar de un bonito momento, esos momentos de los que hay pocos ya. Y para ello lo primero que hicieron fue apagar sus móviles.

Después de aquel precioso abrazo en la calle de Postas y durante el breve recorrido hasta San Ginés, Juan se dio cuenta de algunos pequeños cambios en la imagen de su amiga.

Se había aclarado un poco el pelo y –aunque el no era un experto en estas lides– ahora lucía un rubio dorado que –a su entender– le quedaba perfecto y realzaba sus ojos color miel.

Al igual que a él, el tiempo también le había pasado factura en forma de algunas pequeñas arrugas que a Juan le parecieron todas muy bien situadas y que realzaban su expresión haciéndola enigmática por momentos, siempre dulce y comunicando una serenidad que te conquistaba en el primer parpadeo.

Pero volvamos a la mesita en ese acogedor rincón del Pasadizo de San Ginés.

Para romper el hielo de ese último año sin apenas contacto comenzaron hablando de sus trabajos y de como se les había ido el tiempo sin verse.

Ella seguía trabajando en la Administración Pública, contenta con la oportunidad de ayudar a sus vecinos pues su puesto era básicamente de cara al público y económicamente no tenía queja alguna.

Seguía viviendo en su vieja buhardilla del centro –una zona privilegiada– y a tiro de piedra de museos, teatros y las zonas de ocio mas reconocidas de la ciudad.

Por su parte Juan también seguía viviendo donde siempre en Plaza Quito, desde donde podía seguir al milímetro las andanzas del Real Madrid solo con escuchar el griterío de cada domingo.

Después de estos escarceos sobre lo más básico siguieron adentrándose cada uno en el mundo del otro y en apenas diez minutos ambos llegaron a la conclusión de que seguían viviendo una vida de cierta rutina y que algún que otro desengaño les había llevado a ser muy cautos –o muy miedosos– con cualquier tipo de relación que se les pudiese presentar.

Se miraron un instante eterno, no se dijeron nada y se lo dijeron todo, pero ninguno de los dos consiguió superar el ámbito del pensamiento y todo se quedó en sus mentes y en sus miradas, por el momento.

Se les habían pasado dos horas en un suspiro y aunque hubiesen estado el resto del día juntos los dos dieron por bueno ese breve espacio de tiempo compartido después de aquel aciago año.

María –que no estaba dispuesta a dejar escapar la oportunidad– dio el primer paso y cuando ya se despedían propuso a Juan verse el siguiente sábado, cenar y luego echar un vistazo a la cartelera e ir a algún musical en Gran Vía o a algún espectáculo de humor donde evadirse un rato y disfrutar juntos de la vida.

Ni que decir tiene que nuestro querido –y ciertamente tímido– amigo Juan aceptó encantado y para sus adentros suspiró aliviado pues ya creía que pasaría otro año sin verla.

Habían llegado ya a Puerta del Sol y tenían que separar sus caminos.

Lo hicieron igual que cuando se encontraron, con un abrazo de esos que te dejan sin aliento, un abrazo de verdad.

María se inclino hacia atrás y mirándole a los ojos le dijo “que volvamos a vernos” y Juan cerró el encuentro certificando lo que parecía ya una primera cita, “el sábado a las ocho”.

Pero esa es otra historia.

Viernes de primavera

Era un viernes más, como otro cualquiera, a eso de las diez —quizás un poco más tarde— Juan se había acercado a un reconocido restaurante de la zona centro y aunque con poco apetito se atrevió a un picoteo rápido.

No tenía nada previsto, realmente lo único que pretendía era ver gente, confundirse con el bullicio de la calle, esa marea humana que inunda las calles más populosas de las ciudades un viernes noche.

Atuendo informal pero cuidado, los típicos vaqueros, camisa impoluta al igual que el calzado, que nadie pudiese intuir por su aspecto el estado de ánimo que arrastraba desde hacía ya algunas semanas.

Una vez consumido su tentempié, que no iba mas allá de unas papas fritas acompañando a unas croquetas de jamón ibérico –al menos así era como se anunciaban en el menú– llamó a un par de amigos con los que compartir unas copas en algún local de moda.

Media hora mas tarde y una docena de llamadas perdidas después había conseguido darse cuenta de que la noche iba a a ser una aventura totalmente desconocida.

Pasada ya la medianoche –y aunque estaba avanzada ya la primavera– comenzaba a refrescar, y la camisa que a las diez de la noche era mas que suficiente daba señales de haber sido una mala idea para encontrarse callejeando sin rumbo.

Juan se vio en la necesidad de tomar una decisión rápida, o se iba a casa –dando por concluida su aventura nocturna– o se adentraba en cualquiera de los locales de la zona que rebosaban de oportunidades para pasárselo bien.

Volviendo la esquina de la calle Preciados se encontró de repente con un tumulto de gente que –infructuosamente– pugnaban por entrar en un local con un aguerrido –y musculoso– portero que insistía en la imposibilidad de acceder al mismo dado que estaba ya atiborrado de gente.

Aun así, la suerte parecía estar de parte de Juan, pues el fornido portero resultó ser un antiguo compañero de su “primera” juventud y después de un breve intercambio de saludos y abrazos de reconocimiento del tiempo compartido le dejó pasar a riesgo de enfrentar la furia del resto de los que esperaban.

Una vez dentro tuvo que enfrentar la odisea de llegar a una escueta barra –que se adivinaba en lo profundo del local– en donde se servían los mas variados cócteles y brebajes que uno pudiera imaginarse.

Veinte minutos después de emprender la ruta hacia la barra y esperar a que alguna de las tres chicas que la atendían le hiciese caso consiguió por fin su ansiada copa de vodka, todo un triunfo en una noche que no acababa de despegar.

Ya está –se dijo a si mismo– objetivo conseguido, ya estaba preparado para comenzar esa noche que le estaba siendo tan esquiva desde las diez –quizás un poco mas tarde–, pero no iba a ser tan fácil.

Copa en ristre se dio una vuelta reconociendo el ambiente y de paso alimentando su esperanza de encontrar algún amigo entre toda aquella multitud.

Pero no hubo suerte, se encontraba rodeado de cientos de personas y totalmente solo, tocaba esconder su innata timidez –esa que le impedía incluso participar en clase cuando aun era un chiquillo– e intentar conectar con alguien que pudiese sacarle de aquel atolladero.

Después de un par de patéticos intentos para iniciar una mínima conversación con alguna chica se dio cuenta de que –definitivamente– esta no era su noche y se dio por vencido.

Apuró su copa y se dispuso a abandonar aquella marabunta en la que se encontraba inmerso y dado que estaba casi al fondo del local sabia que todavía pasarían quince o veinte minutos hasta que consiguiese salir de allí.

De camino a la salida –y aunque estaba ya de retirada– aun hizo un par de intentos sabiendo de antemano que no darían resultado y de pronto se encontró en la puerta de salida.

Agradeció a su fornido y musculoso amigo que le dejara pasar y enfiló calle abajo para dirigirse a la estación de metro mas cercana y volverse a su casa, a su entorno mas íntimo, privado y solitario.

Camino a la estación, en un requiebro de la calle, se topó con una pareja que en su afán amatorio ni siquiera repararon en su presencia dada la fogosidad y pasión del momento.

Juan –después de su fallida noche de viernes– no pudo reprimir una cierta sensación de desasosiego, una sensación de que estaba abriendo una larga etapa –quizás definitiva– de muchos intentos fallidos.

Una vez hubo llegado a su casa ordenó –como siempre hacía– sus ropas y se dispuso a acostarse, eran ya las cuatro de la madrugada y esto no había hecho mas que empezar.

Aun quedan muchos viernes de primavera.